martes, 17 de diciembre de 2013

NICETO Y EL PASTOR MATÍAS


CAPÍTULO I


REFLEXIONES PASTORALES

Niceto Blázquez, O.P.
INTRODUCCIÓN

En el presente trabajo reflexionar sobre algo significa hacer consideraciones acerca de cosas, personas, instituciones y acontecimientos religiosos con el fin de sacar conclusiones prácticas de calidad para la vida. Dichas reflexiones se dicen pastorales por analogía con lo que hacen con sus ovejas los buenos pastores de los que habla la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.  El buen pastor es aquel que conoce bien a las ovejas de su rebaño y las conduce por los lugares en los que pueden encontrar pastos buenos y abundantes. Las defiende además contra los lobos rapaces y las cura cuando están enfermas. La imagen del pastor bíblico con la oveja perdida o el débil corderillo al hombro como un bebé cabalgando feliz sobre el cuello de su padre refleja la solicitud amorosa del pastor bueno en contraposición del pastor malo, el cual no duda en apedrear a sus ovejas, abandonarlas a su suerte y llevarlas al matadero por un quítame de ahí esas pajas. Cristo se definió a sí mismo como el Buen Pastor de las ovejas, que somos todos los seres humanos, por cuyo amor  no dudó en entregar su vida. Así pues, cuando hablamos aquí de reflexiones pastorales nos estamos refiriendo a esas formas de conducta que han de observar los buenos ministros y predicadores del Evangelio con sus fieles o infieles seguidores. O lo que es igual, con justos y pecadores. En la historia del cristianismo ha habido y hay de todo, buenos y malos pastores que llevan a sus fieles por verdes y ubérrimas praderas pero también por pedregales y trochas doctrinales y morales indeseables. Uso también el término pastoral como forma práctica de predicar el Evangelio basada en la reflexión teológica y la experiencia de la vida. Teología pastoral no es otra cosa que teología práctica o aplicada a los problemas más profundos de la vida humana. Ahora bien, para llevar felizmente a buen término este noble quehacer pastoral, no basta el conocimiento teórico de la doctrina cristiana ni la habilidad organizativa para administrar y gobernar las instituciones eclesiales sino que  la actividad práctica sacramental y administrativa ha de estar inspirada en el conocimiento teológico de calidad  y la experiencia de la vida. Ni el adoctrinamiento teórico ni el activismo práctico son buenos consejeros por separado por lo que hemos de esforzarnos por encontrar la sincronía entre ambas dimensiones, la teórica y la práctica. En los capítulos que siguen el lector podrá percatarse del significado exacto de lo que termino de decir.

 

 

 

CAPÍTULO I

REFLEXIONES Y SUGERENCIAS

         El día 12 de marzo del año 2000 Juan Pablo II hizo una confesión general de los pecados más graves de la Iglesia institucional cometidos durante el segundo milenio. Para ello fijó siete áreas de comportamiento en las que reconoció que autoridades eclesiales de turno, instituciones dependientes de iglesias cristianas y cristianos particulares, con frecuencia actuaron de forma antievangélica durante ese tiempo. En mi libro titulado Los pecados de la Iglesia sin ajuste de cuentas (Ed. San Pablo 2002) traté este insólito acto penitencial destacando su significado histórico y teológico en la vida de la Iglesia. Han pasado trece años después de aquella histórica fecha y algunos de los asuntos allí tratados han perdido actualidad, pero otros siguen urgiendo respuestas concretas y soluciones puntuales. Así las cosas, me ha parecido oportuno volver sobre el capítulo quinto de mi obra en el cual hablé de las siete áreas de comportamiento indicadas por Juan pablo II como propósito de enmienda por los pecados de la Iglesia confesados. He suprimido bastantes cosas que dije allí, he añadido otras y he perfeccionado la presentación actualizada del texto con formato de libro pequeño. En la exposición y desarrollo actualizado de dicho capítulo he seguido las líneas maestras de Juan pablo II acompañadas siempre de sugerencias y valoraciones críticas de mi exclusiva responsabilidad.

         Pero cuando yo tenía ya ultimado un texto y listo para su publicación sobre la Homilía dominical el Papa Francisco nos sorprendió con la Exhortación Evangelii gaudium en la cual hace unas puntualizaciones prácticas muy importantes sobre el tema y había que tenerlas en cuenta. En efecto, el día 24 de noviembre del 2013 el Papa Francisco dio por finalizada su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium cuyo texto fue publicado y difundido el martes 26 de noviembre del mismo año. El lector puede comprobar cómo yo había publicado mucho antes de que apareciera la Evangelii gaudium un texto en Internet sobre las luces y sombras de la homilía dominical. Así las cosas, reproduzco el texto mío que estaba ya publicado, seguido del texto papal con el fin de que  el lector pueda constatar la perfecta sintonía existente entre ambos textos, lo que pone de manifiesto que, cuando diversas personas analizan con objetividad un problema, lo lógico es que haya puntos de convergencia inevitables.

         1. Caminar desde Cristo

         La Iglesia ha sido acusada de haber malinterpretado e incluso corrompido el proyecto original de Cristo, sobre todo a partir del siglo IV al convertirse el cristianismo en la religión oficial del Estado con exclusión total del paganismo y judaísmo. Sería ingenuo pensar, advierte Juan Pablo II, que existe alguna fórmula mágica para los grandes desafíos de la Iglesia en nuestro tiempo. Pero existe una persona, que es Cristo, y un programa de vida que es el Evangelio. De lo que se trata ahora es de formular “orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad” cristiana y de cada contexto sociocultural. Para ello el Pontífice recuerda “algunas prioridades pastorales” que han de ser atendidas teniendo siempre a la persona de Cristo y el programa del Evangelio como modelo y criterio referencial de la acción.

         A propósito de este punto de arranque cristológico cabe recordar lo siguiente.  De hecho, es significativo que hasta los niños hablan hoy día mal de la Iglesia institucional pero nadie, ni siquiera entre los más desalmados e insensatos, habla mal de la persona de Cristo. Esta realidad se refleja en la actitud de quienes dicen seguir a Cristo pero estar en contra de la Iglesia. Cristo, sí. La Iglesia, no. Sí a Cristo, no a la Iglesia. ¿Por qué esta disociación afectiva entre Cristo y su Iglesia? No puedo entrar aquí a explicar la dinámica psicológica de este fenómeno. Pero lo razonable es pensar que algo falla en la Iglesia cuando dentro de ella misma se produce este fenómeno de chantajeo afectivo anti-eclesial. ¿No será que se pone el carro delante de los bueyes hablando demasiado de la Iglesia como institución social, relegando a Cristo a un segundo plano? Tal vez fuera más acertado hablar al mundo de Cristo en primer plano en lugar de la doctrina de la Iglesia y de sus instituciones sociales. Así las cosas, no es fortuito que Juan Pablo II, antes de señalar las orientaciones pastorales para el siglo XXI, lo haga como un “caminar desde Cristo” y no de la Iglesia. Lo cual significa poner los bueyes delante del carro y no al revés. O, si se me permite otro símil literario, propone emprender el viaje asegurándonos primero de que el motor del vehículo está a punto y no sólo su bella carrocería.

         Cada vez estoy más convencido de que a los cristianos nos iría mejor hablando más de la persona de Cristo que de las instituciones eclesiásticas y sus presuntas glorias, que no siempre lo fueron ni lo son. Si nuestra fe está bien consolidada en Cristo, la Iglesia como institución social puede funcionar mejor o peor, pero ello no afectará para nada a la felicidad de nuestra vida ni será un obstáculo insuperable para los que buscan la fe. Desde la fe bien anclada en Cristo se comprende todo, incluso las miserias humanas de la Iglesia. Pero si ponemos el centro de la fe en la institución eclesial como una simple institución social más entre otras, las cosas se complican enormemente. El aforismo castellano “con la Iglesia hemos topado” refleja a las mil maravillas lo que termino de decir. Muchas veces la Iglesia, en lugar de favorecer el progreso de la fe, lo entorpece mediante formas inadecuadas de predicar el evangelio relegando a Cristo a un segundo plano. De nada sirve perder el tiempo buscando tres pies al gato tratando de negar o minimizar este hecho. Jamás he oído a nadie lamentarse de haberse encontrado con Cristo en su vida. Al contrario, el “toparse” con Cristo es siempre una experiencia única y felizmente indescriptible. Lo cual no puede decirse de quienes se “topan” con la Iglesia como mera institución social en competencia con otras instituciones. El acceso a Dios sin pasar por el encuentro con su rostro visible, que es Cristo, resulta muy difícil, y lo mismo cabe decir de la comprensión de la Iglesia sin haber conocido antes a Jesucristo. Quien entiende a Cristo entiende con relativa facilidad a Dios y a su Iglesia. Por el contrario, quien no entiende a Cristo puede pertenecer canónicamente a la Iglesia y afanarse por conocer a Dios sin resultados satisfactorios. Aprendamos la lección y hagamos el propósito de enmienda de hablar de Cristo en primer plano y después de la Iglesia. Sólo quienes han entendido bien este trueque son capaces de hacer obras de caridad que hacen pensar en Dios.

         2.  La santidad como ideal de vida

         Como no podía ser de otra manera, el Pontífice se explaya en este tema recordando las razones bíblicas y teológicas que proclaman la santidad como ideal de vida en comunión trinitaria. Pero hace también algunas matizaciones concretas de carácter renovador sobre las que quiero centrar la atención. La santidad no es un término piadoso en el que se refugian a veces aquellas personas de poco carácter en busca de seguridad y protección. La santidad teológica, según Juan Pablo II, es ante todo un estado de consagración o pertenencia amorosa a Dios, lo cual, obviamente, nada tiene que ver con la mojigatería o la beatería. La santidad es un objetivo vital que atañe a todos los seres humanos de cualquier clase o condición social. La santidad es la alternativa existencial a la vida mediocre conformada a una ética minimalista y una religiosidad superficial. El ideal de santidad implica un compromiso personal y social con el programa diseñado por Cristo en el Sermón de la Montaña como desafío a todas las teorías éticas y proyectos de desarrollo meramente humano.

         Por otra parte, Juan Pablo II recuerda que  “los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona”. Por supuesto que no se desestiman los sazonados métodos pedagógicos tradicionales de la vida espiritual cristiana, pero siempre que se tengan en cuenta “las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia”. Sería largo exponer aquí los aciertos y los fracasos de la pedagogía tradicional aplicada a la formación espiritual. Tampoco me puedo detener en analizar los métodos utilizados por algunos movimientos cristianos actuales, a los que alude el Papa, para separar la paja del grano. Sólo quisiera hacer algunas aclaraciones para ayudar a entender todo el alcance renovador de las sugerencias papales. Se da por supuesto que los métodos tradicionales de formación espiritual tienen que ser sabia y oportunamente revisados y actualizados sin olvidar que la pedagogía de la santidad tiene que adaptarse a los ritmos de cada persona.

         Para empezar, digamos que la santidad como ideal personal de vida no es algo de ultratumba, exótico o simplemente ajeno al hombre. En términos bíblicos, ser santos es lo mismo que ser justos y buenos como Dios es bueno y justo con todos. Ahora bien, ¿acaso la bondad humana no es un deseo natural de todo ser humano? La vocación a la santidad es ese mismo deseo natural de bondad con el que todos hemos nacido, alimentado después con el amor a Dios y a nuestros semejantes de forma libre y responsable sin miedos ni coacciones. Lo que ocurre con frecuencia es que la referencia a Dios se hace a veces de una forma “piadosa” o mojigata con lo cual se impide que creyentes y no creyentes perciban la importancia del asunto. Lo mismo la frivolidad que la mojigatería son un impedimento psicológico decisivo para la percepción del significado humano de la santidad como encarnación personal de la bondad humana. La misma expresión “vocación universal a la santidad” necesita ser traducida al lenguaje coloquial que todo el mundo entiende. De lo contrario se corre el riesgo de estar haciendo estupendos discursos teológicos sobre la santidad, que los interlocutores escuchan como quien oye llover. Las fórmulas teológicas son muchas veces como las recetas de los médicos: no hay “dios” que las entienda. Ni siquiera los farmacéuticos. Menos mal que algunos han empezado ya a redactarlas en el ordenador.

         Otra observación práctica de gran calado pedagógico y pastoral sobre la pedagogía de la santidad es la siguiente. El Papa dice que tiene que ser graduada o adaptada “a los ritmos de cada persona”. Es una cuestión que me ha preocupado siempre y constato con satisfacción que también el Papa está preocupado por el tema. Para empezar. ¿Acaso los Apóstoles y la propia Madre de Cristo conocieron desde el primer momento la verdadera personalidad de Jesucristo? Ni siquiera después de resucitado las tenían todas consigo y sólo después de Pentecostés les quedaron las cosas claras desde el punto de vista de la fe. Cristo fue instruyendo progresivamente a los apóstoles para que después, no antes, en su ausencia física definitiva, creyeran a pleno pulmón que, efectivamente, Él era, y no otro, el Mesías Hijo de Dios.

         ¿Por qué entonces, si Jesucristo aplicó con los que le seguían por las calles y caminos de Palestina esa pedagogía de la fe y de la santidad de una forma graduada, ha habido y hay todavía tantos catequistas, predicadores, directores espirituales y pastoralistas empeñados en “engargajar” las verdades cristianas y la santidad de un golpe como si de “engordar pavos cristianos” a ritmo acelerado se tratara? Hay pastoralistas y educadores cristianos que se descorazonan porque no ven nacer, crecer y madurar sobre el terreno las semillas del evangelio que están sembrando. Quisieran ver crecer la hierba del jardín al tiempo que la riegan. Se olvidan de que ni siquiera Cristo cosechó durante su vida mortal el fruto sazonado de su trabajo mesiánico. Esa ambiciosa pretensión de cosechar al mismo tiempo que se siembra es la que induce después a aplicar métodos educativos y pastorales psicológicamente coactivos contrarios al ritmo perceptivo de las personas del que habla Juan Pablo II. Error pedagógico que está en la base de las críticas más amargas dirigidas contra la Iglesia y de ahí que constituya un buen tema de reflexión penitencial con propósito de enmienda.

         3. La oración como alimento del alma

         Que la oración sea una práctica sustentadora de la vida espiritual cristiana no cabe la menor duda. Lo sabemos por experiencia. El descubrimiento de Dios genera automáticamente la necesidad psicológica de hablar con Él y eso es en definitiva la oración. ¿Cómo y para qué? Esta es la cuestión. ¿Cómo hablar correctamente con Dios de forma correcta y provechosa?

         Juan Pablo II destaca el hecho de que, a pesar de los vastos procesos de secularización o culto a todo lo que es fruto efímero del tiempo con marginación de todo lo que dice relación a Dios, se detecta una difusa exigencia de espiritualidad que, en parte, es expresión de una renovada necesidad de orar como ejercicio práctico de diálogo con Dios. La gente necesita ser educada para aprender a hablar amorosa y correctamente con Dios el idioma de la oración y en tal sentido el Pontífice sugiere que nuestro encuentro con Cristo “no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato del corazón”. Otra observación es que la oración no puede ser disculpa para dispensarnos de nuestros deberes sociales y compromisos con la historia. Igualmente, habría que revalorizar las formas populares de oración evitando que degeneren en mero espectáculo artístico, cultural o folclórico en función de intereses primordialmente crematísticos. En orden a potenciar el proyecto papal de activación renovada de la oración cristiana, me parece oportuno hacer las puntualizaciones prácticas siguientes.

         1) Cuando uno de los apóstoles le pidió a Cristo que les enseñara a orar, no les remitió al templo de Jerusalén a cumplir con aquellos interminables ritos preceptuados por la ley. Se limitó a decirles que recitaran el Padrenuestro. No es que despreciara los ritos del templo sino el ritualismo y legalismo en que habían degenerado. En esto de  la oración la Iglesia sigue todavía muy ligada al ritualismo veterotestamentario y la experiencia enseña que los muchos ritos y ceremonias suelen terminar ahogando el aliento vital de la verdadera oración. Por algo Jesucristo expresó tantas reservas contra el ritualismo saduceo del Templo de Jerusalén. La Iglesia católica se ha liberado mucho en teoría del ritualismo, sobre todo con la reformas del Vaticano II. No así las iglesias ortodoxas. Pero en la práctica ambas tienen todavía mucha tela que cortar.

         2) El orar a Dios es como el comer. Hay que hacerlo si queremos espiritualmente sobrevivir. Pero no a cualquier hora, de cualquier manera ni a cualquier precio. El alimento espiritual de la oración, como el alimento corporal, para que resulte saludable, hay que seleccionarlo primero y aliñarlo convenientemente después de acuerdo con la condición de las personas, los tiempos y las circunstancias. Por descontado que hay formas de oración válidas para todo el mundo, como el Padrenuestro. Pero la oración, como los mejores alimentos, si no se la aliña pedagógicamente bien, puede perder su capacidad nutritiva y hasta provocar el rechazo. 

         3) La oración auténtica y más provechosa es la que se hace por propia iniciativa y no bajo presión moral de nadie. Hay que evitar por todos los medios rezar simplemente porque está mandado. Lo contrario suele provocar el rechazo. Si el orar es tan importante como se dice, la mejor preparación para orar es poner a las personas en situaciones en las que sientan esa necesidad. El orar por obligación o mero cumplimiento de un precepto canónico es como forzarle a uno a comer. Por muy necesario que sea el comer para vivir, el mero hecho de ser uno forzado a ello, incluso lo que más le gusta, puede provocar una reacción de rechazo. Por eso, hay que cuidar escrupulosamente las formas de oración litúrgica para evitar su rechazo por causa de su desmedida ritualización y preceptividad.  La “oficialización” canónica de la oración como obligación legal puede ser en determinados casos la causa principal de su desestima por parte de los creyentes. Se corre el peligro de perder el sentido de su necesidad vital por el hábito de orar para satisfacer el precepto canónico o legal.

         4) Dice el refrán castellano que hay quienes “sólo se acuerdan de santa Bárbara cuando truena”. Sólo se acuerdan de Dios cuando las cosas les van mal para que Él las remedie con un golpe de favor. Cuando disfrutan de buena salud y les van bien los negocios, no se acuerdan de Dios para nada. Hay mucha gente que sólo reza para pedir algo que no es conveniente o que debería conseguirse de otra forma. Obviamente, el desencanto está servido. Todavía está viva la falsa idea veterotestamentaria, según la cual la salud, las riquezas y el poder serían signos evidentes de la benevolencia de Dios. Por el contrario, la enfermedad, la pobreza y la debilidad serían signos inequívocos de la maldición divina. Es normal que quienes se dirigen a Dios en la oración con esta mentalidad queden sistemáticamente defraudados.

         La oración puede servir de desahogo afectivo y confidencial para pedir, por ejemplo, la curación de una enfermedad o la solución de un problema importante de nuestra de nuestra vida. Pero no para exigir a Dios que resuelva de hecho los problemas que nosotros irresponsablemente nos creamos. Menos aún el logro de cosas injustas o de meros caprichos egoístas. Lo que a Dios hay que pedir con la absoluta seguridad de conseguirlo es la gracia o fuerza moral sobrehumana para afrontar los problemas de la vida y de la muerte con la misma dignidad que el mismísimo Jesucristo los afrontó. A Cristo le hubiera gustado más no haber tenido que pasar por el trance de la cruz humillado por unos impresentables y se desahogó en oración ante el Padre expresando su deseo. Pero sin responsabilizar a Dios de su aparente desgracia o desconfiando de Él. Al contrario, se abandonó amorosamente a Él y todo lo demás vino por añadidura. Eso que hemos de pedir en la oración y que Dios siempre concede es “su espíritu” para afrontar con dignidad los problemas de la vida y la muerte, como hizo Jesucristo. Esta fuerza moral, insisto, para afrontar los problemas de la vida y de la muerte con paz y dignidad es lo que Dios indefectiblemente concede a quien se lo pide con humilde corazón. Pero no las injusticias, caprichos y tonterías que mucha gente “rezadora” acostumbra a pedir a Dios protestando después contra Él porque no se las concede.

        

         4. La Misa  dominical

         Lógicamente, el Pontífice recuerda la necesidad de potenciar la celebración del domingo como el día de la fe por excelencia ya que se celebra ni más ni menos que la resurrección de Cristo como acontecimiento decisivo para la cimentación de los misterios de la fe y epicentro teológico de la unidad cristiana. La importancia de la celebración participada de la Eucaristía para la vida cristiana no admite ningún tipo de discusión y por ello, el mismo Pontífice lo trata sin demasiado detenimiento. En la práctica, sin embargo, pienso que sobre el domingo existe todavía un problema grave sobre el cual nadie se atreve a poner el cascabel al gato. Me refiero a la mala costumbre tradicional de canonistas, moralistas y pastoralistas de traducir la gravedad del precepto dominical en clave de pecado mortal. Tanto es así que para muchas personas, a veces las más piadosas y fieles, el mero hecho de no haber podido participar un domingo en la misa constituye un motivo increíble de desazón de la cual sólo se liberan descargando su conciencia ante un confesor. Muchas veces estas mismas personas participan en la celebración eucarística incluso durante los días de la semana. Pero el mero hecho de no haber “cumplido” con el precepto dominical es motivo suficiente para amargarse la vida como si hubieran cometido un delito de lesa majestad. Tengo 85 años de edad -me decía una señora- un tumor cerebral, insuficiencia auditiva y no puedo venir a misa el domingo a menos que alguien me traiga a la iglesia. Así las cosas, la señora exclamaba desconsolada: ¡Qué va a ser de mí¡ 

         Nada más razonable, comprensible y natural que el Derecho canónico  pida a los fieles cristianos que participen lo más posible en las celebraciones eucarísticas, y más aún en el domingo  o día del Señor. Cualquier institución social seria exige a sus miembros que se reúnan en determinados momentos para discutir y resolver sus problemas o simplemente para conocerse, cultivar las buenas relaciones entre ellos  y compartir sus propios bienes. La Iglesia no puede ser menos y las celebraciones litúrgicas, entre las cuales la Eucaristía es la cumbre de todas ellas, son la ocasión de oro para demostrar públicamente como creyentes lo que somos y lo que pretendemos. El Derecho canónico hace bien preceptuando estas manifestaciones públicas de la fe.

         Quienes hacen mal son los canonistas y moralistas que traducen esa necesidad o precepto canónico en clave de pecado mortal. Al menos así se lo han inculcado a los fieles muchos pastoralistas con el silencio de los obispos. Muchos fieles se hicieron a la idea de que lo importante es “cumplir con el precepto” para evitar el pecado mortal. Todo lo demás es secundario. Con frecuencia he observado que las personas más fieles y piadosas, en el mejor sentido de la palabra, sufren en su interior lo indecible simplemente porque un domingo perdieron la misa. Es igual que hayan participado durante los días de la semana. El mero hecho de no haber participado el domingo lo echa todo a perder. ¿Razón? Muy sencilla.

         Según estos intérpretes del Derecho canónico y moralistas desaprensivos, lo importante es que, como en el Antiguo Testamento, se cumplan materialmente las normas aunque reviente el espíritu de las mismas. Ya lo advirtió S. Pablo. Las leyes canónicas así interpretadas matan el espíritu que debía animarlas, que es la comprensión humana traducida en clave de compasión y amor en lugar de asustar a los fieles con pecados que nosotros inventamos convirtiendo las leyes en dogales para la conciencia. ¡Por algo Nuestro Señor tenía tan poca simpatía por los ritos del Templo y se cargó todos los preceptos legales y litúrgicos del Antiguo Testamento por considerarlos yugos insoportables de facturación farisaica capaces de torpedear la ley de leyes, que es la comprensión de las debilidades humanas y el amor. Con la circunstancia agravante, además, de que a los irresponsables o no creyentes esa amenaza de pecado mortal les trae sin cuidado y a los más responsables y de buen corazón les hace sufrir injustamente.

         ¿Por qué la Iglesia no acaba de desmarcarse de una vez por todas de estos lastres veterotestamentarios? Cuanto más lo pienso más me convenzo de que, a la hora de la verdad, Dios va a tener muy poco en cuenta o nada esos presuntos pecados mortales de pura invención canónica o fantaseados por los moralistas.  La Iglesia tiene que hacer el correspondiente propósito de enmienda sobre la preceptiva canónica de oír misa los domingos y fiestas de guardar bajo pecado mortal. Para entender lo que quiero decir, baste recordar el caso de la Semana Santa. En ninguna parte he visto que los cristianos estén obligados a asistir a los Oficios de Semana Santa bajo pecado mortal. Y, sin embargo, el pueblo cristiano se las ha arreglado siempre de forma espontanea para participar en los oficios de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Tampoco me consta que la disciplina ortodoxa preceptúe el domingo bajo pecado mortal. Y sin embargo, el domingo, para los cristianos ortodoxos es el corazón espiritual de la semana.  En resumidas cuentas, que la necesidad de relanzar la celebración del domingo con la participación eucarística, como sugiere Juan Pablo II, pasa, en mi opinión, por una pastoral más teológica del Dies Domini superando la praxis legalista y veterotestamentaria que ha predominado en el pasado.  

         5. El sacramento de la confesión

         El Papa habla de “renovada valentía pastoral” para proponer de forma convincente la práctica del sacramento de la reconciliación. Dice que “probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo. Para estimular esa valentía pastoral en este tema tan delicado me ha parecido oportuno hacer algunas reflexiones al filo de mi propia experiencia personal como penitente feliz y viejo administrador de tan consolador sacramento.

         La gente con sentimientos de culpabilidad en nuestro tiempo prefiere pagar a un psiquiatra antes que confesar a Dios gratuitamente sus pecados en un confesonario. Los servicios que no se hacen con factura, IVA incluido,   no se aprecian por buenos que sean. En consecuencia, las colas de antaño ante los confesionarios se encuentran ahora en la consulta psiquiátrica. ¿Y qué ocurre? Ocurre que el psiquiatra receta pastillas para amodorrar al paciente pero, pasado el efecto del fármaco, vuelve a las mismas. Cuando hay pecados en toda regla por medio, al no ser perdonada la culpa y enmendados los pecados, reaparecen los estados de ansiedad e infelicidad incrementados. Se mitigan provisionalmente los efectos psicológicos del pecado pero no desaparece su causa.

La experiencia enseña que hay sentimientos de culpabilidad patológicos que requieren trato psiquiátrico. Pero hay otros cuya etiología es teológica y necesitan un tratamiento sacramental. La gente debería estar mejor instruida para saber cuándo su problema es patológico, que necesita tratamiento psiquiátrico, o teológico que requiere tratamiento sacramental con un buen confesor. Por lo mismo, la profesionalidad del confesor exige unos conocimientos psiquiátricos mínimos para entender mejor a la gente, y la de los psiquiatras una mejor formación humanística para no convertirse en chatarreros a sueldo de la psique humana.

La confesión sacramental es un juicio. Pero no confundamos las cosas. Hay diferencias sustanciales entre el juicio sacramental y un tribunal de justicia.  Por ejemplo, en los tribunales de justicia el fiscal acusa al reo, el cual será condenado  si el abogado defensor no es más hábil o astuto que el acusador o el juez es un corrupto que está comprado por una de las partes. De ahí que, como reza el refrán, no se excluye la circunstancia de que paguen justos por pecadores. Con lamentable frecuencia el justo es condenado y el delincuente absuelto. De ahí que las personas más realistas procuran arreglar sus problemas evitando tener que acudir a los tribunales de justicia. Además, todos los que participan por oficio en esos tribunales cobran por su trabajo.

En el juicio sacramental, por el contrario, el reo es el propio penitente que no es llevado al tribunal sacramental por ningún fiscal. El fiscal es su propia conciencia. El penitente escucha a su propia conciencia y se dirige por propia iniciativa al juez o confesor para decirle la verdad de todo teniendo a Dios por testigo. A veces el juez le dirige amablemente alguna pregunta clarificadora a la que el reo contesta con gusto y sin dificultad. Y lo que es más admirable. Mientras que en un tribunal de justicia la sentencia puede ser absolutoria o condenatoria, en el tribunal de la confesión sacramental el reo que se confiesa como Dios manda es inexorablemente absuelto. Es un juicio que, si se celebra, es sólo para absolver y nunca para condenar al reo. De ahí el final feliz de toda confesión sacramental bien hecha. Por lo mismo, cuando una persona se confiesa y no encuentra paz en su conciencia, es porque, o no sabe confesarse sacramentalmente  o existe algún escollo psicológico personal que vicia todo el acto penitencial. El confesor avisado sabe intuir sin necesidad de hacer preguntas impertinentes esos escollos y aconsejar oportunamente al penitente. Cuando tal ocurre, el resultado suele ser altamente consolador para el penitente y de profunda satisfacción profesional para el confesor. Lo mismo que de los predicadores de la homilía dominical, la gente se queja de los confesores que se “enrollan” o echan broncas a los penitentes. O de los rigoristas que buscan pecados debajo de las piedras. ¿Y qué decir de los sordos que no oyen la mitad de lo que les dicen? Todo lo cual puede dar lugar a anécdotas graciosas sin importancia.  

Otra cosa es el asunto de los confesores escrupulosos. El confesor escrupuloso en el confesonario sufre lo indecible él y hace sufrir injustamente a los penitentes. Los escrúpulos, además, con el tiempo terminan siendo contagiosos. Lo razonable sería que la persona que padezca esta terrible gripe psicológica dejara voluntariamente ese ministerio y se dedicara a otros quehaceres pastorales. El confesor escrupuloso en el confesionario es algo así como un cirujano con síntomas de parkinson en el quirófano. Por lo demás, la actitud del confesor que conoce bien el paño es la de tratar a los penitentes como lo haría Cristo en persona. Para ello tiene que conocer bien los pasajes evangélicos en los que son descritas escenas de alta calidad misericordiosa. Por ejemplo, perdonando al ladrón que se confiesa antes de morir. O la parábola del hijo pródigo, que más bien lo es de la misericordia del Padre. En fin, para qué continuar recordando cosas tan obvias y a veces tan olvidadas. Aquí cabría hablar de las clásicas “confesiones generales” y de la repetición rutinaria del sacramento de la confesión. Sin olvidar los exámenes de conciencia como preparación para recibir el sacramento. Sobre estos temas tan delicados hay mucha tela que cortar relacionada con los errores pedagógicos que suelen cometerse en la práctica de este sacramento tan consolador.

          6. Lectura y escucha de la Biblia

Sí. Hay que leer la Biblia. Es el libro sagrado de judíos y cristianos que ha pilotado la cultura occidental. Sin la lectura de la Biblia muchas cosas de nuestra civilización resultan incomprensibles. Pero la Biblia es un conglomerado de libros escritos en épocas muy remotas de la historia por muchos autores distintos. En la Biblia hay historia real, poesía, novela, teología y testimonios heroicos de vida espiritual. Son unos libros en los cuales se percibe que Dios habla, pero son hombres quienes los escriben con muchas limitaciones humanas. De tal forma están escritos algunos que, hablando de Dios, “no hay dios que los entienda”. Y lo que es más. En los libros del Antiguo Testamento hay mucha violencia humana desatada presuntamente bendecida por Dios. Con esto sólo quiero decir dos cosas. Primero, que hay que aprender a leer la Biblia con la cabeza y el corazón al mismo tiempo. De lo contrario, su lectura tanto puede llevarnos al fanatismo religioso como a la más gélida increencia religiosa. Segundo, hay libros bíblicos, bastantes del Antiguo Testamento y algunos del Nuevo, cuya lectura – hablando en plata- no vale la pena. No se pierde nada teológicamente sustancial con no leerlos. Los catequistas y pastoralistas, no obstante, deben conocerlos todos muy bien para saber después orientar a la gente sobre la forma de leer la Biblia con provecho y sin desconcierto.

         Como consecuencia de lo dicho, mi opinión personal es que la primera iniciación a la Biblia se ha de hacer empezando por el Nuevo Testamento hasta identificar bien la figura de Cristo y su mensaje salvador al mundo. Sólo así se puede hacer después una incursión general sobre toda la Biblia sin sobresaltos ni escandalosas extrañezas. No basta leer y leer la Biblia porque es Palabra de Dios. Hay que leerla sabiendo discernir entre lo que Dios revela y cómo los hagiógrafos nos presentan literariamente el mensaje teológico revelado. Hay que escuchar lo que Dios dice con la lógica del corazón y con la lógica fría de la razón desguazar el entramado literario de los libros bíblicos. La lectura fanática e irracional de la Biblia ha sido una de las causas más importantes que han dado lugar a las sectas religiosas y a la incredulidad de la inmensa mayoría de los profesionales de las ciencias humanas.

         7.  Reforma del Derecho Canónico

         Una de las acusaciones más severas contra la Iglesia, registrada en el capítulo segundo de mi obra antes mencionada, es que la Iglesia formula los dogmas teológicos de acuerdo con sus propios intereses, y después los impone como preceptos legales en el Derecho canónico. La acusación, tal como está formulada, es objetivamente falsa, pero refleja un hecho que no puede ser pasado por alto ya que el Código de Derecho canónico ha sido y es una institución eclesial de importancia capital para el gobierno y administración pastoral de la economía de la salvación. Es obvio que las leyes de la Iglesia pretenden ser la materialización fiel del Evangelio para llevarlo a la vida práctica de la forma más eficiente y fiable posible. En esto, cualquiera otra interpretación es una sinrazón y ganas de buscar tres pies al gato. Otra cosa es que esa traducción del espíritu del evangelio en prescripciones legales o canónicas se haya hecho siempre de forma plenamente satisfactoria.

         Si comparamos, por ejemplo, el Codex de 1915, vigente hasta la reforma del Vaticano II, con el de 1983, redactado de acuerdo con los criterios conciliares, pronto vemos que el primero era muy defectuoso por relación al segundo. Yo me he preguntado muchas veces cómo la Iglesia pudo pasar tanto tiempo presentando una imagen jurídica tan pobre como la que se reflejaba en aquel cuerpo legislativo afortunadamente desterrado por la reforma conciliar. Y lo que era más grave. Los manuales de teología moral que proliferaron durante los años en que el Codex de 1915 estuvo en vigor - y que sirvieron de texto en los seminarios y facultades de teología de la Iglesia- muchos de ellos eran casi copia literal del derecho canónico, el cual tuvo en la práctica un influjo más decisivo en la formación espiritual y pastoral de los hombres y mujeres de Iglesia que la Sagrada Escritura o la Teología propiamente dicha. Por supuesto que no faltaron honrosas denuncias de este hecho bajo la acusación de legalismo, como eco lejano de la dialéctica paulina de la lucha entre el espíritu y la ley, hasta que el Vaticano II agarró al toro por los cuernos y marcó las pautas para la redacción del nuevo Codex actualmente vigente.  El propio Juan Pablo II dejó bien claro en el decreto de promulgación del Codex de 1983 que el criterio hermenéutico fundamental del mismo remite inmediatamente al concilio, a la teología y a la Sagrada Escritura. El discurso legislativo en la Iglesia no puede en ningún momento prescindir del discurso bíblico y teológico en el que encuentra su propio suelo legitimador.

         En todo esto se ha progresado mucho, pero no podemos quedarnos ahí. El derecho, por su propia idiosincrasia, es delimitador de libertades. El Derecho canónico prescribe formas de conducta e impone límites al obrar de los fieles, lo cual conlleva siempre el riesgo de incurrir en lo que se llama autoritarismo o abuso de la legítima autoridad. El Derecho canónico no puede casi suplantar a la Biblia y la teología como ha ocurrido en el pasado. Por otra parte, el movimiento ecuménico no tiene marcha atrás, lo cual significa que tanto las iglesias ortodoxas como la católica tienen que esforzarse más en adaptar las estructuras canónicas vigentes a las exigencias de la unión de todos los cristianos. Esta conciencia de renovación existe y puede ser un buen antídoto contra el legalismo  de otros tiempos en perjuicio de la dinámica evangélica de la caridad. Por otra parte está el lenguaje técnico utilizado en la estructura y su formulación como  órdenes que hay que cumplir bajo sanciones. Este aspecto constituye una característica propia de todos los cuerpos legislativos y el Derecho canónico la ha adoptado siguiendo casi materialmente el esquema del derecho romano. Pero aquí está el peligro ya que el espíritu del evangelio no puede ser reducido a normas legales que se han de cumplir bajo la amenaza de incurrir en sanciones proporcionadas a su infracción. Existe una tendencia muy marcada a regular mediante leyes toda la vida cristiana y a controlar su cumplimiento lo cual se aviene mal con  la dinámica cristiana de la vida. Las normas y leyes en la Iglesia son necesarias pero hay que evitar que la letra muerta de la ley sofoque el espíritu que las debe inspirar. En este sentido pienso que también el actual Código de Derecho canónico ha de ser supervisado y oportunamente corregido cuando ello fuere menester.

         8.  La Homilía dominical

         A continuación reproduzco el texto que yo había publicado en Internet sobre la Homilía dominical seguido ahora del texto del Pontífice apuntalado con algunas observaciones breves de mi exclusiva responsabilidad.

         1. Una forma privilegiada de predicación

         Hablando de formas de exponer la doctrina del Evangelio con vistas a mejorar su calidad es obligado hablar de la homilía como  parte integral de la liturgia eucarística. El c.767 se refiere a esta privilegiada forma de predicación con estos términos: “Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo largo del año litúrgico, expónganse en ella, comentando el texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana”. La homilía forma parte integral de la celebración del domingo y de ahí su importancia como anuncio y explicación canónica del evangelio al pueblo cristiano. Así pues, “en todas las misas de los domingos y fiestas de precepto que se celebran con concurso del pueblo, debe haber homilía, y no se puede omitir sin causa grave”. Por otra parte, se aconseja que “si hay suficiente concurso del pueblo, haya homilía también en la Misas que se celebren entre semana, sobre todo en el tiempo de adviento y cuaresma, o con ocasión de una fiesta o de un acontecimiento luctuoso”. La Sacrosanctum concilium,35,2 define la homilía como “una proclamación de las acciones admirables realizadas por Dios en la historia de la salvación”. Con cuyas palabras se indica de qué se debe hablar en la homilía y no aprovechar su tiempo para hablar de otras cosas, como ocurre con frecuencia.

         Para entendernos mejor, digamos que la homilía es ese discurso que lanza el cura después de la lectura del Evangelio y que muchas veces los fieles desean que termine lo antes posible. ¿Por qué? Esta es la cuestión. Los liturgistas y pastoralistas han escrito sacos de páginas sobre el origen, naturaleza e importancia de esta forma de predicación, pero es raro encontrar alguien que se atreva a hablar abiertamente de los defectos más comunes que la gente suele atribuir a los predicadores dominicales. Y lo que es peor. A veces la gente pierde la paciencia y se queja amargamente de tal o cual predicador, pero nadie se atreve a poner el cascabel al gato haciéndole ver las fundadas razones de esas quejas por parte de los sufridos fieles. De hecho, hay predicadores dominicales que ni siquiera aceptan la más mínima crítica a su modo de predicar la homilía, convencidos de que su forma de hacer las cosas es la única correcta. Lo cierto es que la homilía con frecuencia es motivo de desazón por parte de los fieles y desprestigio de la liturgia dominical. El asunto es grave y no se puede esquivar el bulto.

2. Defectos más destacables de la predicación dominical

         No me refiero a defectos doctrinales, sino a modos y formas de predicar la homilía dominical, que son objeto de comentarios desfavorables por parte de fieles que sólo piden que se hagan las cosas razonablemente bien sin pedir nada extraordinario. Recordemos algunas de las quejas más frecuentes sobre la homilía dominical.

         1) Que es muy larga

         En efecto, hay predicadores sobre los cuales se sabe cuándo empiezan, pero no cuándo van a terminar. Con sólo oírles las primeras palabras la asamblea se pone ya a temblar. Olvidan estos predicadores que los primeros siete minutos de su homilía son para el público, los cinco siguientes para las paredes y el resto, si por desgracia los hubiere, para el diablo. Es una ley de psicología elemental que se cumple inexorablemente y no perdona a nadie. Tampoco a los Obispos. Con otras palabras. Cualquier asamblea dominical está dispuesta a escuchar con atención e interés a un predicador, por malo que sea, durante diez minutos largos. Más allá de los cuales, aunque que hable como Demóstenes, la gente empieza a moverse automáticamente sobre los asientos y a mirar para las paredes.

         Si la homilía se prolonga, es inevitable que algunos vayan más lejos y empiecen a proferir en su interior contenidas maldiciones contra el pelmazo del predicador. Los escrupulosos sienten después la necesidad de confesarse. Otros miran al reloj y cuando lo creen conveniente se salen de la Iglesia y asunto terminado. Los más sufridos resisten hasta el final de la celebración pero salen bufando del templo. ¿Resultado final de la celebración dominical? El predicador satisfecho y los fieles defraudados. O sea, un tiempo precioso pastoralmente perdido. Lo peor es que la mayoría de esos predicadores están convencidos de que la homilía ha de ser larga y es inútil tratar de hacerles ver que, además de hacer sufrir injustamente a la gente, pierden inútilmente el tiempo con sus aburridas y somnolientas prédicas. Y si además el predicador es escrupuloso o de mente estrecha, entonces la causa está perdida porque siempre encontrará teológicas, litúrgicas y místicas razones para no dar su brazo a torcer. De modo que, paciencia y que Dios nos ampare porque el mal sólo se remediará con la jubilación o por muerte prematura.

         Hablando de las cualidades del predicador Martín Lutero decía: “que sepa acabar a tiempo y no canse a los oyentes con exceso de palabrería”. En este contexto de homilías largas un día su mujer le dijo que había oído predicar al doctor Pommer, “el cual se desviaba mucho del tema y mezclaba otros asuntos en sus sermones”. A lo que Lutero respondió: “Pommer predica como habláis las mujeres, que decís cuanto se os ocurre. Es insensato el predicador que está convencido de que puede decir todo lo que se le ocurre. Un predicador tiene que mantenerse fiel al tema y esforzarse para hacerse entender a la perfección. Esos predicadores que se empeñan en decir todo lo que se les ocurre se comportan igual que las criadas cuando van a la plaza: se encuentran con otra muchacha y echan con ella una parrafada o engarzan una conversación; que se encuentran con otra criada, pues otra parrafada, y así con la tercera y con la cuarta, que por eso van tan despacio al mercado. Lo mismo hacen los predicadores que se apartan demasiado del tema y quieren decir todo de una vez. Esto es lo que no se puede hacer”. Lutero, como es sabido, no sólo dijo brutalidades teológicas sino también cosas sensatas y dignas de ser tenidas en cuenta, como esta crítica a los predicadores que no terminan de hablar hasta que se hartan de decir todo lo que se les va ocurriendo sobre la marcha alejándose del tema central y prolongando el discurso hasta el hartazgo de la asamblea, que termina cansada y aburrida.

         2) Que no se entiende lo que dice el cura

         A veces la gente no entiende lo que dice el predicador simplemente porque no dice más que palabras sin un mensaje definido para ser comunicado al público. Es el típico predicador que domina bien el lenguaje y se permite el lujo de improvisar y hablar de todo sin orden ni concierto. Lo más que puede decir el público al final de la homilía es que el cura habla muy bien, o que es muy culto, pero nadie sería capaz de hacer un resumen de lo que dijo o destacar la idea central de la homilía, la cual pudo haber resultado hasta literariamente brillante. Es el arte de hablar mucho y bien sin decir nada sustancial que valga la pena ser tenido en cuenta. Por otra parte, es frecuente oír decir entre jóvenes que no van a misa porque se aburren como ostras. Lo cual nos lleva de la mano al tema del lenguaje utilizado en las homilías. Lo normal es que en una homilía bien preparada se digan cosas importantes que afectan profundamente a la vida humana al filo de los textos bíblicos y litúrgicos que son leídos. ¿Por qué entonces no suscitan interés? Los expertos en pastoral de la comunicación están de acuerdo en que el lenguaje habitualmente utilizado en las homilías suele ser desfasado y poco o nada comprensible para la gente, comparable al de las recetas médicas de tiempos pasados que hacía sudar a los farmacéuticos para descifrarlo. Con frecuencia los predicadores utilizan un lenguaje muy clerical y poco comprensible para la gente acostumbrada a la claridad que caracteriza a los medios de comunicación social, aunque lo que digan sea interesante pero no importante o incluso razonablemente inaceptable.

         Hay predicadores que repiten materialmente los términos bíblicos sin hacer el menor esfuerzo por traducirlos al lenguaje usual e inteligible de la gente, la cual está habituada al lenguaje visual de los medios de comunicación con menoscabo del lenguaje verbal discursivo. Además de usar un lenguaje desfasado, hay predicadores que son como discos rayados. Escuchándoles se saca la impresión de que se aprendieron de memoria un sermón y lo repiten como papa-gallos ante cualquier público que tengan delante.  Si se les pidiera cuenta y razón de lo que están diciendo no sería extraño que reaccionaran malhumorados como los cicerones cuando observan que los turistas escuchan por educación su “rollo” aprendido de memoria, pero con indiferencia o sonrisas compasivas por las cosas que a veces dicen con aplomo y tono de autoridad.  Otras veces el predicador habla muy deprisa porque piensa que tiene que aprovechar la ocasión para decir lo más posible y explicar las tres lecturas bíblicas previamente leídas. Trata entonces de compensar la limitación del tiempo de que dispone hablando velozmente de suerte que los oídos de la asamblea sólo perciben un chorro de palabras que se estrella contra los tímpanos sin que sea posible retenerlas para descifrar su significado. En el otro extremo de los que hablan muy deprisa están los que hablan con lentitud exasperante escuchándose a sí mismos. En resumidas cuentas, que, sea por desfase de lenguaje, falta de preparación de la homilía, olvido de la condición del público o por hablar acelerada o lentamente, la mayor parte de la asamblea se queda a la luna de Valencia marchándose a casa sin sacar ningún provecho de la homilía.

         3) Tono negativo, broncas y alusiones a los ausentes

         Pero lo anterior es miel sobre hojuelas al lado de las homilías apocalípticas. Hay predicadores que, una vez leídos los textos bíblicos, uno tiene la impresión de que se van a remangar y liarse a palos contra la asamblea. Fruncen el ceño y con cara de perro gruñón arremeten contra todos los pecados de la corrompida sociedad actual añorando las presuntas virtudes de tiempos pasados. Se olvidan por completo de explicar amablemente el contenido del evangelio en clave positiva de salvación ocupándose sólo del trabajo de mandar pecadores al infierno. Se olvidan igualmente de tratar bien a los presentes dejando en paz a los ausentes. Las alusiones a los ausentes durante el tiempo estival, en que muchos de los feligreses marchan de vacaciones, resultan particularmente molestas. Echan una mirada y constatan que es escaso el número de personas presentes y se preguntan dónde están los demás haciendo comentarios sobre su ausencia. Es verdad que no todas las broncas son iguales. Hay párrocos, por ejemplo, que se permiten reñir a sus feligreses más por exceso de confianza o simple imprudencia que por otras razones. Durante la homilía hacen incisos y comentarios pintorescos que nadie toma a mal. Más aún. Cuando alguien les recuerda amigablemente que se les calentó la lengua, lo reconocen sin dificultad y jamás va la sangre al río. Todo queda en exceso de confianza y falta de prudencia sin que nadie lo dé mayor importancia.

         Lo malo es cuando el predicador habla con guantes de armiño, saca la cabritera de la ironía y con lenguaje ponderado empieza diciendo que no quisiera herir la sensibilidad de nadie, pero que....hay quienes. Y se despacha repartiendo leña a diestra y siniestra, contra presentes y ausentes, la juventud de hoy día, el cine, la televisión, internet. Otros hacen comentarios recriminatorios sobre la puntualidad a los actos litúrgicos, ordenan a la gente que se sienten en un lado u otro del templo en incluso comentan la forma de vestir de la gente. ¿Resultado? La gente se marcha del templo malhumorada e indignada. ¡Si al menos se le pudiera meter mano al predicador por decir algo contra la fe! El predicador, en cambio, vuelve a la sacristía para quitarse los ornamentos litúrgicos como un torero cuando abandona el ruedo después de haber realizado alguna faena descomunal. Una vez más se ha perdido miserablemente el tiempo pastoral de la homilía. 

         4) Fingimiento de la voz y gestos espectaculares

         ¡Es que habla de una manera!, se oye decir a veces. La verdad es que cada cual tiene su voz y no sirve pedir peras al olmo. Hay predicadores que tienen una voz desagradable y de ello nadie tiene la culpa. Pero ¿por qué no hablan con naturalidad sin falsear su voz adoptando tonos ficticios de ultratumba? ¿Por qué no hablan sin gritar o tratar de sacar una voz artificial? Otros tienen una voz estupenda, pero hablan con autocomplacencia escuchándose a sí mismos. Este narcisismo verbal es un vicio característico de los profesionales de la comunicación social y desdice mucho de los predicadores dominicales. En el mejor de los casos se trata de un mimetismo pueril y desagradable.

         Hay predicadores que suben o bajan el todo de voz de forma premeditada con el objeto de sorprender a la feligresía acompañando la dicción con gestos físicos espectaculares. Esta forma de predicar está más cerca de la comedia que de la exposición sencilla, clara y honesta del evangelio. Por otra parte, hay quienes inconscientemente sacan una voz fingida durante toda la celebración eucarística. Pero ¿quién pone el cascabel al gato y les dice que hablen con naturalidad?

         ¿Y qué decir de esos otros que se ponen místicos a punto de lagrimear agua bendita repitiendo una y otra vez piadosísimos y exasperantes argumentos? Pienso que el buen predicador no debe ser confundido con el buen comediante que sabe fingir sentimientos y estados de ánimo ajenos a su personalidad. Si, además, el predicador es uno de esos que se ponen a hablar sin preparar nada quedando a merced de lo que se les vaya ocurriendo, para después atribuir al Espíritu Santo incluso las inevitables tonterías que puedan decir, la cosa es más seria. ¿No será acaso una falta de respeto al pueblo cristiano, congregado para celebrar la Eucaristía, y al mismísimo Espíritu Santo, ahorrarse el trabajo de preparar la homilía como Dios manda, dando por supuesto que el Espíritu apoya la holgazanería irresponsable del predicador? Es que el Espíritu, replican.  No, cuando tenemos muchas ganas de hablar y necesitamos desahogarnos con alguien - en este caso el pueblo cristiano- si escuchamos al Espíritu nos dirá con toda claridad: antes de hablar, piensa bien lo que vas a decir y no digas tonterías en mi nombre.

         5) Sermones y discursos paralelos en lugar de la homilía

         El término sermón tiene actualmente un significado peyorativo que se refleja muy bien  en dichos populares como estos: “ya estoy harto de oír sermones”; “no hace más que sermonear a los demás”; “no me eches sermones”, y así sucesivamente. Estas expresiones derivan del estilo de aquellos predicadores que, en lugar de explicar a la asamblea con la mayor objetividad y claridad posibles los pasajes difíciles del evangelio u otros textos litúrgicos del día, se dedican a “sermonear”, o lo que es igual, a corregir defectos, dar consejos morales inoportunos y planificar actos de culto, sin olvidar el reclamo inoportuno de ayudas económicas. A este tipo de falsas homilías responde la crítica del humorista que reza así: al entrar en el templo deje fuera la cabeza y cuando salga, la cartera. Los sermones espectaculares de este jaez nos recuerdan también la crítica implacable  que el P. Isla hace de los mismos en su conocido Fray Gerundio de Campazas.

         Por lo que se refiere a la confusión de la homilía con los discursos paralelos o alternativos, cabe destacar algunos errores. El primero consiste en dar por sabido lo que hay que explicar con el pretexto de que el mensaje de los textos litúrgicos del día está claro y, en como consecuencia, el predicador centra la homilía en otra cosa. Por ejemplo, se termina de leer la parábola del hijo pródigo y el predicador comienza la homilía diciendo que, como lo que acaba de ser leído está suficientemente claro, va a hablar de otro asunto. Tenemos así un discurso alternativo inesperado que deja al público con la boca abierta. Otras veces se ha leído algún texto bíblico particularmente difícil de entender y el predicador echa el balón fuera hablando de otras cosas en lugar de explicar el texto en cuestión. Esta forma de proceder es propia de predicadores con escasa formación bíblica y teológica, o bien que están muy ocupados con menesteres administrativos  y no encuentran tiempo para preparar la homilía. En estos casos recurren a temas evasivos haciendo también un discurso paralelo a lo que debería ser la homilía.

          Otro modo de sermón paralelo no deseable consiste en elaborar un discurso bíblico o teológico genérico, memorizarlo bien y repetirlo en todas las homilías como un disco grabado. Así las cosas, el predicador emplea la mayor parte del tiempo en la repetición de dicho discurso y sólo de forma rápida e irrelevante alude a los temas del día sobre los que debería centrar la homilía. O lo que es igual, se aprende de memoria un discurso y lo repite siempre y en todo lugar sin descender a la explicación concreta de los pasajes interesantes o difíciles de entender leídos durante la celebración de la Eucaristía. Estos predicadores me traen a la memoria al flautista Marcelo el cual en todas sus intervenciones tocaba la misma música con la aclaración previa siguiente. Voy a interpretar para ustedes esta pieza de baile para que los que son del pueblo y la saben, no la olviden, y para que los que vienen de fuera y no la saben, la aprendan.

         También me parece oportuno recordar la práctica que durante algún tiempo estuvo en vigor, de diseñar un programa monográfico de teología para ser desarrollado durante el tiempo destinado a la homilía durante un periodo de tiempo determinado. Por ejemplo, durante todo un año litúrgico o un periodo determinado como son los litúrgicamente denominados tiempos fuertes. Este método equivale a una confusión lamentable de la homilía con las clases de teología en las que se fijan unos temas a tratar y se los va desarrolla durante el curso académico prescindiendo de si llueve o nieva, hace sol, es de día o de noche. Ocurre entonces que la temática fijada en el programa prevalece sobre la temática litúrgica propia del día. Tenemos así un discurso paralelo y la gente tiene la impresión de que, en lugar de escuchar una homilía, lo que escucha es una lección académica de teología al margen de la celebración litúrgica del día, para lo cual están las cátedras de teología con esa finalidad. Pienso que este trueque de temas burlando los derechos de la homilía es un error importante.

         6) Preparación de la homilía en común

         Por último, dos palabras sobre la preparación de la homilía en común. Cuando yo era joven se puso de moda esta forma de preparar la homilía dominical pero pronto me percaté de que tal metodología no es aconsejable como norma general. No me interesa describir aquí los motivos concretos de esta valoración negativa pero sí será oportuno hacer algunas observaciones útiles al respecto. Para empezar hemos de reconocer que ese tipo de reuniones comunitarias resultan muy difíciles de llevar a cabo en la práctica tanto en las parroquias como en las casas religiosas. Por si esto fuera poco, la preparación comunitaria no favorece la personalización indispensable del discurso dominical de acuerdo con los criterios de preparación que indicaré después. Se corre el riesgo también de que la homilía se convierta en un disco grabado por otras personas y repetido de forma mecánica y protocolaria sin el toque personal indispensable para que el mensaje de la misma resulte creíble y persuasivo para la feligresía. Dicho lo cual añado lo siguiente.

         En circunstancias especiales, sobre todo cuando no hay libertad religiosa reconocida, la preparación comunitaria de la homilía puede resultar muy conveniente y hasta necesaria. Estoy pensando, por ejemplo, en el riesgo que corría el predicador en los países sometidos al régimen comunista en Europa y que yo mismo tuve la oportunidad de detectar. En aquella situación política y social lo mejor y más prudente era que se oyera una sola voz bien armonizada lo cual requería una preparación comunitaria del discurso dominical bien acrisolada sin destaques personales. Lo mismo cabe decir hablando de la predicación cristiana actualmente en los países islámicos donde la libertad religiosa que no sea el islam está rigurosamente prohibida y penalizada. Como caso histórico ejemplar en esta materia cabe recordar el célebre sermón de los frailes dominicos el 21 de diciembre de 1515. Se acercaba la celebración de la Navidad y fray Antonio Montesinos denunció en nombre de toda su comunidad de frailes dominicos los atropellos que se estaban cometiendo con los indios. ¿Cómo compaginar la celebración del nacimiento de Cristo con dichos atropellos? Antonio Montesino subió al púlpito, como portavoz de la primera comunidad de dominicos en el Nuevo Mundo, en Santo Domingo, y pronunció el sermón de denuncia después de haber sido preparado previamente y firmado por todos los frailes. Había que decir cosas muy fuertes y por ello prepararon juntos la histórica homilía firmándola y haciendo suyo cada uno de los miembros de la comunidad el contenido de la misma.

         9. Consejos prácticos para hacer la homilía

         Es cierto que resulta más fácil predicar que dar  trigo, dar consejos a otros y no ejemplo práctico de ellos. No obstante me atrevo a hacer algunas sugerencias sobre el proceso de preparación de la homilía dominical personalizada.

         1) La Homilía, para que resulte pastoralmente eficaz, debe ser breve

         La brevedad es la regla de oro confirmada por la psicología moderna de la comunicación. Si la prédica es defectuosa, pero breve, la gente se olvida fácilmente del impacto negativo y no pasa nada. Y si es buena, el público queda bien dispuesto para volver a escuchar. Por el contrario, la homilía larga y defectuosa exaspera e indispone para el futuro. Y si es de calidad, a medida que se prolonga se va generando cansancio. La brevedad ayuda a soportar y olvidar todos los defectos. Está demostrado que aún las cosas más gratas, cuando se prolongan demasiado, terminan produciendo hastío. Uno puede escuchar con placer durante algún tiempo, o de cuando en cuando, la novena sinfonía. Pero a fuerza de escucharla  puede llegar el momento en que a uno le apetezca más escuchar un cencerro, aunque sólo sea para variar. Lo mismo pasa con los predicadores. El mero hecho de tener que escuchar siempre a la misma persona todos los domingos es un factor negativo que el predicador ha de tener en cuenta. Por eso, la regla de oro para el que tiene que hablar muchas veces a un mismo público es la brevedad. Por la brevedad el público termina olvidando  y tolerando los defectos de los malos predicadores por exceso de palabras. Sólo tres ejemplos prácticos y pintorescos para ilustrar lo que termino de decir.         

         Antes recordé el comentario de Lutero con su mujer acerca de las homilías largas. Pues bien, un ilustre obispo español ya fallecido celebraba una solemne ordenación de sacerdotes y diáconos en su catedral. Según me dijo uno de los asistentes a la ceremonia, la homilía del Obispo duró una hora. En un momento dado hubo gente que sugirió la idea de abandonar el recinto catedralicio hasta que terminara de hablar el prelado pero pensaron que este gesto podía servir como carnaza para los medios de comunicación por lo que aguantaron el tirón hasta el final. La homilía era una pieza magistral de teología sobre el orden sacerdotal, digna de ser publicada y estudiada, pero insoportable por su extensión en una ceremonia ya de suyo muy larga.

         En otra ocasión el Arzobispo de la ciudad americana donde yo había dado algunas conferencias celebraba la misa diariamente a las 12 horas en su catedral. Contabilizando mi tiempo disponible me decidí a ir a despedirme de él cuando terminara la celebración. Era un lunes o martes de la semana y se despachó con tres cuartos de hora de homilía. En realidad ésta era una magistral lección de teología pero a destiempo y rompiendo el ritmo normal de una celebración eucarística en un día cualquiera de la semana. Por último, otra anécdota disuasiva contra las homilías largas, aunque sean episcopales. Al término de una solemne celebración eucarística celebrada por un Obispo muy intelectual una señora comentó la extensa homilía con estas palabras: “empachosamente culto”.

         2) Preparar la homilía

         ¿Cómo? Para empezar yo aconsejo no leer ninguna de esas homilías prefabricadas en revistas y publicaciones de auxilios litúrgicos a no ser en casos de extrema necesidad. La homilía, para que sea convincente, tiene que ser personalizada y no un discurso estandarizado. El predicador es una persona que habla y no un disco grabado que reproduce algo que ni entiende ni es suyo. Lo aconsejable es empezar leyendo atentamente todos los textos bíblicos de la liturgia dominical. A continuación, se consulta un par de comentarios bíblicos de calidad reconocida sobre dichos textos hasta formarnos una idea bíblica correcta de los mismos. Una vez que se ha llegado a dominar globalmente la temática desde el punto de vista bíblico, se selecciona el aspecto o problema sobre el cual se va a centrar el discurso homilético.

         En principio se selecciona aquel aspecto o pasaje cuya lectura puede resultar más difícil de entender por parte de los fieles. Por ejemplo, si toca leer el pasaje veterotestamentario del sacrificio de Isaac, el predicador no puede echar el balón fuera diciendo que va a hablar de la importancia de la oración porque le resulta difícil explicar ese pasaje. El público necesita una explicación que el predicador debe facilitar mediante la homilía. Y si hay niños y se ha leído que nadie puede ser discípulo de Cristo si no odia a su padre y a su madre, el predicador no puede marcharse por los cerros de Úbeda hablando de tópicos comunes dejando ahí esas palabras sin explicar su significado. Son sólo dos ejemplos, que podían multiplicarse hasta el infinito ya que el lenguaje de la Biblia tiene muy poco que ver con el lenguaje actual y hay que saber cuándo ha de ser tomado en sentido histórico-literal o hay que interpretar el género literario utilizado.

         Hay homilías que son piezas literarias, pero su contenido se reduce a ocurrencias personales y frases ingeniosas inspiradas en alguno de los textos litúrgicos sin aportar ninguna luz para la comprensión real de los mismos. A veces estos predicadores tienen días malos. No se sienten inspirados y lo pasan muy mal cuando tienen que hablar porque, como ellos mismos suelen decir, tengo que predicar  y  “no se me ocurre nada”. No. Un predicador puede decir con toda razón que está cansado y no tiene ganas de hablar. Pero no que no se le ocurre nada. Eso sólo demuestra que es un vago que no prepara la homilía o que dedica el tiempo pastoral a otras actividades menos importantes.

         Estas situaciones no tendrían lugar si se tuviera la costumbre de preparar personalmente la homilía siguiendo el proceso que acabo de indicar. Siguiendo este método, no sólo no hay penuria de ideas sino que se multiplican y en lugar de tener que esperar angustiosamente a ver si llega la inspiración o surge alguna ocurrencia, lo que procede es seleccionar aquellas ideas que más convenga decir al público. El Espíritu Santo ayuda al predicador que prepara la homilía pero no suple su holgazanería pastoral. Por supuesto que pueden darse situaciones en las que esa preparación inmediata resulte imposible. En tales casos, si falta una preparación remota suficiente para salir del atolladero, lo mejor y más correcto es no hablar. Para no hablar se pueden alegar muchas y buenas razones. Para hablar mal no hay razón justificativa ninguna. Hay muchas circunstancias en la vida en las que callados es como más guapos estamos. Y no vale eso de que, ¡hombre, “algo habrá que decir”! O que la mejor preparación de la homilía es la oración. La prudencia más elemental y el respeto debito al público aconsejan que cuando, por las razones que sean, no se está en condiciones de predicar la homilía como Dios manda, lo mejor es omitirla. Tampoco es honesto escudarse en la oración para evitar el trabajo de la preparación.

         3) Una idea, pocas palabras y fáciles de entender

         Lo ideal sería que el predicador de la homilía se centre en una sola idea o pensamiento y la exponga en cinco minutos largos con las palabras más sencillas susceptibles de ser entendidas por cualquier público. Lo cual requiere mucha preparación. No menos que para preparar un buen discurso televisivo de cinco minutos de exposición y dos de diálogo en directo con el público. Para predicar bien una homilía de 5 ó 7 minutos se necesitan muchas horas de preparación remota y como mínimo una o dos de preparación inmediata. Para predicar una homilía durante una hora, con cinco minutos de preparación hay bastante. Para predicar durante horas, no se necesita preparación ninguna y esta es la tentación a la que sucumben muchos predicadores dominicales.

         En cuanto al tono y género del discurso homilético, se ha de evitar, por encima de todo, el “sermoneo”. Me refiero a esa forma de hablar al público dando consejos y advirtiendo de peligros como el abuelo a los nietos. O mejor, esa mala costumbre de no saber dirigirse al público si no es en tono obsesivamente moralizante corrigiendo presuntos defectos o dando consejos que nadie ha solicitado sobre las cosas más obvias. El “sermoneo” es primo hermano del “paternalismo” que suele inducir a actitudes de rechazo.

         La homilía no debería ser tampoco una fría conferencia académica. Para hacer un buen discurso académico no se requiere creer o estar convencidos de lo que decimos. Basta hacer una exposición objetiva y ordenada del tema a tratar. Por el contrario, si el predicador de la homilía no expresa su adhesión afectiva a lo que está diciendo, puede dar la impresión de que está engañando al público y pierde credibilidad. Igualmente hemos de reconocer que, cuando se emociona y hace afirmaciones salomónicas de cualquier cosa que dice, lo más probable es que se parezca a un actor de teatro al estilo de Gerundio de Campazas. Se ha de evitar el estilo academicista y el teatral buscando siempre la naturalidad y la sencillez. Pero sin incurrir en el otro extremo, que es la chabacanería. Hay predicadores cuya forma de hablar en la homilía apenas se distingue de la que usarían tomándose con un feligrés una cerveza amigablemente en la cervecería de la esquina.

         Pienso que la homilía tiene su propio estilo, que es esencialmente informativo. Me explico. La predicación cristiana es anuncio de la gran noticia de la salvación humana. La noticia de la salvación, por tanto, es el objeto formal de la predicación evangélica, cuyo contenido esencial según S. Pablo (Col 4) es el misterio de Cristo por cuya predicación dice encontrarse en prisión. Ahora bien, las noticias se transmiten mediante informaciones objetivas y veraces. De donde se infiere que la predicación se ha de hacer de acuerdo con los cánones de una buena información objetiva y veraz acerca de Jesucristo y su mensaje de salvación. Por otra parte, la información objetiva no se agota en la mera transmisión de la noticia, sino que se prolonga en el comentario, que en nuestro caso es la homilía. Cualquier sistema de información completa se materializa en forma de noticia y comentario. Dicho esto, cabe describir el estilo de la homilía en pocas palabras del modo siguiente.

         La homilía bien hecha lleva una noticia o mensaje sobre Jesucristo y un comentario sobre la noticia. O mejor, es una noticia comentada sobre Jesucristo que se transmite en un tiempo muy breve de forma que sea entendida por cualquier persona normal como las noticias y comentarios periodísticos. Como características esenciales de la predicación homilética por relación a la información periodística cabe destacar las siguientes. 1) El contenido esencial de la homilía como noticia es siempre bíblico y cristológico, que es lo mismo que teológico. Lo cual implica que el predicador tiene que conocer muy bien la Biblia y la Tradición bíblica eclesial como primera fuente de información. 2) La noticia debe ir acompañada de un comentario teológico y pastoral, pero de forma que el público pueda percibir claramente dónde termina el anuncio de la noticia y comienza el comentario personal. 3) El lenguaje utilizado ha de ser aquel que mejor haga llegar al público el mensaje. Ahora bien, en las sociedades modernas avanzadas el lenguaje más idóneo para llegar al mayor número posible de personas es, sin lugar a dudas, el periodístico. De ahí la necesidad de ensayar un nuevo estilo de predicación en clave informativa abandonando el estilo del sermón tradicional. 4) El predicador debe creer en lo que dice. Lo contrario es un fraude y no genera credibilidad en la audiencia aunque diga cosas muy bonitas y estéticamente bien presentadas. 5) El predicador debe evitar hacer el papel de comediante con sus gestos oratorios con el fin de impresionar y ganarse emocionalmente al público. Igualmente ha de evitar los tópicos de la publicidad y de la propaganda ya que la verdad revelada en Jesucristo no es un producto de mercado ni una ideología sino una forma de vivir amorosamente con Dios y con los hombres. 6) Salvo en circunstancias especiales, fácilmente comprensibles por el público, las homilías leídas son desaconsejables como práctica habitual. La homilía debe ser personalizada y con su lectura rutinaria el predicador induce a pensar a la feligresía que actúa como un robot o que es torpe de mente. 

         10. La homilía dominical según el Papa Francisco

         Por la razón que indiqué más arriba reproduzco ahora literalmente el texto papal, liberado de las citas y cotejado con algunas observaciones de mi exclusiva responsabilidad.

         “135. Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento.

         136. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos (cf. Mc 16,15.20).

         El contexto litúrgico

         137. Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza». Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.

         138. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.

         La conversación de la madre

         139. Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.

         140. Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos.

         141. Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.

         Palabras que hacen arder los corazones

         142. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.

         143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).

         144. Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.

         La preparación de la predicación

         145. La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.

         El culto a la verdad

         146. El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad».[113] Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores».[114] Esa actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).

         147. Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.

148. Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.

         La personalización de la Palabra

         149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra». Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.

150. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado». Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo».

151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría hallar».

         La lectura espiritual

         152. Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).

         153. En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.

         Un oído en el pueblo

         154. El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea».[120] Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios»[121] y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia». Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente».

         155. En esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.

         Recursos pedagógicos

         156. Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización».[124] La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» .

157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».

         158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada». La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice.

         159. Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación!

         5. Observaciones sobre el texto pontificio

         Me ha llamado mucho la atención la advertencia del Papa Francisco acerca de las quejas existentes sobre la predicación de la homilía dominical. Ante ellas no podemos mirar hacia otra parte o hacernos los sordos. El contexto propio de la homilía dominical es litúrgico y eucarístico. Por ello, pienso yo, la homilía no puede ser tomada como ocasión para hacer política, propaganda de ideas o pedir dinero. Cada cosa debe hacerse a su tiempo y el tiempo de la homilía no es transable. Es muy desagradable, por ejemplo, que el predicador termine su discurso pidiendo dinero a los fieles. Las necesidades administrativas se han de resolver en otros momentos y de otra forma sin menoscabo del tiempo y finalidad de la homilía.

         La homilía no debe ser un espectáculo entretenido sino breve sin caer en el estilo de una charla campechana de cafetería  o una fría exposición académica. La homilía larga, además de casar a la feligresía, rompe la armonía entre las partes de la celebración litúrgica y su ritmo. Ya hablé más arriba de los que celebran la eucaristía despachándose con una homilía larga y tres mini-homilías. Por otra parte, el hecho de que el predicador, como una buena madre, pueda permitirse el lujo de aburrir a la audiencia en circunstancias muy concretas, no legitima que el predicador castigue constantemente a los sufridos fieles con homilías largas. El Pontífice  recuerda que la predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen la  comunicación entre corazones que debe prevalecer en la predicación dominical. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos.  Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. Yo diría que el predicador que no va al grano con la idea esencial que desea transmitir, es porque no ha preparado debidamente la homilía. Las cosas bien preparadas se dicen pronto mientras que de las cosas improvisadas podemos hablar durante horas sin parar.

         Sobre la preparación de la homilía el Papa Francisco no admite excusas.  Así de claro: “La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes”. El primer paso en la preparación de la homilía, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación y hacerlo con amor. Es obvio, pienso yo, que sin amor y respeto a la feligresía el predicador puede ser un gran orador pero no un predicador del Evangelio de Jesucristo.

         Por otra parte, el predicador debe estar lo más seguro posible de haber entendido adecuadamente el significado de las palabras leídas en la celebración litúrgica. El Pontífice es muy consciente de la dificultad de entender los textos bíblicos  y de ahí la necesidad del estudio e investigación de los mismos.  Pero no se trata de entender todos y cada uno detalles del texto. Lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal del mismo. Es claro que la preparación de una buena homilía requiere mucha inteligencia y corazón en mutua colaboración y no por separado o excluyéndose. El Papa habla también de los recursos pedagógicos del discurso haciendo una aclaración muy interesante corroborada por los expertos modernos de la comunicación. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. En este sentido suele decirse entre los expertos que vale más una imagen que cien palabras.

         Por lo demás, la homilía ha de ser un discurso personalizado y no estandarizado. El predicador debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios. No le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante. Es la sincronía de inteligencia y corazón de cada predicador de acuerdo con los rasgos y características de su personalidad. Por último el Papa recomienda a los predicadores dominicales que hablen a la gente en lenguaje positivo. Por supuesto que en ocasiones habrá que hablar de cosas negativas, pero sin quedar enzarzados en las quejas y los lamentos. Aún en estos casos la predicación ha de alejarse de la negatividad y generar esperanza. Por lo demás, la lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. O sea, que, como he dicho más arriba, la inteligencia y el corazón no sólo no se excluyen sino que se implican. El Papa recuerda que el predicador necesita también escuchar a los fieles para descubrir lo que estos necesitan escuchar. Esta observación me recuerda los tiempos en que yo visitaba las iglesias para escuchar entre los feligreses las homilías dominicales y ponerme en cola para recibir el sacramento de la confesión. Esta experiencia de simple feligrés es muy útil para saber lo que hay que decir en las homilías, cómo y cuándo y el tiempo que han de durar para que resulten provechosas y saludables. A los que dicen que no hay tiempo para hacer esta experiencia yo les diría lo que el Papa a los que dicen que no tienen tiempo para preparar la homilía. Hay que sacar el tiempo de donde sea organizando proporcionalmente el trabajo pastoral. 

         11.  Consejos evangélicos

         Me refiero a los llamados “votos religiosos” y que constituyen un pilar muy importante de la vida cristiana. Los teólogos, profesionales de la vida religiosa y directores espirituales hacen bien recomendando los consejos evangélicos como forma de seguir a Cristo, si fuera posible, pisándole los talones. Pero tal vez debieran tener más cuidado en la forma de presentar este proyecto de vida para no confundir lo que Cristo aconsejó, dejándolo a la libre elección de cada uno de acuerdo con el sentido común y los dictados del Espíritu Santo, con preceptos y leyes que todo el mundo debe cumplir. El mandato nuevo del amor, por ejemplo, es una encomienda universal y no admite excusas ni dispensas de nadie. Por el contrario, para no abrazar o eventualmente abandonar los consejos evangélicos pueden existir poderosísimas razones. Los consejos  “preceptuados”  dejan de ser consejos de libre elección  para convertirse en órdenes o mandatos a ejecutar bajo normas y sanciones. 

         Hablando claro y leyendo el Nuevo Testamento como Dios manda, nadie se salvará por ser obediente, casto o pobre, sino por creer en Jesucristo y practicar el respeto y la caridad con todo el mundo. Los consejos evangélicos sólo tienen sentido como expresiones de amor y no como modos de vida en sí mismos. Los teólogos y directores espirituales suelen hacer discursos teóricos muy interesantes sobre la vida religiosa o “consagrada”, pero pocas veces entran al trapo de los problemas personales que surgen como consecuencia de una “mística” de los votos religiosos poco realista y coherente con la vida. Y sin más preámbulos, recordemos lo que prescribe la norma canónica vigente al respecto seguida de unas breves observaciones críticas que espero sean de utilidad.

         12. ¿Obediencia o libertad personal responsable?

         El c. 601 del Codex vigente reza así: “El consejo evangélico de obediencia, abrazado con espíritu de fe y de amor en el seguimiento de Cristo, obediente hasta la muerte, obliga a someter la propia voluntad a los Superiores legítimos, que hacen las veces de Dios, cuando mandan algo según las constituciones propias”. Y el 217: “Los fieles (...) tienen derecho a una educación cristiana por la que se les instruya convenientemente en orden a conseguir la madurez de la persona humana y al mismo tiempo conocer y vivir el misterio de la salvación”.

         Pero la cuestión que nos interesa aquí es si el voto de obediencia contribuye de hecho al desarrollo de la personalidad humana o más bien constituye un obstáculo. Lo cual no se puede saber “a priori” sino “a posteriori” por los efectos. No se puede afirmar dogmáticamente como principio general que el voto de obediencia contribuye al desarrollo de la personalidad cuando en la práctica nos encontramos con casos en los que esa afirmación es desmentida. Obedecer fue siempre un problema. Santo Tomás fue consciente de ello y se planteó la cuestión crudamente sin ambages. ¿Es lícito que unos hombres obedezcan a otros? ¿Puede hablarse de la obediencia como una virtud? ¿Debe obedecerse a ciegas a todo lo que está mandado, incluso cuando el que manda es Dios mismo? ¿Hasta qué punto deben los cristianos obedecer a las autoridades civiles?

         La historia humana, por otra parte, está saturada de opresiones y de sumisiones tiránicas que se han pretendido legitimar en nombre de la obediencia política y religiosa. Con gran sentido de la realidad, el Aquinate reconoce que la obediencia es necesaria para la humana convivencia. Pero el mandar equivale a mover por la razón y la voluntad. El obedecer, por tanto, tiene que ser algo razonable y libre por parte de los súbditos. Todo mandato ha de ser ejecutado por la voluntad libre. El Aquinate explica cómo se ha de compaginar la virtud de la obediencia con la autonomía de la persona, tanto desde una perspectiva natural y social como religiosa. Un hombre/mujer no debe obedecer a otro hombre/mujer cuando los mandatos son impuestos por la fuerza, fuera del contexto de la justicia, atropellando la libertad o entrometiéndose en la vida interior. La obediencia de hombre a hombre sólo es aceptable en el ámbito de los actos externos y del bien común público (II-II, q. 104).

         Una de las formas más elegantes de abusar de la autoridad consiste en apelar por sistema a la obediencia prometida o presuntamente debida. Quienes más saben de esto son los militares. Sin la idealización de la obediencia les resultaría muy difícil convencer a nadie para que dispare el arma o se ponga en el lugar más adecuado para recibir cuatro tiros. Eso sí, luego llegarán las condecoraciones y los homenajes póstumos. Pero, como reza la sabiduría popular, “a burro muerto, la cebada al rabo”. No es descabellado pensar que la mayor parte de las guerras que han asolado al mundo podían haberse evitado simplemente con la desobediencia militar. También en la Iglesia el culto a la obediencia puede conducir a excesos y sinrazones cuyas consecuencias antes o después hay que pagar. A este extremo indeseable se puede llegar, por ejemplo, inculcando lo que se conoce como “obediencia ciega”. Un manual de formación para novicios escrito por Juan Casas la define así: “Aquella por la cual el religioso, sacrificando en holocausto completo las razones y consideraciones naturales con todos los reparos de la prudencia humana, sugeridos por las propias luces, acerca del mandato, y guiado sólo por la luz de la fe, ejecuta generosamente cuanto la santa obediencia le prescribe, siempre que no sea contrario a Dios y a su profesión religiosa”.

         ¿Y por qué se llama ciega? Se pregunta el ortodoxo manualista, y responde: “Porque el religioso obedece guiado totalmente por la luz superior de la fe, renunciando a su propio juicio, su modo de pensar y sentir para hacer suyo el juicio y el sentimiento del Superior, confiando tanto en la asistencia que Dios dispensa a los Superiores, como en la gracia con que favorece al buen súbdito. Es llamada ciega en tono despectivo por los prudentes según el mundo, al modo que los sabios, según la carne, llaman estulticia o necedad al Santo Evangelio. Pero esta obediencia ciega goza de plena luz divina, según aquello de San Bernardo: “Si vis esse sapiens, esto obediens”. Se entiende aquí sabio con la sabiduría de los Santos, que supera infinitamente toda humana sabiduría”. Para rematar la faena dice que la obediencia ciega ha de ser tenida en el mismo aprecio que la vocación religiosa por ser poco menos que el alma de todo el estado religioso.

         La cosa viene de lejos. S. Agustín en su famosa Regla comienza afirmando la primacía de la caridad en la vida cristiana por encima de cualquiera otra regla o norma de conducta. Pero hablando después de la obediencia en la vida religiosa se pronuncia a favor de la autoridad. Recordemos sus propias palabras. Inicio de la Regla: “Ante todas las cosas, amadísimos hermanos, amemos a Dios y después al prójimo porque estos son los principales mandamientos que se nos han dado”. Y seguidamente, en el número dos: “Esto es lo que mandamos que observéis los que residís en el monasterio”. O lo que es igual, que toda la vida monástica debe estar ordenada a la práctica de la caridad. Por otra parte en el número 43 el Obispo de Hipona nos sorprende con esta aclaración: “Pero, cuando la disciplina necesaria para mantener dentro de un orden a otros más jóvenes os exija decir palabras severas, incluso si tenéis la sensación de haberos excedido en ellas, no se os exige que les pidáis perdón. No sea que, mientras guardáis una excesiva humildad, se resquebraje vuestra autoridad moral para dirigir a los que conviene que os estén sumisos. No obstante, habéis de pedir perdón al Señor de todos, que conoce con cuánta benevolencia amáis también a aquellos a quienes quizá corregís más de lo justo. El amor entre vosotros no lo ha de inspirar el egoísmo, sino el Espíritu”. En resumidas cuentas, que el superior religioso cuando se excede en su forma de tratar a sus súbditos debe pedir perdón a Dios de ello pero no a los perjudicados, con el fin de que no se debilite la eficacia de la autoridad. El ejercicio de la autoridad y de la obediencia, por tanto, reciben en estos casos un trato preferencial sobre la caridad. Obviamente, estas observaciones sobre la obediencia y la autoridad religiosa están en desacuerdo con la primacía de la caridad que él mismo pone con toda razón en el encabezado de la Regla. Por otra parte, la experiencia demuestra que el dispensar a los superiores de pedir perdón a sus súbditos cuando cometen excesos en su forma de gobierno no contribuye nada al prestigio de la autoridad sino todo lo contrario. El superior religioso que pide disculpas por sus excesos fortalece su autoridad moral en lugar de debilitarla. Los buenos superiores no humillan a sus súbditos ni permiten que éstos se humillen ante ellos. Largo sería hablar de este delicado tema pero dejémoslo ahí por el momento.

         Después de leer estos textos lo primero que se le ocurre a cualquiera, sin necesidad de estrujarse los sesos, es cómo es posible compaginar el respeto al derecho a una educación cristiana que garantice la madurez de la persona humana, como pide el c. 217 antes citado, aplicando los pintorescos criterios de la obediencia ciega. ¿Cómo puede una persona realizarse como tal renunciando absolutamente a pensar, querer y ejercitar responsablemente su libertad? ¿Acaso estamos dispensados ante Dios de ser sensatos, prudentes y responsables? ¿No será todo lo contrario? El Evangelio dice que hemos de ser prudentes y sencillos, pero no tontos o insensatos, que es a lo que conduce la obediencia ciega.

         Es que por la obediencia ciega, dicen, testimoniamos nuestra confianza total en Dios. Pero ¿no advirtió Jesucristo con motivo de una de las tentaciones del desierto que a Dios se le obedece, pero no se le provoca? Y si los superiores son también imprudentes o insensatos, como a veces ocurre, hemos de cargar sobre Dios la responsabilidad de sus equivocaciones o abusos de autoridad? Lo menos que puede decirse del que obedece a ciegas es que es un temerario que arriesga el desarrollo de su propia personalidad convirtiéndose en una marioneta. Además, deja a Dios en muy mal lugar al convertirle en la cabeza de turco de sus comportamientos infantiles e irresponsables. No. A Dios hay que tenerle más respeto y no descargar sobre Él la responsabilidad de nuestras tonterías místicas e imprudencias humanas. Dios nos ha dotado de ojos para ver e inteligencia para entender. Si aún yendo por la vida con los ojos bien abiertos mirando donde pisamos, tropezamos y caemos intermitentemente, qué será de nosotros si vamos con los ojos cerrados. ¿Cómo podremos madurar nuestra personalidad teológica sometiéndonos a ciegas a los dictados de los superiores cuando estos ordenan y mandan lo que no deben? Así las cosas, no es temerario afirmar que es preferible la desobediencia civilizada y responsable a la obediencia ciega.

         ¿Solución práctica? Más respeto y caridad entre superiores y súbditos y menos culto a la obediencia. El respeto y la caridad son incompatibles con la deslealtad caprichosa y la desobediencia destructora. Por el contrario, la obediencia es perfectamente compatible con el desamor, la falta de respeto y de caridad. Un buen ejemplo de esta lamentable compatibilidad lo tenemos en la obediencia militar. No se debe olvidar nunca que lo que nos hace felices en este mundo y garantiza la salvación eterna no es la mucha obediencia sino la caridad. Esto es lo auténticamente humano y cristiano. Todo lo demás es ganas de perder el tiempo buscando tres pies al gato. Para entender la obediencia religiosa conviene recordar que de obedecer no se libra ningún hijo de vecino en este mundo. El que no obedece a un jefe militar obedece a su jefe de oficina en el trabajo, a la mujer, al marido, a la suegra, a la querida o a quien sea. Nadie puede presumir de no estar sometido a alguien. Los que más pudieran estar tentados a presumir de independencia como mínimo tienen que llevar un guardaespaldas para que no les rompan la cabeza cuando van por la calle teniendo que someterse a normas estrictas de seguridad personal.

         ¿Qué significa todo esto? Pues que la libertad absoluta no es posible en este mundo. A lo más que podemos aspirar es a una libertad relativa y en tal sentido cabe hablar de gente más o menos libre. Ahora bien, ¿cuál es el secreto o fórmula que nos asegura más margen de libertad? Dado que la independencia total es imposible de suerte que siempre dependemos de algo o de alguien, el secreto está en hacernos depender de un principio superior. Así, por ejemplo, un ministro de asuntos exteriores disfruta de un espacio de libertad y de acción mayor que un alcalde rural por depender más inmediatamente de las supremas autoridades del país. De modo análogo, la persona que pone su libertad inmediatamente al servicio de Dios lógicamente tiene que tener una experiencia de libertad mayor. Por lo mismo, si dependiendo de Dios siente que se frustra su libertad, ello sólo significa que algo está fallando en la forma de entender sus relaciones con Dios  o que tiene un concepto equivocado de la libertad. Los abusos de autoridad, el servilismo a los superiores y la obediencia ciega son los tres virus clásicos de la obediencia religiosa contra los cuales conviene estar siempre vacunados si no queremos echarlo todo a perder propiciando el que la obediencia se convierta en un atentado contra la libertad. La obediencia religiosa bien entendida no exige renunciar irresponsablemente a la libertad sino que nos enseña a depender amorosamente de Dios, que no es lo mismo.

          13 ¿Castidad o atentado contra el amor?

          Según el c. 599: “El consejo evangélico de castidad, asumido por el Reino de los cielos, en cuanto signo del mundo futuro y fuente de una fecundidad más abundante en un corazón no dividido, lleva consigo la obligación de observar perfecta continencia en el celibato”.

         Este consejo evangélico así formulado encuentra hoy día dificultades de comprensión mayores que el de obediencia. Desde el punto de vista cultural, en el pasado todo lo relacionado con el sexo era demonizado hasta el punto de que los moralistas parece como si hubieran tenido a gala agrandar y multiplicar lo más posible los pecados relacionados con la vida sexual y el desarrollo de la afectividad.  En la evaluación moral de los actos humanos se llegó hasta el extremo de reconocer parvedad de materia en toda forma de conducta menos en materia sexual. Sólo Dios sabe el daño moral y el sufrimiento que se ha causado con esta mentalidad llevada sin piedad a la práctica en los centros de formación. Aunque se ha progresado bastante en este campo, creo que queda todavía mucho por hacer.

         En contrapartida, de la demonización y del tabú en materia sexual se ha pasado actualmente al extremo contrario de suerte que el sexo y las aberraciones sexuales se han convertido en la diosa adorable de las nuevas generaciones. Antes se tendía a sacrificar el sexo en aras del amor. Ahora no hay más amor que el sexo crudo servido con violencia y mejor aún si es pagado. Antes se idealizaba platónicamente el amor sin sexo. Ahora se diviniza el sexo sin amor. Desde estos extremos resulta prácticamente imposible entender el consejo evangélico de la castidad como Dios manda. Para profundizar en lo que termino de decir puede ayudar mucho el análisis que he hecho de las diversas formas de entender el amor en mi libro titulado La aventura del amor. (Vision Libros, Madrid 2013).

         En primer lugar, pienso que se ha de descalificar sin compasión estos dos extremos sobre la vida sexual humana. En nombre del sentido común, del realismo de la vida y la comprensión cristiana de las debilidades humanas, tanto la demonización absoluta del sexo como su divinización carecen de sentido. Ni el amor humano se identifica con el sexo ni el sexo es de por sí negación del amor. Con esta afirmación dejo abierta una pista para pedagogos y educadores inteligentes de cara a un futuro más venturoso en esta delicada materia. Igualmente hay que reconocer que el amor no se identifica tampoco con el estado sentimental de enamoramiento. El amor del que hablaba Cristo y constituye la esencia del voto de castidad es lo que he definido en la obra citada como amor personal.

         En segundo lugar, por el voto de castidad, entendido como Dios manda, la persona se hace más disponible físicamente para las empresas apostólicas pisándole a Cristo los talones. Esto es verdad, pero no toda. La disponibilidad física es muy importante, pero lo es todavía más la disponibilidad afectiva. Me explico. La persona que invierte su afecto directamente en Dios queda libre para dar su afecto después a quien más lo necesite sin entrar en conflictos sentimentales con nadie. Esta es una de las razones prácticas más convincentes que pueden justificar, por ejemplo, el celibato religioso o sacerdotal. Así las cosas, cabe hacer las matizaciones siguientes.

         La Iglesia en Occidente no debe exagerar las ventajas del celibato sacerdotal olvidando su experiencia secular con los sacerdotes casados en Oriente. Por lo mismo, no debe excluir “a priori” el que algún día la disciplina canónica de los sacerdotes casados en las iglesias orientales pueda ser adoptada también en Occidente. Dicho lo cual, tengo que hacer una aclaración importante. Durante algún tiempo yo estuve convencido de que sería bueno que la disciplina canónica de las iglesias orientales sobre el celibato sacerdotal fuera adoptada definitivamente en las iglesias occidentales. Pero a medida que fui conociendo en directo las ventajas y desventajas de la disciplina oriental llegué a la conclusión de que es preferible el celibato sacerdotal al estado matrimonial compartido con el ministerio sacerdotal. La recomendación paulina en esta materia conserva toda su carga de realismo. La cuestión del celibato o matrimonio de los sacerdotes católicos ha de ser tratada desde el punto de vista práctico y pastoral dejando a un lado planteamientos teológicos de fondo que nunca existieron sobre este tema. El hecho de que Cristo no se casara es ya un dato sustancial insoslayable pero Él no se opuso al matrimonio de los sacerdotes. Yo pienso que, conociendo un poco la historia de esta cuestión y la vida real de los sacerdotes casados y célibes, se llega fácilmente a la conclusión de que, por regla general, el ejercicio del ministerio sacerdotal y las obligaciones propias del matrimonio se estorban mutuamente. Con la particularidad de que, en caso de conflicto, los deberes matrimoniales deben prevalecer sobre la entrega total al ministerio sacerdotal. El celibato de los sacerdotes para que se entreguen en cuerpo y alma a la causa del evangelio ha sido una conquista de la Iglesia en Occidente y sería una imprudencia pastoral renunciar de forma institucionalizada a las ventajas que lleva consigo en beneficio de todos.

         Segundo, una llamada a la cordura en materia tan sensible. Hay quienes piensan que todos los problemas afectivos de los sacerdotes célibes se resolverían casándose. Pero esto es una memez como la copa de un pino. Tan grande como la de quienes piensan que la solución de todos los problemas de los casados se resuelven con el divorcio o el celibato. Unos y otros demuestran que conocen poco o mal la naturaleza humana. Hay problemas de madurez afectiva que tienen que estar ya satisfactoriamente resueltos antes de casarse o no casarse. De lo contrario, lo más probable es que esos problemas sigan activos en el matrimonio o en el sacerdocio echándolo todo a perder. Hay problemas personales que no desaparecen ni con el matrimonio ni con el celibato y que, si no son tratados a tiempo, se convertirán inexorablemente en fuente de infelicidad lo mismo en el celibato que en el matrimonio.

         El problema es más serio de lo que parece y por ello se ha de evitar la solución simplista de matrimonio sí, celibato no; matrimonio no, celibato sí. Lo razonable es pensar que tendrá que haber de todo. Lo que procede es que cada hijo/a de vecino sepa para qué ha nacido y qué es lo mejor que debe hacer en este efímero mundo como persona seria y responsable. Una vez que haya hecho estas averiguaciones sabrá lo que tiene que hacer a sabiendas de que ni el matrimonio ni el celibato son una vacuna contra nada si falta un mínimo de madurez humana, de sensatez y sentido de responsabilidad personal. El problema, pues, no está tanto en la institución del matrimonio o del celibato cuanto en la correcta formación humana y cristiana de las personas. Por lo mismo, pienso que tanto para el matrimonio como para el celibato religioso y sacerdotal, habría que perfeccionar bastante los métodos tradicionales de formación en esta materia, teniendo en cuenta que ni el amor se identifica con el sexo o con el estado de enamoramiento, ni todo en el sexo es tan bueno o tan malo como algunos lo pintan. El voto de castidad bien entendido, pienso yo, es fuente de amor verdadero y no un atentado contra el mismo.

         14 ¿Pobreza o atentado contra la dignidad humana?

          “El consejo evangélico de pobreza, a imitación de Cristo, que, siendo rico, se hizo indigente por nosotros, además de una vida pobre de hecho y de espíritu, esforzadamente sobria y desprendida de las riquezas terrenas, lleva consigo la dependencia y limitación en el uso y disposición de los bienes, conforme a la norma del derecho propio de cada instituto”( c.600). La pobreza evangélica es otro de los temas más embrollados de la vida de la Iglesia. Con la circunstancia agravante de que tiene connotaciones políticas inevitables. Ya en tiempo de los Apóstoles se produjo un movimiento ingenuo que pronto fracasó por su falta de realismo.

         Me refiero a Hechos,32-37. Se dice que los neófitos cristianos tenían un solo corazón y una sola alma y ninguno tenía por propia cosa alguna sino en común. En consecuencia, no había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido a disposición de los apóstoles para que se proveyera a todos los cristianos de acuerdo con sus necesidades. Como caso concreto se destaca el ejemplo de un tal Bernabé, el cual se apresuró a vender una finca y poner el precio de la misma a disposición de los apóstoles. Esta fue la primera experiencia de “comunismo económico cristiano”. ¿Y qué ocurrió? Lo que tenía que ocurrir. La comunidad creció y tuvo que adaptarse a la realidad de la vida abandonando la utopía comunista como norma general.

         Pero no desapareció del todo sino que quedó como referente o modelo apostólico de lo que deberían ser después las comunidades religiosas de conventos y monasterios en los que se emite el voto de pobreza. Aquel ideal comunista de pobreza evangélica fracasó como modelo económico universal por falta de realismo y quedó como opción libre de pequeños grupos selectos, organizados en comunidades monacales y conventuales. Pero aún así, también en estas comunidades selectas han surgido problemas y tensiones en razón de las diversas interpretaciones prácticas del voto de pobreza. La historia de estos conflictos es larga. Baste recordar la lucha interna en la Orden franciscana en la edad media, que estuvo a punto de echar a perder todo el proyecto evangélico del gran S. Francisco.

         En tiempos recientes los conflictos en la Iglesia, con motivo del voto de pobreza, han estado condicionados por el influjo de la ideología marxista y su repercusión política. Por una parte, el Evangelio apuesta por los pobres de este mundo. Por otra, los ricos comercializan la pobreza para que los pobres sigan existiendo. En clave cristiana, hay que perdonar, incluso al rico explotador. En clave marxista, por el contrario, hay que matar al explotador que no se desprende por propia iniciativa de sus riquezas. En fin, un galimatías doctrinario y político que sigue en el candelero. Con todo, hemos de reconocer que dentro de la Iglesia ha habido más fanáticos de la obediencia y de la castidad que de la pobreza. Está demostrado que la mejor cura contra los fanatismos políticos, ideológicos y religiosos es el hambre y la enfermedad. O lo que es igual, el sentido realista de la vida. Desde ese sentido realista cabe hacer las siguientes matizaciones finales sobre este asunto.

          Es una sinrazón condenar y rechazar como malo aquello que es indispensable para vivir con dignidad. Ahora bien, los bienes materiales son, al menos por ahora, absolutamente indispensables para llevar una vida humana digna. De ahí la obligación que todos tenemos de trabajar - produciendo, repartiendo o administrando- para erradicar la pobreza material del mundo.  Dicho esto, digamos también que esa erradicación de la pobreza no será posible mientras haya hombres y mujeres avaros cuyo Dios es su vientre y el dinero. Aquí es donde el voto de pobreza entra en juego para poner orden y concierto en nuestra vida.

         El voto de pobreza, pues, no consiste - como han creído muchos- en no tener nada para después tener que pedirlo todo humildemente al que lo tiene, porque lo ha ganado con el sudor de su frente, o lo ha robado. Eso no es justo. El voto de pobreza ha de ser compatible con la posesión de bienes necesarios para la vida personal y la administración responsable de los mismos en las causas apostólicas. Éstas, las empresas apostólicas, son las que legitiman moral y socialmente las posesiones colectivas de los institutos religiosos. Ahora bien, esos bienes materiales, necesarios para llevar una vida humana digna y servir a los más pobres y desheredados de este mundo, lleva consigo una guerra personal contra la ambición y el poder no dando a los bienes materiales ni más ni menos importancia de la que realmente tienen, que, por cierto, es bastante relativa y efímera. Una cantidad de dinero, por ejemplo, que en un momento y país determinado tiene mucho valor, en otras circunstancias y lugares puede ser despreciable. La pobreza evangélica no excusa de aprender a discernir sobre el valor real de las cosas.

         El voto de pobreza, pues, no debería ser interpretado como una maldición de los bienes materiales que vamos a necesitar. Tampoco como una excusa para eximirnos cómodamente de la responsabilidad de poseerlos y administrarlos como Dios manda porque siempre habrá otros en la comunidad para sacarnos las castañas del fuego. La regla de oro agustiniana en esta materia era no aspirar a tener más sino a necesitar menos. Totalmente de acuerdo. Pero yo voy más lejos y pienso que en el mundo actual, para vivir el voto de pobreza de una forma plenamente realista, es mejor tener algo para dar, aunque sea poco, que mucho que pedir. Actualmente sería absurda, por ejemplo, la mendicancia medieval en nombre del voto de pobreza y socialmente ofensiva como método práctico de ejercitarse en la humildad.

         15. Reflexiones  finales sobre los consejos evangélicos

          La caridad cristiana es más importante que los votos religiosos. Éstos hay que entenderlos como “consejos” y no como mandatos canónicos para tropezar con la ley y pecar. A los votos hay que aplicar la doctrina de S. Pablo sobre la ley antigua del temor y la nueva de la gracia y el amor. Por tanto, si los votos son sólo ocasión de tropiezo y no una ayuda moral para vivir siendo felices en el servicio de la caridad, mejor abandonarlos y asunto terminado. Tengo la impresión de que, si Cristo levantara la cabeza, metería mano a todos esos manuales de formación religiosa en los cuales, en lugar de ayudar a los candidatos a la vida religiosa a comprometerse libre y amorosamente con Cristo, sólo han servido para meter miedo en el cuerpo multiplicando pecados para asegurar su observancia legal. Esos manuales, como el que ya he mencionado, sólo sirven para que la gente huya de la vida religiosa en lugar de abrazarla.

          Los superiores religiosos deberían dar más ejemplo rectificando sus errores probados en lugar de enrocarse en la autoridad. Los mejores superiores son aquellos que no caen en la tentación del autoritarismo pensando equivocadamente que por el mero hecho de ostentar la autoridad les asiste la razón en todas sus decisiones. La experiencia de todos los días desmiente esa presunción. Los superiores inteligentes no hacen proyectos grandiosos sobre la mesa del despacho con otros superiores para ordenar después su ejecución en nombre de la obediencia sin contar con las personas que lo han de ejecutar y sus circunstancias. Este método autoritario de gobierno tiene más que ver con los modos y maneras militares que con los designios providenciales de la obediencia religiosa.

          Todas las instituciones religiosas que dificultan la caridad entre las personas deben ser reformadas y eventualmente abandonadas. La caridad es debida a las personas, no a las instituciones.  Hay momentos en los que el superior religioso tiene que jugarse el tipo tomando decisiones importantes en nombre de todos aquellos a los que representa. Cuando esto ocurra, debe hacerlo con serenidad y firmeza razonando las cosas y sin dejarse chantajear o intimidar. Si el móvil de su decisión es la justicia y la caridad de seguro que encontrará la forma correcta de atajar el mal dejando incólume el respeto a las personas. Los buenos superiores religiosos, como Cristo, nunca condenan a las personas por más que sus formas de comportamiento sean detestables.

          De todos modos, lo ideal es que el superior haga uso de su autoridad canónica lo menos posible estimulando la iniciativa privada y el ejercicio de la libertad responsable de sus súbditos. En la forma de gobernar se ha de evitar que las comunidades religiosas se conviertan en “colectivos” humanos en los que todos/as  tienen que hacer las mismas cosas, juntos/as, al mismo tiempo y a las órdenes de un jefe/fa. En la vida real esto es muy difícil de llevar a cabo sin crear situaciones insoportables con menoscabo del deber primordial de la caridad. Esto vale para un pelotón de soldados condenados a entregar el pellejo sin rechistar a las órdenes brutales de su capitán. O para los resignados viajeros de un autobús urbano en horas punta. Por algo el urbano en muchas partes es llamado “el colectivo”.

          Una comunidad religiosa, por el contrario, tiene que estructurarse sobre la base de personas libres y responsables que saben renunciar libre y amorosamente a determinados intereses personales para ponerse al servicio de los demás. Sobre todo, de los más necesitados de respeto y afecto.  Por parte de los súbditos religiosos el defecto más aborrecible contra la obediencia religiosa es el servilismo. Se dice de esos y esas que necesitan andar siempre “al rabo de los superiores”. En nombre de una mística idolátrica de la obediencia, se establece una connivencia subliminal entre el superior autoritario y el súbdito con poca personalidad, que necesita ser protegido. O que es ya incapaz de tomar decisiones personales sin contar con el visto bueno de los superiores. Otras veces el súbito busca sus propios intereses influyendo en las decisiones de los superiores mediante una obediencia de sumisión incondicional. Como no podía ser de otra manera, cuando los superiores prescinden de sus consejos, pasan de ellos lo más que pueden y hacen su santísima voluntad. En estos casos se trata de una obediencia interesada y falsa ya que sólo se busca condicionarla a los propios intereses. En la vida civil y militar el servilismo a los superiores tiene mucho que ver con la ambición de poder, las ventajas económicas y el prestigio social. Los tiranos, por ejemplo, sólo se mantienen en el poder mientras hay a su alrededor  personas incondicionalmente sumisas e interesadas. Cuando este círculo desaparece, el tirano queda al descubierto e indefenso y se desploma aparatosamente como un ridículo muñeco de cartón.

                  La Iglesia no está inmunizada ni contra el autoritarismo por parte de los superiores ni contra el servilismo por parte de los súbditos. Una mala gestión de la obediencia religiosa puede degenerar en ambos extremos y es conveniente estar mentalizados contra estos riesgos. ¿Solución práctica? No se me ocurre otra más humana, cristiana y eficaz que esta: educarse en el respeto sagrado a las personas y la comunión en la caridad sin perder jamás el sentido común y realista de la vida. La cuesta de la vida es escarpada y no hemos de ser temerarios o insensatos cargándonos a las espaldas fardos y pesos añadidos a los que la propia vida nos obliga a llevar.  En la vida religiosa se ha ensalzado excesivamente la obediencia con sus nefastas consecuencias. Pero a lo largo de la historia no han faltado los fanáticos de la castidad y de la pobreza. Durante mis muchos y felices años de vida religiosa he conocido hombres obsesionados por la obediencia. Según ellos, en caso de duda, lo primero es obedecer ya que el superior siempre tiene razón, aunque no la tenga; los superiores no se retractan; el que obedece nunca se equivoca; la voluntad del superior es la voluntad de Dios; si el superior te ordena plantar una col por las hojas, lo correcto es obedecer. En una ocasión recibí en consulta a una persona religiosa, que ejercía un alto cargo administrativo, la cual era obligada a firmar el libro de cuentas por obediencia sin poner reparos a los defectos y errores detectados en el libro oficial. No me cuesta entender que estas frases de ensalzamiento de la obediencia, tomadas como expresiones literarias que han de ser leídas en su propio texto y contexto, no son tan desconcertantes como puede parecer a simple vista. Lo malo es que muchas personas se las han tomado en serio tratando de llevar literalmente a la práctica la mentalidad que reflejan.

                   La obsesión por el voto de castidad tampoco le va en zaga al de obediencia. He conocido formadores de juventud para la vida religiosa y sacerdotal obsesionados por la “pureza”. Por una parte, el tabú. O no hablar del tema o sólo en clave. Por otra, la mentalidad de los moralistas según la cual en materia de sexualidad todo es gravemente pecaminoso salvo en el matrimonio y con muchas condiciones. Como detalle significativo vale la pena echar una ojeada a los manuales de teología moral en español, en los que las palabras que se refieren directamente a alguna función sexual específica van en latín. Supongo que para amortiguar el posible efecto provocador o pecaminoso.

                   Con este trasfondo morboso sobre la sexualidad se comprende que no pocos formadores de juventud para la vida religiosa y sacerdotal estuvieran obsesionados por la castidad. Afortunadamente el nuevo derecho canónico (c.667) ha suprimido las prescripciones, a veces ridículas, de la antigua disciplina sobre la clausura en las casas religiosas. Lo deseable sería que desapareciera también la palabra clausura y en su lugar se hablara, como Dios manda, del derecho de privacidad de las casas religiosas. En resumen. La correcta formación religiosa y sacerdotal, en clave de consejos evangélicos, es incompatible con las obsesiones y fobias contra la libertad personal, la creatividad intelectual, el sexo y el uso responsable de los bienes materiales. Cualquier extremismo, bajo pretextos místicos, canónicos o políticos en la práctica de los consejos evangélicos, sólo contribuye a falsear su verdadero significado humano en clave de libertad, amor a Dios y servicio a los hombres y mujeres más necesitados. En caso de duda sobre esta cuestión de los consejos evangélicos conviene tener en cuenta la advertencia de S. Pablo sobre la primacía de la caridad. Recordémosla.

                   16. La primacía teológica del amor

                   Pablo de Tarso escribió unas palabras sobre la primacía del amor personal en la vida y enseñanza de Cristo que se han convertido en una página magistral de la literatura universal. Me refiero al capítulo trece de su primera carta a los corintios. Como aclaración previa digo que el término amor adquiere un significado nuevo que se expresa con el término caridad y se refiere al amor personal. Dice así: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente y servicial; no es envidiosa ni jactanciosa ni se engríe. La caridad es decorosa, no busca su interés ni se irrita; no toma en cuenta el mal ni se alegra de la injusticia y se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera y soporta. La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño hablaba como niño. Pensaba como niño. Razonaba como niño. Al hacerme hombre dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1Cor 13). 

                   En el primer párrafo Pablo afirma la necesidad que tenemos todos del amor. Una persona puede estar dotada de cualidades humanas excepcionales. Si carece del amor ante Dios no le servirán para nada. Cuando hay una gran sequía es corriente oír este comentario: podemos vivir careciendo de muchas cosas menos del agua. Cuando ésta falta es cuando nos damos cuenta de la absoluta necesidad que tenemos de este elemento. De modo análogo, una persona puede rebosar de bienes y privilegios de la naturaleza. Pero si no es buena persona se irá en el mejor de los casos al archivo del olvido en este mundo y de los rechazados en el mundo venidero. Este párrafo es un canto al amor teniendo en cuenta al ser humano en todas sus dimensiones y aspiraciones más profundas de felicidad. En el segundo párrafo Pablo hace una descripción psicológica magistral de las propiedades o características del amor personal resaltando su belleza y dignidad moral.  

                   En los trabajos y contratiempos la caridad es paciente y agradable. Personas hay que se dicen buenas pero olvidan fácilmente que su compañía resulta desagradable. Las personas realmente caritativas o amorosas se preocupan de hacer grata su compañía prestando más atención a los intereses de los demás que a los suyos propios. Es incompatible con la envidia. No es difícil encontrar gente que se alegra de todo corazón cuando a los demás las cosas les van mal. Cuando esto ocurre tenemos la prueba más evidente de que no hay amor. Alegrarse del mal ajeno es una vileza humana muy frecuente. Por el contrario, quien ama disfruta con lo suyo y se alegra generosamente de que a los otros las cosas les vayan bien. Sin pretenderlo disfruta con la felicidad propia y con la ajena.

                   La caridad no es jactanciosa ni se crece ante los demás. Lo cual es incompatible con la arrogancia y el culto a la propia personalidad. La caridad nos invita a no hablar arrogantemente de nosotros mismos como si fuéramos los reyes del mundo. Esta fea costumbre con frecuencia no es más que el resultado de falta de reflexión o poca inteligencia. Es característico de los cortos de inteligencia hacer de sus vidas un éxito incomparable. Lo contrario de las personas bien dotadas, que contrastan sus éxitos con sus fracasos y limitaciones. La caridad nos enseña a ser realistas valorando lo que somos sin menguarlo y reconociendo lo que no somos sin exagerarlo. La caridad no prescinde de la inteligencia sino que la presupone y perfecciona. 

                   La caridad es cortes y desinteresada. Antes de hacer o decir algo, además de pensarlo dos veces, hemos de tener en cuenta a los demás para evitar de antemano no causarles algún daño. Igualmente, no debemos buscar ninguna utilidad inmediata en beneficio propio. Las auténticas obras de amor suelen reportar compensaciones importantes incluso en esta vida. Pero otras veces ni siquiera provocan una palabra de gratitud. Cuando tal ocurre, la persona caritativa o amorosa no retracta su acción como respuesta a la ingratitud. Tampoco pierde los estribos (no se irrita) cuando las cosas no salen a su gusto. Del bien hecho no hay que arrepentirse nunca.

                   La caridad es absolutamente incompatible con los sentimientos de venganza bajo ningún pretexto. Por ejemplo, camuflando ese instinto maligno con pretextos de justicia. Un caso histórico podría ser la pena de muerte como forma de castigo público contra criminales de rango superior en nombre del derecho a la legítima defensa. A nivel personal hay gente que disfruta ajustando cuentas a los demás por cualquier cosa baladí. Existe un viejo grupo social bien conocido para el cual sólo hay justicia cuando se ha vengado al delincuente. Es el polo opuesto del amor cristiano que postula, no sólo la ausencia de venganza en la administración de la justicia, sino el perdón al mismísimo enemigo. En este mismo sentido la caridad no se alegra de la injusticia que otros puedan cometer aunque ello pudiera reportarnos alguna ventaja momentánea. Esto nos trae a la memoria las trapisondas en la especulación financiera y las corrupciones políticas y administrativas. Me refiero a esas operaciones que realizan muchos políticos y financieros para enriquecerse ellos a costa de los demás. Hay gente que las conoce y no las ven mal mientras se puede sacar partido de ellas.

                   La caridad no legitima el disfrute de las injusticias. Por el contrario, se complace en la verdad y en que las cosas discurran de forma honesta y por el buen camino. Por otra parte, no niega los defectos del prójimo pero no se ceba en ellos. Al contrario, busca disculpas y atenuantes para ayudar a curar las heridas en lugar de agrandarlas. La caridad nos impulsa a creer lo que otros nos dicen, a esperar lo que nos prometen y a ser tolerantes con los débiles e impertinentes. Lo cual no es una invitación a ser ingenuos predisponiéndonos para ser fácilmente engañados o molestados. Significa que, mientras no haya pruebas en contrario, como actitud primera hemos de suponer la buena intención de nuestros interlocutores, darles un margen de confianza y, si las cosas no salen bien, no descorazonarnos y echarlo todo por la borda. La gente necesita ser escuchada con interés y paciencia incluso cuando dice o hace tonterías. De hecho, una de las formas de caridad más apreciadas hoy día es la de aquellos que saben escuchar pacientemente a las personas que lo único que necesitan es desahogarse con alguien en medio de sus penas y soledades.

                   En el párrafo tercero Pablo hace una proclama emotiva de la validez permanente del amor. Con la muerte desaparecerán de un golpe todas las dotes personales que nos hayan acompañado durante la vida. Sólo la caridad permanecerá eternamente disfrutando de la unión directa y estrecha con el objeto amado. Conoceremos a Dios a la manera como somos conocidos por Él, a saber, con conocimiento inmediato, directo y eterno. Sólo en este ágape teológico tiene sentido aquello de que “el amor no muere nunca”. En Pablo de Tarso esta afirmación tiene sentido real y efectivo y no meramente poético o sentimental como en el platonismo o el romanticismo. El amor personal, más allá del amor/sexo o el amor/enamoramiento, es una realidad humana dinámica y gratificante y no una ilusión sentimental o una idea platónica congelada en el espacio sin transferencia afectiva. Este descubrimiento del amor personal, que Cristo puso como piedra angular de la felicidad humana y de la esperanza más allá de la muerte, es una novedad gozosa que se encuentra reseñada por escrito sólo en la Biblia y de ahí que, a pesar de la dificultad de su lectura, este libro singular siga siendo tan estudiado y editado. Las fiestas de Navidad y Pascua de Resurrección son los momentos culminantes en los que siglo tras siglo la humanidad se reconforta con el recuerdo gozoso de este descubrimiento. Según Jn 13,34-35, Cristo se despidió de los suyos con palabras como estas: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros”. Amor, obviamente, como personas y no sexual, de enamoramiento o de amistad interesada.

                   A propósito de estas palabras cabe hacer las siguientes matizaciones. No se trata de una simple recomendación sino de un mandato taxativo indispensable para profesar el humanismo cristiano. Las novedades que Cristo introduce con la primacía del amor son las siguientes. 1) Debe ser un amor universal hacia toda persona humana y no restringido al pueblo judío. 2) Es un amor al modo de Dios, es decir, esencialmente personal y no sexual o de enamoramiento. 3) Debe ser universal, incluidos los enemigos. 4) Este tipo de amor, que culminó en el reciclaje de la basura moral humana de todos los tiempos, es la verdadera y definitiva señal social del humanismo cristiano. De hecho esta primacía y forma de entender el amor en clave personal por encima de las fronteras étnicas, del sexo y del enamoramiento, es lo que fascinó al mundo pagano según los testimonios autorizados de Tertuliano y de Minucio Félix.

                   Para terminar esta fascinante cuestión del amor personal revelado por Cristo, me parece oportuno recordar aquí unas vetustas palabras tomadas del Papa León Magno (440-461) de su sermón séptimo con motivo de la Navidad o nacimiento de Cristo, y que suenan así: “Al nacer nuestro Señor Jesucristo como hombre verdadero, sin dejar por un momento de ser Dios verdadero, realizó en sí mismo el comienzo de la nueva creación y, con su nuevo origen, se dio al género humano un principio de vida espiritual. ¿Qué mente será capaz de comprender este misterio, qué lengua será capaz de explicar semejante don? La iniquidad es transformada en inocencia, la antigua condición humana queda renovada y los que eran enemigos y estaban alejados de Dios se convierten en hijos adoptivos y herederos suyos.” Ante este hecho protagonizado por Cristo tal como es presentado en el Nuevo Testamento, el orador exclamó: “Despierta, hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza. Recuerda que fuiste hecho a imagen de Dios; esta imagen que fue destruida en Adán, ha sido restaurada en Cristo. Haz uso como conviene de las criaturas visibles, cómo usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos; y todo lo que hay en ellas de hermoso y digno de admiración conviértelo en motivo de alabanza y gloria del Creador”. 

17 ¿Dirección espiritual o “clonación” de la personalidad?

                   La dirección espiritual y la práctica de ejercicios espirituales son otras dos instituciones canónicas cuyo influjo en la vida de los cristianos es decisivo. Me limito a contar un par de anécdotas al respecto seguidas de unas breves observaciones críticas. Espero que esto sea suficiente para que cualquier lector avisado se percate por dónde van los tiros y evite errores lamentables en tan delicada materia.

Todavía era tema de actualidad el concilio Vaticano II cuando un grupo de jóvenes, hombres y mujeres, casi todos profesionales de la banca, me pidieron que dirigiera para ellos una semana de ejercicios espirituales en la casa natal de Sto. Domingo de Guzmán en Caleruega. Acepté la petición y me pareció que lo más oportuno en aquel momento era poner como base de las meditaciones unos textos bien seleccionados del Concilio. La sorpresa no se hizo esperar. El primer día, desconcierto total con reacciones casi de rechazo. Actitud que poco a poco se fue trocando en interés y simpatía. Algunos no dudaron en confidenciarme la idea equivocada que tenían de los ejercicios espirituales. Sólo uno terminó la semana sin dar su brazo a torcer, convencido de que aquellos ejercicios no habían sido válidos. La razón de tanta sorpresa y desconcierto era muy sencilla. Estaban educados en la idea de que, para que los ejercicios espirituales sean válidos, o son materialmente los de S. Ignacio o sustancialmente ignacianos por la metodología. Por supuesto que la mayoría de los ejercitantes terminó encantada por haber hecho dos descubrimientos. Primero, descubrimiento de los textos del concilio y la forma de aplicarlos a la vida. Segundo, descubrimiento de otra forma de hacer ejercicios espirituales que nada tenía que envidiar a los de S. Ignacio.

En otra ocasión posterior yo había sido invitado a participar en unas conversaciones intelectuales en el monasterio de Silos. La organizadora del coloquio, a la sazón directora de una revista, tuvo la gentileza de venir a buscarme a casa con su coche en el cual viajaba también un ilustre catedrático de universidad. Durante el camino hablamos amigable y confidencialmente de muchas cosas, incluso de ejercicios espirituales. Ella y él me hablaron de los ejercicios ignacianos. Yo les escuché con gran atención y con la misma confidencialidad les confesé que yo había hechos ejercicios espirituales, por supuesto, pero nunca los de S. Ignacio. Al oír esto se produjo un silencio inesperado y se miraron como si estuvieran asustados. ¿Pensarían que yo era un monstruo por no haber hecho los ejercicios espirituales de S. Ignacio?

         En otra ocasión trataba yo a una antigua alumna que padecía depresiones muy serias. Había tenido contactos con el mundo de la droga en la universidad y toda mi atención estaba centrada en cómo ayudarla a superar las nefastas consecuencias de la droga y el alcohol.  Al cabo de un año constataba yo con alegría veía que el problema de las drogas quedaba atrás y el del alcohol remitía progresivamente, pero no su estado de angustia existencial que la llevó a plantearse abiertamente la cuestión del suicidio. Fue entonces cuando, abordando esta nueva crisis, la paciente me habló de unos ejercicios espirituales de los duros, que había hecho cuando era todavía muy joven. No me cupo la menor duda de que su dramática situación tenía algo o mucho que ver con aquellos días de ejercicios. Con el tiempo terminó olvidando aquellos días de ejercicios espirituales pero no el impacto negativo de la dureza de los mismos y algunos detalles concretos acerca algunas cosas sorprendentes y absurdas que tuvo que hacer. Estas tres historias son más que suficientes para percatarnos hasta qué punto se puede transformar el mejor vino en el peor vinagre.    

          La dirección espiritual conlleva siempre el riesgo de intromisión en los actos internos de la persona. A veces se da el caso de que el director espiritual se arroga el derecho de suplir las decisiones libres del dirigido, decidiendo todo lo que éste debe hacer o pensar sometiéndole a un programa de conducta que ha de ser aceptado y ejecutado sin pretender saber otra cosa sobre el mismo que el hecho de ser prescrito por el director espiritual. Aún en el caso de que el interesado aceptara libremente esa sumisión total de su vida interior al director espiritual -hay gente que la busca- éste no debería asumir tal responsabilidad. La experiencia enseña que lo único que se consigue en esos casos es fomentar la inmadurez espiritual del dirigido, que se acostumbra a vivir espiritualmente en dependencia de otro, como un eterno niño llevado de la mano de su padre. La madurez de la conciencia frente a Dios y a la vida queda así mediatizada por esa dependencia ciega del director espiritual, el cual, en lugar de ser un guía seguro, se convierte en principio de frustración cuando se equivoca o no satisface las aspiraciones del dirigido. El objeto formal de la obediencia es el mandato, pero éste no debe ser aceptado de una manera ciega o irracional.

         La dirección espiritual no puede convertirse en una especie de “clonación” en la que el dirigido termina siendo una copia psicológica de la personalidad del director. Por esta razón, no soy partidario de la existencia de directores espirituales por oficio a los que se haya de acudir por obligación. Soy partidario de que haya personas competentes y disponibles para que, si alguien necesita consultar algo sobre su vida, tenga la oportunidad de acudir a ellas con absoluta libertad en busca de orientación y consejo. Hay que evitar por todos los medios que la dirección espiritual y los ejercicios espirituales degeneren en técnicas psicológicas de invasión de la intimidad o control despótico de la libertad de conciencia de los dirigidos. Los directores espirituales y de ejercicios deberían ser como los médicos y los guardias de tráfico. Que los haya, pero que la gente aprenda a asumir las responsabilidades personales de su vida de tal forma que tenga que recurrir a ellos lo menos posible. Lo ideal sería que nadie tuviera necesidad de recurrir a ellos nunca.

          18.  ¿Rezar  pecando?

         Ese misterioso libro escrito en latín que el cura llevaba siempre consigo se llama el Breviario. Llamado así porque es un resumen de los rezos prescritos antiguamente para los clérigos y personas de vida religiosa. Sobre este enigmático libro de rezos eclesiásticos hay mucha picaresca y así es llamado “la suegra”. Algo con lo que los hombres y mujeres de Iglesia tienen que resignarse a convivir desagradablemente todos los días bajo pena de pecado. ¿Quién, entrado en años y que haya viajado mucho en tren, no recuerda alguna imagen de curas o monjas engafados haciendo sus rezos en el departamento de cuatro personas con la vista clavada en el Breviario con cara de pocos amigos? No sé si será temerario pensar que a veces sacaban el libro de rezos para disculparse de hablar con la gente. En contrapartida, otros, como yo, cuando abríamos la puerta y nos encontrábamos con aquel santo y temeroso espectáculo, buscábamos otro lugar o permanecíamos matando el tiempo en el pasillo. Pero dejemos a un lado los aspectos anecdóticos y vengamos al asunto, que es serio. Primero, información canónica. Segundo, valoración crítica de la información y, por último, una propuesta reformista.

Datos informativos de la antigua disciplina

         “Los clérigos ordenados de órdenes mayores (...) están obligados a rezar íntegramente cada día las horas canónicas, según los libros litúrgicos propios y aprobados”. (c.135). Según  el canonista  A. Alonso Lobo, este canon 135 imponía el deber ministerial de elevar preces a Dios en nombre de toda la Iglesia y el legislador ha querido concretar en forma preceptiva el rezo de las horas canónicas, Oficio divino o Breviario, que es lo mismo. Obligación ampliada en los cc. 1475 y 610,3, implicando a los que recibían algún beneficio económico, como los canónigos catedralicios, o por razón de los votos solemnes. Además, y esto es más importante, bajo pecado grave: “Aunque al principio se introdujo como devoción facultativa -matiza el comentarista- hoy se trata de un precepto que obliga bajo pecado grave; y comienza a urgir desde aquella hora canónica que corresponde al momento en que se recibió el subdiaconado, se tomó posesión del beneficio o se hizo la profesión religiosa”. Sobre el modo de cumplir esta obligación de las horas canónicas, el canonista remite a los moralistas y liturgistas los cuales se encargarán de determinar los pecados y sopesar su gravedad.

         Establecida la obligación, habla después de la dispensa. Por supuesto que había motivos que excusaban por sí mismos del rezo, como la imposibilidad física o moral y también por razones urgentes de caridad. En general, advierte el canonista, se procede con rigor en la apreciación de estas causas, y piensa que esta costumbre debe seguir observándose, mientras la Santa Sede no declare nada en contrario. Pero la dispensa propiamente tal sólo puede concederla el Romano Pontífice, el cual se sirve para ello de la S.C. del Concilio, tratándose de clérigos seculares, de la de Religiosos, cuando son estos el sujeto del favor o de la Propaganda para tierras de misión. Los nuncios Apostólicos pueden conmutar el Oficio por el rezo de los quince misterios del rosario o por otras preces congruas, existiendo causa justa y razonable.

                   Afortunadamente, llegó la reforma conciliar del Vaticano II. Según  la Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Liturgia, 89, en la reforma del Oficio debían guardarse las siguientes normas. “Los Laudes, como oración matutina, y las Vísperas, como oración vespertina, doble eje del Oficio diario según la venerable tradición de la Iglesia universal, deben ser considerados y celebrados como las Horas principales”. Aquí tenemos ya una clave para la propuesta de nueva reforma que haré después. Pero sigamos adelante.

          Codex 1983, c.276,3.

          “Los sacerdotes, y los diáconos que desean recibir el presbiterado, tienen obligación de celebrar todos los días la liturgia de las horas según sus libros litúrgicos propios y aprobados; y los diáconos permanentes han de rezar aquella parte que determine la Conferencia Episcopal”.

         Según un comentarista, los criterio de interpretación serían estos: a) existe una verdadera obligación; b) esa obligación no afecta a todas las horas por igual, sino que tiene intensidad diversa según su importancia: puesto que Laudes y Vísperas  ‘son el doble quicio sobre el gira el Oficio cotidiano’; no se omitirán ‘a no ser por causa grave’; c) la verdad de las horas (Laudes por la mañana, Vísperas por la tarde, etc.), se recomienda intensamente, dada su función de consagración del tiempo y, por último, la participación de los demás fieles es aconsejada con encarecimiento, puesto que toda la Iglesia es sujeto de la acción litúrgica (cc.1174,2; 835, 4; 837). Por su parte, el c. 1174 &1 y 2 reza así: “La obligación de celebrar la liturgia de las horas vincula a los clérigos según la norma del can.276,2,3; y a los miembros de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, conforme a sus constituciones. Se invita encarecidamente también a los demás fieles a que, según las circunstancias, participen en la liturgia de las horas, puesto que es acción de la Iglesia”. Esto tiene especial validez para sus encuentros de oración, retiros, jornadas apostólicas y actos similares en los que se reúnen los cristianos. Por otra parte, según el c. 1175: “Al celebrar la liturgia de las horas, se ha de procurar observar el curso natural de cada hora en la medida de lo posible”. Un comentarista advierte que la nota distintiva de la liturgia de las horas es la consagración de todo el ciclo del día y de la noche. De ahí la preocupación del Vaticano II y de la legislación posconciliar en que se respete el verdadero momento de cada una de las horas. Lo contrario sería caer en un formalismo opuesto al verdadero espíritu que anima esta expresión de la Iglesia orante.  

          19. Comentario de Juan Pablo II

         En la audiencia general del 4 de abril de 2001, Juan Pablo II habló de la Liturgia de las Horas. Después de recordar el fundamento teológico de esta práctica en la Iglesia, hizo, entre otras, las siguientes consideraciones. El rezo diario del llamado Oficio divino es parte de la oración pública de la Iglesia programada para la santificación de las diversas fases del día. Para entender históricamente esta práctica dice el Pontífice que es preciso remontarnos a los primeros tiempos de la comunidad apostólica, cuando todavía existía una dependencia estrecha de la oración cristiana de las “plegarias legales” prescritas en la ley de Moisés para ser cumplimentadas en el templo de Jerusalén. Dependencia refejada en el capítulo 2,46 de los Hechos de los Apóstoles donde se nos informa de que “acudían al templo todos los días” o “subían al templo para la oración de la hora nona”, 3,1. Por otra parte, existían las llamadas “plegarias legales” por excelencia, que tenían lugar de mañana y de tarde.

         Poco a poco los discípulos de Jesús fueron seleccionando algunos salmos que les parecieron más adecuados para determinados momentos del día, de la semana y del año por su relación con el misterio cristiano. Así S. Cipriano, en el siglo III, (De oratione dominica, 35: PL 39, 655) asocia expresamente la recitación de los salmos de la mañana a la resurrección del Señor. Pero la tradición cristiana “no se limitó a perpetuar la judía, sino que innovó algunas cosas, que acabaron por caracterizar de forma diversa toda la experiencia de oración que vivieron los discípulos de Jesús. En efecto, además de rezar por la mañana y por la tarde el padrenuestro, los cristianos escogieron con libertad los salmos para celebrar con ellos su oración diaria”. En este proceso histórico se utilizaron determinados salmos sobre todo para preparar la oración de vigilia como preparación para la celebración del domingo, en el cual se celebraba la Pascua de Resurrección.

         La celebración de las horas canónicas, pues, o rezo del Breviario, surgió y se desarrolló en función de la resurrección de Cristo de tal forma que tanto por la mañana a la salida el sol como por la tarde a su ocaso, se celebraba en oración la Pascua entendida como paso de Cristo de la muerte a  la vida. El resto de las horas del día remiten al relato de la pasión y muerte de Cristo o a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. La oración final después de las vísperas  evoca la vigilancia recomendada por Cristo en la espera de su vuelta. De esta forma los cristianos trataron de convertir toda la vida humana en oración como diálogo permanente con Dios. La oración de la mañana y de la tarde se convirtieron en los tiempos fuertes de las horas canónicas por tener como referencia central los momentos fuertes de la muerte y resurrección de Cristo. Detalles estos muy interesantes que nos van a servir de criterio fundamental para el proyecto de reforma del Breviario actual que yo propongo.

         20. Consideraciones críticas

         Lo más chocante de la antigua disciplina sobre la obligación de rezar las horas canónicas es el haber convertido aquella maravillosa oración espontanea de los primeros cristianos en un precepto legal sancionando su incumplimiento con el pecado grave, que los moralistas más insensatos no dudaron después en traducir como pecado mortal. Así de claro y brutal: “Aunque al principio se introdujo como devoción facultativa, hoy se trata de un precepto que obliga bajo pecado grave; y comienza a urgir desde aquella hora canónica que corresponde al momento en que se recibió el subdiaconado, se tomó posesión del beneficio o se hizo la profesión religiosa”.

         Pero ¿quién tuvo la genial idea de empecatar legalmente aquella  devoción popular, salida espontáneamente del corazón de los primeros cristianos, hasta el punto de convertirla después en un deber cuasi empresarial, según el cual hay que “fichar” bajo pena de pecado mortal? ¿No habría sido más razonable y conforme a los sentimientos de Cristo haber encauzado pedagógicamente aquel río de oración original hasta nuestros días? ¿Es razonable pensar que Cristo acepte que nos dirijamos a Él en oración canónicamente amenazados con la condenación eterna, simplemente por infligir una normativa similar a los ritos litúrgicos del Antiguo Testamento?

         Sobre el origen del rezo de las Horas Canónicas se nos dice que se remonta al tiempo de los Apóstoles, si bien hasta el siglo IV, en que el Papa S. Dámaso encargó a S. Jerónimo unificarlas, no se rezaron de una forma determinada. Incluso después surgiero muchas variaciones y transformaciones hasta el siglo XVI, en que el Papa S. Pío V prescribió el uso del Breviario Romano para la Iglesia universal, exceptuando las iglesias y Órdenes religiosas que por doscientos años  tuvieran ya Breviario propio. Con esta prescripción piana del Breviario se transmitió también el gusano corrosivo del pecado grave y mortal para los infractores de la prescripción con repercusiones incluso económicas. Desde entonces hasta la reforma del Vaticano II, los canonistas y moralistas compitieron en multiplicar y agrandar la presunta pecaminosidad de las infracciones del precepto canónico de rezar las Horas Canónicas según unas normas, muchas veces ridículas y absurdas, que ellos mismos inventaron e interpretaron buscando la trampa para que en la práctica pudieran ser burladas.

         Largo y penoso sería hablar de todo esto. Pero creo que no vale la pena. Muchos y muchas de los que sufrieron las amargas consecuencias están ya disfrutando de la gloria del Padre. Pero no ciertamente por haber rezado las Horas Canónicas siguiendo fielmente las prescripciones legales al respecto, o por el miedo a pecar si no lo hacían así, sino por el amor que inspiró su oración y la misericordia de Dios, que está por encima del Derecho Canónico y las interpretaciones de canonistas y moralistas ingenuos o insensatos, que inventan leyes como quien fabrica sogas para ahorcase después con ellas. El hecho de que la Iglesia haya apoyado a estos canonistas y moralistas, propensos a poner pecados en la recitación de las Horas Canónicas como ladrillos en una pared, constituye, en mi modesto entender, uno de sus pecados confesados el 12 de marzo 2000 catalogable entre las formas violentas de anunciar y promover el mensaje de Cristo dentro de la propia Iglesia.

         Con la reforma del Vaticano II la situación ha mejorado mucho, pero habrá que tener cuidado para que no vuelvan a aparecer seguidores de aquellos especialistas en casos morales, que se dedicaban a contestar a las consultas de los/las mejores orantes para encontrar la manera de que la recitación de las Horas Canónicas no se convirtiera en piedra de tropiezo y ocasión para pecar contra las prescripciones legales establecidas para su ejecución. Según la nueva disciplina, existe una verdadera obligación de cumplimentar las Horas Canónicas y  no deberían omitirse sin causa grave. ¡Qué cosa más razonable! Pero de esto a imponer su recitación bajo pecado mortal en condiciones a veces ridículas, inventadas y minuciosamente descritas por canonistas y moralistas con mentalidad del Antiguo Testamento hay un abismo.

         21. Cambio de mentalidad y reforma del  Breviario

         De acuerdo con los datos informativos que termino de ofrecer y la nueva mentalidad penitencial inaugurada por Juan Pablo II, me parece oportuno hacer la propuesta reformista siguiente sobre el Breviario.

         1) Devolver al rezo de las Horas Canónicas la espontaneidad original de los primeros tiempos de la Iglesia y sofocar, como si de un rebrote de incendio se tratara, cualquier intento por parte de canonistas o moralistas de relacionar el rezo de las Horas con el pecado, y menos aún con el pecado mortal. No se puede tolerar que haya canonistas y moralistas empeñados en contaminar con el pecado las cristalinas aguas de la oración cristiana de los primeros tiempos de la Iglesia. A mi juicio, se trata de un propósito de enmienda que la Iglesia tiene que hacer para compensar moralmente el daño causado en el pasado a quienes sufrieron con terribles escrúpulos de conciencia las nefastas consecuencias de la antigua disciplina al respecto. En el futuro se ha de evitar por todos los medios que alguien pueda llegar a la conclusión de que tiene más cuenta orar por propia iniciativa a Dios que comprometerse a hacerlo bajo las órdenes y leyes de la Iglesia. 

         2) Ahora bien, si se mantiene el proyecto de que el Breviario sea el libro oficial por el cual los hombres y mujeres comprometidos por el orden sacerdotal y los consejos evangélicos han de recitar las Horas Canónicas como oración de la Iglesia universal, e incluso se recomienda que lo hagan todos los fieles cristianos que puedan hacerlo, pongamos las cosas en claro y seamos realistas. El Breviario posconciliar vigente, tal como está estructurado, no me parece que sea la herramienta canónica más adecuada para llevar a feliz término tan noble empeño.

         3) Me explico. El actual Breviario reúne todas las características de un Breviario MONACAL y medieval, concebido para monjes/monjas que viven en el  monasterio y cuyo programa de vida, en lo sustancial, no es otro que la santificación de todas las horas del día y de la noche mediante la recitación en común del Oficio Divino. O sea, que su principal trabajo, después del primero, que es vivir juntos como buenos hermanos y hermanas en Cristo, consiste en el rezo de las Horas Canónicas en nombre de la Iglesia universal. De ahí la estructura y distribución del Breviario de suerte que las Horas Canónicas sean cumplimentadas por un grupo numeroso de personas, coralmente, todos los días y con canto. Ahora bien, estas condiciones sólo se dan normalmente - y cada vez menos- en las comunidades religiosas de régimen estrictamente monacal.

         Por lo mismo, carece de sentido poner tanto énfasis en la obligatoriedad canónica del rezo del Breviario siendo así que la mayor parte de los concernidos en este menester no están normalmente en condiciones de cumplir con esas preceptuadas cláusulas y circunstancias específicamente monacales. Ni la Iglesia universal ni el mundo en que vivimos es ni tiene por qué convertirse en un monasterio. En consecuencia, no me parece razonable ni justo imponer canónicamente a toda la comunidad cristiana un Breviario estructurado para la vida monástica. La cual, por muy cualificada que sea, sólo representa una parte mínima en el contexto de toda la comunidad eclesial. Por otra parte, hay que ser honestos y reconocer que el rezo del Breviario tal como está estructurado, fuera del contexto coral resulta psicológicamente violento ya que tiene partes que fuera del contexto coral cantado no tienen sentido y su recitación privada, simulando al coro, puede resultar incluso ridícula. Sin olvidar el tormento que esta recitación inadecuada puede acarrear a los escrupulosos con el miedo del pecado que los moralistas y malos formadores les metieron en el cuerpo.

          4) Para facilitar la oración eclesial en lugar de poner dificultades, pienso que lo más razonable y práctico sería crear un verdadero Breviario Universal, que reúna las condiciones mínimas para poder ser utilizado con gusto y sin extrañeza por todos los miembros de la comunidad cristiana: eclesiásticos, laicos, hombres y mujeres, viejos y niños, en comunidad o en solitario, en cualquier momento y parte del mundo. El Breviario actual, fuera de su propio contexto, que, insisto, es el monacal, además de su desmesurada extensión y difícil manejo, está fuera de lugar y sólo de manera forzada y extraña puede ser utilizado por la mayor parte de la comunidad cristiana.

El Vaticano II descargó la conciencia empecatada tradicional sobre el rezo de las Horas Canónicas y desmitificó el latín como idioma propio del Breviario. No fue poco y hay que agradecerlo. Pero creo que se quedó corto ya que en lugar de “abreviarlo” más - de ahí el nombre de Breviario- , lo “engordó” con todos los inconvenientes económicos y de uso que eso lleva consigo. Nos encontramos así con una criatura canónica inmensa y pesada que no hay quien la mueva y que está reclamando volver allí de donde no debía haber salido: a los coros monacales que es su lugar propio. Si la memoria no me falla, en la propuesta de reforma de la recitación de las Horas Canónicas del Vaticano II había un interrogante sobre si dicha recitación era realmente una ayuda espiritual para los sacerdotes o, por el contrario, había terminado convirtiéndose en una carga difícil de sobrellevar.

         5) Los criterios básicos para la creación de este nuevo Breviario Universal están indicados en la propia tradición eclesial de las Horas Canónicas. Tan sencillo como esto. El viejo Breviario Romano prescrito por S. Pío V se lo pone al día y asunto terminado. ¿Cómo y de qué manera?

         Bastaría Desarrollar y actualizar el diseño original de la Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Liturgia, 89, donde se establecía lo siguiente: “Los Laudes, como oración matutina, y las Vísperas, como oración vespertina, doble eje del Oficio diario según la venerable tradición de la Iglesia universal, deben ser considerados y celebrados como las Horas principales”. Si a esto añadimos las puntualizaciones de Juan Pablo II sobre la oración de mañana y tarde como momentos fuertes, el desmarque de las prácticas rituales judías y monásticas cristianas, ya tenemos los datos fundamentales para la estructura del nuevo Breviario Universal que se está echando de menos.

         El nuevo Breviario Universal estaría estructurado, pues, sobre el doble eje de los Laudes, como oración matutina centrada en la Resurrección y Pascua del Señor, y las Vísperas, como oración vespertina centrada en su Pasión y Muerte. Eso sí, habría que lograr un texto breve y sencillo, teológicamente profundo y susceptible de ser utilizado por cualquier cristiano sin tropezar con extrañezas, con gusto y facilidad de manejo. Además, utilizando textos que lo mismo puedan servir para el canto coral que para la recitación personalizada, según las circunstancias. Otra característica deseable para Breviario Universal sería su carácter ecuménico, de suerte que pudiera ser utilizado sin dificultad por los miembros de todas las confesiones cristianas no católicas. En cualquier caso, la disciplina eclesiástica debería dejar plena libertad para que las personas implicadas en el rezo canónico de las Horas lo hagan utilizando indistintamente el Breviario Monacal clásico o el nuevo universal de acuerdo con sus gustos y circunstancias. En la selección drástica de salmos habría que dar preferencia a aquellos que tienen sentido mesiánico prescindiendo de muchos otros que chocan con el espíritu cristiano.

         22. ¿Censura eclesiástica o control de calidad?

         Una institución tan peligrosa como necesaria

         La censura eclesiástica es una institución canónica que mal entendida puede ser causa de injusticias y fuente de sufrimiento. Al fin y al cabo, la Inquisición, con el complemento de la hoguera, no fue otra cosa que el apéndice final de una forma de practicar la censura. Actualmente nadie piensa en hogueras, pero sigue existiendo una forma de “inquisición trampa” contra la cual hemos de estar prevenidos. La censura es un dictamen o juicio ético sobre alguna obra o escrito y como tal existió ya en la Grecia clásica. En Roma existía la nota de censura, que el oficial llamado censor decretaba contra aquellos ciudadanos de ambos sexos que habían observado un comportamiento contra las buenas costumbres. La nota de censura afectaba a los derechos públicos y al aumento de los impuestos, resultando efectiva durante todo el mandato del censor de oficio. El sucesor podía ratificarla o anularla cuando lo creyera conveniente. En el lenguaje corriente censurar a una persona o ente público equivale a descalificar moralmente su conducta, globalmente o en algún aspecto determinado. Por ejemplo, censurar una película equivale a dictar un juicio ético sobre la misma, por lo general negativo, a consecuencia de lo cual se prohíbe su representación pública. Los Gobiernos practican la censura cuando, por ejemplo, clasifican ciertos documentos como secretos de Estado. En este sentido es impresionante la censura militar por razones  inefables.

         La historia de la censura está muy estudiada y la practica tanto el Estado como la Iglesia. De hecho, no existe organismo público estatal o eclesiástico que no practique algún tipo de censura, desde los partidos políticos y los medios de comunicación social hasta la autocensura personal de los representantes sociales. Paradójicamente los profesionales que más practican ciertas formas de censura son las empresas informativas. Toda forma de veto o de control público es una censura. Nos hallamos ante una institución hasta cierto punto necesaria, pero altamente peligrosa para la libertad de expresión. De ahí la urgencia de llamar a las cosas por sus nombres en esta delicada materia. ¿En qué consiste la censura eclesiástica? ¿Qué valoración crítica merece? Esta es la cuestión que nos interesa en este momento.

         Prescripciones del Código de Derecho Canónico

         “Quienes se dedican a las ciencias sagradas gozan de una justa libertad para investigar, así como para manifestar prudentemente su opinión sobre todo aquello en lo que son peritos, guardando la debida sumisión al magisterio de la Iglesia” (c.218). El comentarista Julio Manzanares añade el siguiente comentario: “En un plano de principios defiende la libertad de cátedra, aunque sin silenciar la necesaria sumisión al magisterio de la Iglesia. Se plantea aquí la cuestión de la relación “magisterio-teólogos”; con la peculiaridad de que el magisterio entra no como mera instancia externa, sino como instrumento para el conocimiento de la verdad revelada. La dificultad práctica de conciliar ambos extremos y aún las posibles soluciones de casos concretos no anulan los principios en juego”.  Los cánones que más o menos explícitamente rozan con la censura como control del pensamiento y de la libertad de expresión son del 793 al 833. O sea, los que regulan la educación católica en las escuelas, universidades y otros institutos católicos de estudios superiores, las facultades eclesiásticas, el uso de los medios de comunicación social y especialmente la publicación de libros. Me interesa concretamente la censura referida a la publicación de libros teológicos y su eventual conflicto con la libertad de expresión de los teólogos en el seno de la Iglesia. Se trata fundamentalmente de libros relacionados con la Sagrada Escritura, catecismos, textos litúrgicos, libros de texto en los centros de la Iglesia y actividades pastorales diversas, sobre todo en los medios de comunicación social.(cc.824-832). Pero como mucha gente habla de estas cosas sin conocer el significado concreto de las palabras que utiliza, me parece oportuno hacer algunas aclaraciones conceptuales al respecto antes de pasar a expresar mi opinión personal sobre el asunto de la censura y los conflictos eclesiales a que da lugar cuando se abusa de ella.

         Libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión

         La censura está relacionada con la libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión. En el caso presente dentro de la Iglesia. Por libertad de pensamiento entiendo la capacidad efectiva que cada cual tenemos para pensar, reflexionar, imaginar o soñar despiertos sobre lo que nos apetezca sin admitir injerencias externas de ninguna autoridad estatal o eclesiástica. Aunque el pensar y el reflexionar son funciones distintas específicamente de la imaginación y de la fantasía, para efectos de libertad pública son lo mismo: algo que pertenece a nuestra intimidad y vida interior.

         Libertad de pensamiento significa que cada cual podemos pensar, reflexionar o fantasear sin que ninguna autoridad ajena a nuestra propia conciencia tenga derecho a impedirlo. Esta misma idea la expresamos coloquialmente cuando decimos que a nadie le importa lo que pensamos en nuestro interior. De hecho, el injerirse en los pensamientos de otro o en sus proyectos imaginativos sin consentimiento previo de los interesados constituye un abuso ético intolerable. La respuesta espontánea a estas intromisiones impertinentes suele ser esta: pienso en lo que quiero, o a Ud. qué le importa. Ud. no es nadie para meterse en mis asuntos. La libertad de pensamiento así descrita tiene una limitación importante: la propia conciencia ética. Lo cual significa que nos damos cuenta con mayor o menor lucidez de la honestidad o deshonestidad  de lo que estamos pensando sin ningún tipo de coacción externa. Por lo mismo, el que tiene una conciencia ética frívola se permite a sí mismo pensar en cosas en las que no se permite quien tiene una conciencia timorata. Lo que puede razonablemente ser pensado o imaginado por unos pudiera no serlo para otros.

         En cualquier caso, quede claro que ese ámbito sagrado de nuestra intimidad debe ser respetado por las autoridades públicas lo mismo del Estado que de la Iglesia. Es un asunto que concierne a cada uno de nosotros y del que sólo nuestra conciencia y a Dios tendremos que dar cuenta.  A veces la libertad de pensamiento y de conciencia son expresiones sinónimas. Pero conviene no confundirlas. Hay quienes interpretan la libertad de conciencia como si uno pudiera, al margen de la razón propia y del respeto a los demás, pensar lo que quiera sobre el bien y el mal moral. Cuando todo eso queda en la intimidad sin manifestarse cabe hablar de libertad de pensamiento en sentido amplio. Pero ello no significa que tal posición esté internamente justificada. Frente a lo que la razón dicta como bueno o malo nadie es libre éticamente hablando, ni siquiera en el ámbito de su intimidad, para optar por lo contrario. La libertad de especificación es psicológicamente imposible en personas normales. Otra cosa es la libertad de ejercicio, que consiste precisamente en la posibilidad de optar por un bien particular de mayor o menor calidad porque ninguno tiene capacidad absoluta de arrastre de la voluntad. La libertad de expresión consiste en la posibilidad de manifestar públicamente lo que libremente pensamos sobre todo hablando, escribiendo, realizando obras de arte etc. Obviamente, la libertad de expresión, además del condicionamiento previo de la propia conciencia, tiene otras muchas limitaciones derivadas del respeto debido a los derechos fundamentales de las personas en nombre de los cuales la autoridad pública del Estado y de la Iglesia puede y debe intervenir. ¿Cuándo, cómo, de qué manera?. He aquí la censura. Tratándose de la censura eclesiástica, que es la que ahora me interesa, me parece oportuno hacer las siguientes matizaciones críticas.

         Observaciones críticas

         Según el canonista Manzanares, antes citado, el c.218 defiende la libertad de cátedra. Pero ¿a qué llama libertad de cátedra? No nos lo dice. Ahora bien, si por libertad de cátedra se entiende que un profesor o catedrático de una Facultad de Teología de la Iglesia puede enseñar lo que bien le parezca sobre cualquier tema teológico, es obvio que tal libertad de cátedra no es reconocida por la disciplina eclesiástica.  La libertad de cátedra, así entendida, es incompatible con la profesión de fe exigida a los profesores de teología y la sumisión que se les exige al Magisterio. De hecho, los conflictos de los teólogos con el Magisterio de la Iglesia surgen precisamente porque no hay ni puede haber libertad de cátedra en el sentido estricto de la expresión. Esos márgenes de libertad de investigación que el Magisterio otorga a los teólogos son tan limitados e irrelevantes que sería ridículo equipararlos a la libertad de cátedra. Por lo tanto, ¿no sería más correcto decir claramente que la Iglesia no reconoce la libertad de cátedra en el ámbito de la teología y exponer las razones de esta negativa, en lugar de buscar tres pies al gato con angelicales comentarios canónicos?

         Por otra parte, esa cacareada libertad no existe tampoco en las instituciones del Estado. Las autoridades estatales practican muchas más censuras que la Iglesia y con menos razones. Por más que se proclame en los ordenamientos jurídicos la abolición de la censura previa en favor de la libertad de expresión sin límites, en la práctica no hay medio de comunicación social, editoriales y empresas periodísticas incluidas, que no pase por rigurosos controles o censuras antes de hacer llegar sus mensajes  al público. ¿Por qué la Iglesia va a ser menos en los asuntos que son de su competencia? La Iglesia está obligada a establecer el correspondiente control de calidad de sus “productos” doctrinales y culturales. Y si para garantizar esa calidad es preciso negar la libertad de cátedra a alguien, está en su perfecto derecho el hacerlo, como cualquier empresa está obligada a controlar la calidad de sus ofertas para servir a sus clientes los productos en las mejores condiciones posibles. De lo dicho se infiere que la Iglesia debe controlar la calidad de las publicaciones relacionadas con la Sagrada Escritura, los libros litúrgicos,  textos de teología y todo el material relacionado con la catequesis y la pastoral en su sentido más amplio. De esto no caben dudas razonables. Es más. El pueblo cristiano tiene derecho a exigir a las autoridades de la Iglesia que controlen la calidad del pensamiento cristiano. Ahora bien, una cosa es ese control canónico de calidad, que tiene que existir, y otra muy distinta la censura previa como mordaza a la libertad interior de pensamiento y a la responsable libertad de expresión de los teólogos y pensadores cristianos en la Iglesia. Dado que existe una sensación de malestar creciente sobre esta materia, me ha parecido oportuno hacer las siguientes consideraciones prácticas de sentido común.

         Sobre la libertad de pensamiento la Iglesia no tiene que preocuparse. Es responsabilidad de cada uno y el tratar de controlarlo es meterse en camisas de once varas. Cada cual piensa lo que quiere o le permite su conciencia y nadie tiene derecho a entrar en las habitaciones de nuestros pensamientos sin permiso previo. Este principio es válido para el Estado y para la Iglesia. De hecho, siempre se ha dicho que “de internis non iudicat Eccesia”. Que en términos coloquiales es como decir que la Iglesia no debe meterse donde no la importa, como es la intimidad de nuestros pensamientos sin previa autorización.

         Sobre la libertad de conciencia, la Iglesia puede y debe ejercer un influjo benéfico incalculable. Se trata de ayudar a encontrar el sentido del bien y del mal. Pero sin sofocar el proceso de la conciencia individual, que suele ser lento, trabajoso y lleno de dificultades para discernir correctamente entre lo que hemos de hacer porque es bueno y evitar porque es malo. En este terreno la Iglesia debe ser paciente como una buena madre y en lugar de forzar las situaciones, respetar la conciencia y buena fe de las personas por más que no se pueda estar de acuerdo con determinadas actitudes o formas de enjuiciar las cosas.

Lo ideal sería crear un ambiente de sinceridad en la Iglesia que permitiera a todo el mundo expresar sin miedo sus ideas y formas de ver la vida. Muchas veces la gente necesita desahogarse y contar sus fantasías y hasta barbaridades y está demostrado por la experiencia que el solo hecho de escucharlas sin dales importancia produce un efecto benéfico catártico y curativo eficacísimo.  Por el contrario, cuando se teme una reprobación inmediata o un castigo humillante, la gente se reprime y se desahoga después ampliando sus errores y antipatías personales hacia las autoridades de la Iglesia. Las leyes de compensación psicológica se ponen en marcha de forma automática. Los que ejercen en la Iglesia el control de calidad del pensamiento cristiano han de hacerlo de forma que se respete, al igual que la libertad de pensamiento, la libertad de conciencia de aquellas personas cuyas ideas o formas de entender la vida cristiana no sean aceptables.

Por supuesto que se dan situaciones en las que la autoridad eclesiástica competente (Obispo de Roma, Conferencias Episcopales y Obispos locales) tienen que tomar decisiones puntuales retirando su confianza pastoral a determinadas personas o instituciones académicas, editoriales o catequéticas. La legislación canónica contempla estas situaciones y establece la forma de resolverlas con la ley en la mano. Pero justamente en la aplicación de esas leyes suelen producirse situaciones en las que la defensa de la ortodoxia doctrinal prevalece sobre el respeto y la caridad con todas las personas implicadas en el conflicto. Al decir todas las personas implicadas, me estoy refiriendo tanto a las autoridades eclesiásticas responsables de ese servicio como a los encausados. Igualmente, cuando algunas instancias eclesiásticas realizan su trabajo censorial causan la impresión de que su deber es defender la ortodoxia de las doctrinas aunque revienten las personas que no se ajustan a ellas. En tiempos de maldita memoria, para que resplandeciera la doctrina, no se dudó en quemar personas. Afortunadamente algo se ha progresado, pero todavía queda parte del rabo de la Inquisición por desollar.

 La legítima autoridad eclesiástica, en efecto, tiene el derecho y el deber de desautorizar públicamente las ideas de cualquier pensador cristiano y de retirar su confianza docente o pastoral a quien lo considere necesario. Poner en cuestión este derecho es una pueril sinrazón. Pero no tiene derecho - como tampoco lo tiene ninguna autoridad estatal- a exigir a nadie bajo coacción moral y amenazas implícitas la retractación de sus ideas. Esa coacción moral es una forma de tortura psicológica indigna de la persona humana. A una persona se la puede pedir con firmeza, pero siempre con respeto, que retire unas palabras ofensivas o explique mejor sus ideas. Incluso se la puede exigir justas compensaciones por los daños realmente causados con sus formas de pensar. Estas formas de conducta pertenecen a la vida normal y civilizada. Pero ¿forzarla con amenazas a que confiese que está equivocada y reconozca que las ideas del acusador son las verdaderas y no las suyas? Ni por pienso. Esto, lo haga quien lo haga, y cualesquiera que sean las excusas para hacerlo, es simplemente inhumano. La búsqueda de la verdad y el anuncio amoroso del Evangelio es incompatible con las clásicas técnicas de “lavado cerebral” y las modernas de “clonación mental”. Tanto los que están llamados a ejercer en la Iglesia el indispensable control de calidad del pensamiento cristiano como los teólogos y teólogas que investigan y ejercen el ministerio público de la docencia, deberían no olvidar que, aunque llegaran a alcanzar el zénit de la ortodoxia doctrinal, si ha sido al precio de faltarse mutuamente al respeto personal y con menoscabo de la caridad, por sus formas de investigar o de valorar los frutos de la investigación teológica, como diría S. Pablo, de nada les va a servir. A la hora de la verdad se exponen a recibir la respuesta del Señor: no os conozco. Por consiguiente, si, para evitar esta posible frustración escatológica, hay que revisar, perfeccionar o suprimir leyes y reglamentos disciplinales en vigor, hágase cuanto antes adaptándolos mejor a la ley suprema de la caridad sin la cual para nada sirven las doctrinas.  En este sentido hay que decir también que tampoco son aceptables las críticas contra la autoridad eclesiástica que a veces aparecen en los medios de comunicación social confundiendo con morbo y deliberadamente las churras con las merinas.

23. ¿Madre de Jesucristo o diosa de la guerra?

Hablando del comportamiento de los cristianos y de la vida de la Iglesia resulta ineludible hacer una mención especial a la Virgen María como paño de lágrimas e instancia de apelación en las calamidades. Uno de los reproches recientes más severos que se han hecho contra la Iglesia en relación con la Virgen María proviene del fanático anticristiano Karlheinz Deschner. En la Iglesia, se ha dicho, todo está calculado a efectos de una política de poder. Los peregrinos y peregrinas invocaban a la ‘Virgen pura’ y a ‘nuestra amada Señora’. Las autoridades eclesiales, en cambio, han sabido utilizar a la Madonna para causas nada pacíficas. Al igual que la Istar babilónica -diosa del amor y de la guerra- o la virginal diosa de la guerra, Atenea, la Virgen María terminó convirtiéndose en “nuestra amada señora del campo de batalla”, en la “vencedora de todos los combates librados por Dios”. O sea, en la gran diosa cristiana de la venganza. Asesinar en nombre de María, se dice, es una vieja costumbre católico-romana. Bajo la advocación de María los hombres de Iglesia podían en otros tiempos salir en campaña en cualquier guerra religiosa. La Virgen era la perpetua compañera de los combatientes en las cruzadas, en la caza de herejes, en las guerras anti-turcas y en la lucha moderna contra los bolcheviques. Las tropas bizantinas llevaban la imagen de la Virgen en las campañas de guerra y algunos de los más sanguinarios escuadrones católicos eran fervientes adoradores de María. El emperador Justiniano I atribuyó sus triunfos sangrientos  en tierras germanas a María, y Justiniano II la escogió como patrona en su campaña contra los persas. El monstruo Clodoveo adjudicaba al favor de la Madonna sus brutales triunfos sobre los herejes. Carlomagno, harto de mujeres y concubinas, diezmó pueblos enteros militarmente. Eso sí, llevando una imagen de María en el pecho. El culto a María estuvo relacionado siempre con la conquista bélica del poder. Los que se armaban caballeros recibían también su espada en honor de María. Que “María nos asista” se convirtió en grito de batalla y los cruzados la invocaban antes de proceder a las degollinas. Los matones y violadores caballeros de la Orden Germánica obraban al servicio de María su celestial señora. La masacre de herejes albigenses se interpretó como una campaña triunfal de “nuestra amada Señora de las Victorias”. La lucha medieval contra el islam se consideró asunto de la Madre de Dios. Por ello se dice que su ayuda fue decisiva en la batalla de Belgrado para que unos 80.000 turcos mordieran el polvo. Interpretación debida a una empresa militar mariana dirigida por un predicador. En el triunfo naval de Lepanto “no fueron el poder de las armas, ni tampoco los comandantes, sino María del santo rosario la que nos facilitó la victoria”. Igualmente se ha dicho que la batalla de Montaña Blanca el año 1620 -guerra de los 30 años- fue una victoria mariana. El general Tilly habría logrado “sus 32 victorias bajo el signo de nuestra amada Señora de Altötting”. El estandarte insignia de la Liga Católica mostraba la imagen de “María de la Victoria”. Sin ir tan lejos, los aviadores de Mussolini tenían a María como patrona y la guerra civil española, en opinión del general Franco, habría culminado con una victoria final mariana. Pío XII habría sido el fanático mariano y promotor de la causa hitleriana que el 31 de octubre de 1942 tuvo la ocurrencia de consagrar la humanidad entera al inmaculado corazón de María. Paradójicamente, el mismo día en que las tropas inglesas rompían las líneas alemanas en el Alamein. ¿Para qué continuar delatando la presunta utilización política y militar  de la Virgen María por parte de las autoridades de la Iglesia? Incluso la veneración mariana de Juan Pablo II sería la expresión más fiel de su teología política anclada en el poder.

Cualquier lector avisado se dará pronto cuenta de que esta crítica procede de un espíritu turbado y unidimensional sin margen psicológico para la comprensión humana. Cuando nos encontramos en situaciones extremas en las que está en peligro nuestra vida, todos nos agarramos a un clavo ardiendo para salir vivos de ellas. Así, los pobres soldados, que van a la guerra como borregos al matadero, se acuerdan de sus madres, de sus novias, de Dios y del diablo para fortalecer su ánimo con la esperanza de sobrevivir. En este contexto psicológico, el recurso a la Virgen María resulta más que comprensible. Lo cual no quiere decir que hayamos de comulgar con ruedas de molino dando por bueno el recurso emocional a la Virgen María para legitimar barbaridades, como se ha hecho en el pasado.

Como vacuna contra esos abusos y faltas de respeto a la Virgen María, me limito a hacer una sugerencia inspirada en mi propia experiencia personal que se remonta a la infancia asociada a una talla secularmente admirada y querida en la localidad abulense de Hoyocasero bajo la advocación de Virgen de las Angustias. Desde muy niño me impresionó profundamente la actitud de aquella madre sufriente y tierna en extremo contemplando amorosamente en su regazo a Cristo muerto bajado de la cruz. Esta imagen de infancia me ha acompañado siempre reportándome tranquilidad y profundo consuelo en los momentos más críticos de la vida. Me contó mi padre que durante la guerra civil española un militante comunista dio esta orden a sus subordinados: "Si vais a Hoyocasero, encontraréis en la Iglesia una imagen de la Virgen de las Angustias muy hermosa, que es la Patrona del pueblo. Cuidaos mucho de destruirla o dañarla  porque, como yo me entere, no respondo de lo que voy a hacer con vosotros". ¡Nadie se atrevió a tocar aquella imagen!

No corrió la misma suerte una talla de la Virgen del Carmen que había en la capilla de Venta del Obispo. Cuentan testigos presenciales que unos forajidos comunistas la hicieron añicos salvajemente, y mi abuelo, desoyendo a los que le recomendaban que no interviniera, tan pronto desaparecieron los autores del impío delito se apresuró a recoger los trozos para restaurarla con el riesgo de ser acribillado él mismo a tiros. En una ocasión un popular locutor de radio nos invitó a un líder protestante y a mí para que nos peleáramos en un debate radiofónico de gran audiencia. Pero grande fue su sorpresa cuando empezamos a hablar de la Madre de Jesucristo como quienes hablan de su propia madre con lo cual el debate derivó hacia una conversación entrañable y fraterna.

A medida que mi fe cristiana se hace teológicamente más madura entiendo mejor por qué los artistas han derrochado tanto ingenio para dibujar, cantar y tallar la personalidad de la Virgen María como inspiradora inagotable de virtudes humanas y beldades estéticas. Pero igualmente he de confesar que cada vez entiendo menos por qué su título de Madre de Jesucristo muchas veces es desplazado por refinados y discutibles conceptos mariológicos, así como por advocaciones y sublimes leyendas que contribuyen más a deformar la grandeza de su personalidad que a conocer y amar a su persona. A partir del hecho histórico y teológicamente angular de que la joven María es la Madre de Jesucristo resulta sorprendentemente fácil entablar diálogo sobre ella con cualquier persona normal, aunque no sea cristiana o creyente. Incluso con los que no han tenido la suerte de tener una madre como la mía cuyo comportamiento conmigo yo lo asociaba inconscientemente a la Virgen María deducía mis conclusiones prácticas. El razonamiento implícito de esta feliz experiencia infantil podía ser formulado así. Si para un hijo como yo existe una madre como la mía, ¿cómo habrá sido la que fue madre del mismísimo Jesucristo en persona? Y así, contemplando después aquella talla de la Virgen de las Angustias, tenía la impresión de asistir a un espectáculo impresionante de ternura maternal sobrehumana. Estos hechos pueden parecer pintorescos o anecdóticos, pero entiendo que tienen un calado teológico que va más allá de los sentimientos infantiles y del folklore popular. Por ello, cada vez estoy más convencido de que hay que recuperar teológica y pedagógicamente la primacía histórica del título de Madre de Jesucristo en el trato ecuménico y pastoral de la Virgen María e insistir menos en otros títulos de importancia secundaria o simplemente legendarios. En cualquier caso, esta mujer singular, por el solo hecho de ser la Madre de Jesucristo, pertenece al genoma teológico de la fe cristiana y a la flor y nata de la feminidad universal, lo cual resulta entrañablemente reconfortante y consolador en la lucha diaria por la vida inundada por tantos y caudalosos torrentes de lágrimas. Pero hay que tener las cosas claras. Sí, virgen y madre, pero por encima de todo, madre de Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios. Todo lo demás, virginidad incluida, es teológicamente decorativo y no esencial. No es teológicamente correcto suplantar la maternidad cristológica de María con la virginidad. Es sólo un ejemplo. Sería largo revisar todo el espectro de las verdades cristianas poniendo los puntos sobre las íes de muchas creencias eclesiales que con frecuencia disminuyen o exageran los verdaderos contenidos teológicos de la fe.

24. Autoritarismo, dogmatismo y pedagogía pastoral

         El diccionario de la Real Academia define el autoritarismo como el "sistema fundado en la sumisión incondicional a la autoridad". Y denomina autoritario a quien es "partidario extremado del principio de autoridad". Por otra parte, llama dogmatismo a la  "presunción de los que quieren que su doctrina o sus aseveraciones sean tenidas por verdades inconcusas". Dicho lo cual, añado que yo entiendo aquí  el autoritarismo como uso abusivo de la legítima autoridad y el dogmatismo como uso abusivo de las certezas. Dos abusos a los que todos somos proclives por naturaleza y en los que incurren particularmente las autoridades religiosas y militares. Las primeras invocando a Dios y las segundas haciendo uso de las armas. En cuanto a la actitud dogmática cabe señalar a los que abusan de las certezas matemáticas en el ámbito de las ciencias exactas y de la jurisprudencia. Existe un dogmatismo legal temeroso. Es el imperio de las leyes como expresión de la voluntad en contra muchas veces de los dictados de la recta razón y de los sentimientos naturales de honestidad. De modo análogo puede hablarse de la obsesión por hallar precisiones matemáticas para todo. La acusación de autoritarismo y de dogmatismo a la Iglesia no cuestiona su legítima autoridad ni la necesidad de que se sienta segura de ciertas verdades que entran en el campo de su competencia. La acusación se refiere a la propensión al uso innecesario e imprudente de su autoridad y a la coacción moral para que sean aceptadas sus certezas. La Iglesia tiene una autoridad que nadie puede cuestionar y posee unas certezas de las que no debe claudicar. Pero ello no la inmuniza contra eventuales abusos en la manera de ejercer esa autoridad y presentar esas certezas ante sus fieles y más aún ante la entera sociedad. Es una cuestión de prudencia pastoral y respeto a los procesos psicológicos de búsqueda, aprendizaje y asimilación personal de las grandes verdades de la vida y la muerte, que no pueden imponerse a nadie por decreto ley o coacción moral sino respetando los entresijos de la condición humana. Así pues, cuando rechazamos el autoritarismo y el dogmatismo eclesial no estamos poniendo en duda la autoridad de la Iglesia y de sus certezas fundamentales, sino tratando de evitar el posible uso abusivo y antievangélico en el que la propia Iglesia lamenta haber incurrido en el pasado en el gobierno de sí misma y la administración pastoral de las grandes verdades que atañen a la salvación humana. Se trata de una crítica amorosa inspirada en la fidelidad como quien reprocha a su madre defectos obvios en el gobierno familiar sin que ello suponga renegar de ella como hijo malnacido.

         Pero existe un problema de fondo relacionado con el método teológico y que condiciona mucho la praxis pastoral de la Iglesia. Se trata de lo siguiente. La investigación teológica, en sentido estricto, parte del principio de autoridad divina y no de las evidencias científicas verificables con precisión matemática. De ahí que no resulte fácil su comprensión sobre todo para los profesionales de la ciencia moderna y de la filosofía. Por otra podemos encontrarnos con autoridades eclesiásticas, teólogos, canonistas y pastoralistas que, o incurren en el autoritarismo y dogmatismo ciego o se marchan por los cerros de Úbeda sembrando la confusión, la rebelión y el desacato. La publicación de la Declaración Dominus Iesus, por ejemplo,  sirvió una vez más de detonante de estas posturas nada razonables y la prensa las reflejó con sorprendente fidelidad. Lo admirable del caso es que las partes en conflicto tienen su buena parte de razón. Lo que ocurre es que renuncian por principio y pasionalmente a la razonabilidad con lo cual cada parte termina incurriendo en el mismo defecto del que acusa a la otra. Los responsables de la Declaración vaticana exigen a los católicos (y no católicos) que se planten ante ellos y acaten las verdades vertidas en el documento sin rechistar como un enmudecido pelotón de soldados para recibir las órdenes de un general. Como respuesta, ciertos teólogos declararon públicamente el estado de insumisión general y exigieron que las autoridades vaticanas se rindieran ante ellos incondicionalmente bajo amenaza de "golpe de teología" en la Iglesia. Los medios de comunicación ventearon estas situaciones y cada parte endureció más su posición complaciéndose en delatar la paja en el ojo ajeno para que pase desapercibida lo más posible la viga que alberga en el suyo propio. El método teológico que prevalece en los documentos eclesiales es esencialmente vertical de arriba abajo, mientras que los métodos científicos y filosóficos son horizontales y proceden abajo arriba. En el primero prima la autoridad y en los segundos la razón científica y la inducción. De ahí que las autoridades de la Iglesia, los teólogos y pedagogos cristianos corren el peligro de incidir en el autoritarismo y dogmatismo doctrinal si no manejan correctamente el método teológico.

25. Consejos pastorales de S. Pedro

         Los centinelas oficiales de la ortodoxia doctrinal deberían olvidar menos los consejos pastorales de la carta de S. Pedro: "A los presbíteros que hay entre vosotros los exhorto yo, co-presbítero, testigo de los sufrimientos de Cristo y participante de la gloria que ha de revelarse: Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado, gobernando no por fuerza, sino espontáneamente, según Dios; no por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo; no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo al rebaño. Así, al aparecer el Pastor soberano, recibiréis la corona inmarcesible de la gloria" (1P 5,1-4). Este texto nos permite hacer las matizaciones siguientes. Las autoridades de la Iglesia deben gobernar protegiéndola y guiando espiritualmente a sus hijos. ¿Cómo?

         1) No por la fuerza sino voluntariamente, evitando la violencia doctrinal y el acoso pastoral que sólo sirven para sofocar el asentimiento libre y amoroso a las verdades reveladas.  Cuando Pedro escribió esta carta los dirigentes de las iglesias eran blanco especial de los perseguidores. Por eso muchos no querían ser ancianos, obispos o presbíteros, que es lo mismo. Así las cosas nadie debía ser obligado a ser obispo presbítero. Este oficio de tanta responsabilidad no debía ser impuesto sino deseado y libremente aceptado.  Pero con una condición ineludible, a saber, que el candidato estuviera dispuesto a someterse en todo momento a los designios de Dios hasta la muerte si ello fuere necesario.  La carta paulina a Tito no deja lugar dudas sobre este tema.  Quien desea ser obispo, buena cosa desea, pero ha de asumir responsablemente todas las responsabilidades que el oficio lleva consigo, según Dios, y no  según criterios meramente humanos.

         2) No por ganancia o sórdido lucro. Por la primera carta de S. Pablo a Tito sabemos que algunos ancianos u obispos recibían salario por dedicarse a este servicio pastoral a tiempo completo. Pero el motivo de su obra nunca debía ser comercial, sino de entusiasmo y deseo ardiente de gobernar bien la Iglesia local que les había sido encomendada.  El gobierno pastoral de la Iglesia no tiene por qué ser rentable desde el punto de vista económico, ni la colación de oficios pastorales debe hacerse por motivos prioritariamente financieros. El ministerio pastoral no es un servicio empresarial sino de caridad. Como es sabido, S. Pablo fue muy realista en este tema y consideró que eso no excluye la percepción de un salario justo por el trabajo de la predicación. La Iglesia debe aspirar al mayor grado de libertad para predicar el Evangelio y la economía debe estar supeditada a esa finalidad prioritaria. Por lo mismo, el predicador del Evangelio y los funcionarios de la Iglesia tienen derecho a vivir de su trabajo como cualquier hijo de vecino. Pero, insisto, no con criterio empresarial. Para evitar cualquier tentación de subordinar el trabajo apostólico a las ventajas económicas que pudiera reportar, donde pudo trabajó por su cuenta para que nadie pudiera acusarle de corrupción o de vivir a costa ajena con perjuicio de su libertad para predicar el Evangelio. En este contexto hay que situar las colectas recaudadas por Pablo para ayudar a la Iglesia de Jerusalén.

         3) No como dominadores, sino dando ejemplo. La mejor predicación es la que va precedida de gestos indiscutibles en lugar de sermonear y aburrir con discursos persuasivos o imposiciones canónicas. Esa fue la pedagogía pastoral de Cristo reflejada en el texto de S. Pedro que estamos comentando. La experiencia de la vida enseña que el mejor antídoto contra la pastoral autoritaria y dogmática es el respeto a las personas mediante la cortesía, los buenos modales y la caridad. Y como los ancianos no deben servir a los demás por motivos financieros, ahora dice Pedro que tampoco deben enseñorearse de la Iglesia como déspotas arrogantes u opresores orgullosos. Los ancianos sí tienen autoridad en la Iglesia (1Tes. 5:12; 1Tim. 5:17; Heb 13:17). En estos pasajes paulinos se aprecia que los ancianos u obispos ejercen su autoridad pero no dominan como señorones prepotentes sino dando buenos ejemplos de vida cristiana.  No como teniendo señorío y dominando a sus  fieles (Mt 20:25; Mc 10:42 y Hech.19:16). Esto es una alusión a la clase de dominio autocrático que es usual entre los gobernantes del mundo y que los gobernantes de la Iglesia han de evitar.

 

26.  La misión de teólogos, catequistas  y pastoralistas

Lo que termino de decir puede aplicarse análogamente a los teólogos y pastoralistas. Pienso que no sólo las autoridades eclesiales jerárquicas deben pedir perdón por los eventuales pecados cometidos en el ejercicio de su legítima autoridad doctrinal y pastoral. También los teólogos de la "cáscara amarga" o del "colmillo retorcido", que se atribuyen la exclusiva de tener siempre dispuesto un diente crítico despiadado contra cualquier decisión doctrinal, administrativa o pastoral proveniente de las legítimas autoridades de la Iglesia, deberían aprender el arte de reconocer por propia iniciativa las tonterías y frivolidades que  a veces en los libros de teología especulativa y pastoral. No hay error eclesial del pasado o del presente que no esté avalado por teólogos y pastoralistas dispuestos a sistematizarlos y perpetuarlos. Lo mismo entre católicos, ortodoxos que protestantes. Se cuenta que el patriarca Atenágoras hizo esta confidencia personal: “¡Si los teólogos nos dejaran al Papa y a mí solos! Es una forma de hablar coloquial que refleja hasta qué punto los profesionales de la reflexión teológica pueden ser corresponsables de los pecados de la Iglesia. En este caso, de la desunión. De donde se deduce que también ellos deberían asumir penitencialmente sus responsabilidades.

         Hay teólogos tan “ortodoxos” que se limitan a repetir como loros lo que dice la jerarquía eclesiástica con comentarios piadosos y laudatorios. Parece como si las autoridades eclesiales fueran siempre para ellos altavoces de alta fidelidad del Espíritu Santo a los que sólo hay que escuchar y responder amén. A veces se trata de personas buenas que no quieren complicarse la vida metiéndose en camisas de once varas y les resulta más práctico delegar toda la responsabilidad en las autoridades eclesiales sin crearse problemas. Pero otras veces detrás de esa sumisión incondicional se esconde la ambición de hacer carrera ganándose la simpatía de los que están arriba para ascender en el escalafón de las dignidades eclesiásticas.

         Otros, por el contrario, están esperando a que alguna autoridad eclesial, personal o colegiada, se pronuncie sobre cualquier asunto para desautorizarla. Estos críticos suelen ser explotados por los medios de comunicación social que los utilizan y glorifican ante la opinión pública. Lo curioso y paradójico es que en su forma de criticar terminan cometiendo los mismos o mayores defectos que denuncian. Y lo que es peor. Pretenden hacer un “magisterio”, el suyo, paralelo en desafío al Magisterio jerárquico. Lo cual me parece una memez. Incluso se asocian como si fueran niños contrariados, que se juntan para desfogarse tirando piedras a los perros y rompiendo cristales. Ambos extremos son indeseables ya que no contribuyen con la reflexión teológica a la verdadera edificación de la Iglesia y por ello deberían hacer también su correspondiente examen de conciencia y pedir disculpas por propia iniciativa cuando fuere menester.    

         Existe un problema de fondo, que es la naturaleza misma del método teológico, basado en el principio de autoridad divina administrado por la Iglesia. Tengo la impresión de que, con la mejor intención y buena fe del mundo, unos y otros confunden frecuentemente la metodología propia de la investigación teológica con la metodología pastoral o forma práctica de hacer llegar el mensaje evangélico a la gente. Esta confusión metodológica lleva a la adopción de formas pedagógicamente inadecuadas en la predicación del Evangelio y divulgación del pensamiento de la Iglesia. Unos y otros se enfrentan por presuntos problemas doctrinales de principio cuando, en realidad, de lo que se trata es de simples errores de pedagogía humana y de tacto pastoral. Hay teólogos que son más papistas que el Papa y otros más cristianos que Cristo.

         27.  La Iglesia es santa,  pero no tanto

         Después de haber asistido a los inéditos gestos papales pidiendo perdón por los pecados de la Iglesia y leído con atención los textos magisteriales editados con motivo de la celebración jubilar del segundo milenio de la era cristiana, cabe decir que tanto los no dispuestos a reconocer humildemente las faltas de la Iglesia como los que disfrutan con el revanchismo pueril y empecinado, a causa de las mismas, han quedado razonablemente fuera de combate. Cualquier actitud reaccionaria ante la actitud penitencial de la Iglesia está llamada al ridículo y al fracaso.

         ¿Que la Iglesia es santa? ¡Pues no faltaba más! Pero esa santidad constitutiva se refiere en concreto al Espíritu Santo, a la gracia, los sacramentos  y demás elementos salvíficos. No a la vida de los cristianos y de sus jefes cuando es pecadora. Tanto los ortodoxos como los católicos, que se escudan en el riesgo de poner en cuestión  la santidad estructural de la Iglesia para eludir el deber moral de pedir perdón por sus pecados, están muy equivocados. Los elementos salvíficos de la Iglesia están siempre a buen recaudo y no hay que temer por ellos. Como la luz solar penetra en las suciedades purificándolas sin peligro de contaminarse o corromperse con ellas, así el Espíritu Santo y la gracia cristiana transforman la vida humana sin contaminarse con sus miserias morales. Hablando de la Iglesia cabe hablar de su cuerpo místico y de su cuerpo humano y social. En el primero todo es santo y bueno. Pero en el segundo caben todas las miseria humana por lo que no en vano se dice que en la Iglesia o viña del Señor hay de todo, justos y pecadores. Ni los timoratos ni los revanchistas pueden legítimamente tomar el gesto penitencial de Juan Pablo II para escandalizarse por las debilidades humanas de la Iglesia o para vengarse de ellas. Nos hallamos ante una invitación amorosa y desinteresada a deponer esas actitudes extremas de falta de comprensión y enquistamiento empecatado.

         28. La Iglesia es infalible, pero se equivoca

         ¿Acaso la Iglesia no es infalible? ¿Cómo entonces el Papa pide perdón de sus errores y equivocaciones? La Iglesia es infalible, ciertamente, pero no siempre. Al menos  en aquello de lo que reconoce que ha pecado con su disciplina o con sus formas impropias de predicar el Evangelio. El pecado supone, además, equivocarse culpablemente y de ahí la necesidad de pedir perdón y hacer propósito de enmienda. Afortunadamente, la Iglesia es infalible,  pero en muy pocas cosas. Lo cual, lejos de ser motivo de tristeza, lo es de consuelo. La Iglesia misma nos tranquiliza para que no perdamos inútilmente el tiempo haciendo apología de doctrinas y formas de conducta que ella misma considera indefendibles y de las cuales se arrepiente.

En lo doctrinal la Iglesia ha mantenido, por ejemplo, la presunta legitimidad moral de la pena de muerte como castigo impuesto por la legítima autoridad pública contra herejes contumaces. Por otra parte, la historia de la Iglesia nos habla de papas, obispos, sacerdotes y cristianos como personas impresentables desde el punto de vista ético y moral. Es obvio que en todo esto en lo que la Iglesia falla no es infalible.  Lo cual no impide, digámoslo también, el que lo sea en las cosas que acierta sin riesgo de equivocarse. La Iglesia no se equivoca, por ejemplo, cuando proclama a Cristo como mediador definitivo entre Dios y los hombres con rango de divinidad. O cuando denuncia el aborto voluntario, la eutanasia o la producción y uso científico de embriones humanos en el laboratorio. No se equivoca cuando denuncia la violación de los derechos fundamentales de los hombres y de las mujeres. La Iglesia –es otro ejemplo- es infalible cuando sostiene que Cristo es el Hijo de Dios y de ahí su autoridad moral vinculante. Pero no tiene por qué serlo cuando propugna una explicación teológica concreta del misterio de la Trinidad anatematizando a los que no admiten el filioque o a los que lo admiten. Los ejemplos prácticos podían multiplicarse hasta límites sorprendentes. El tema tiene mucha tela que cortar y  me limito a sugerir con estos ejemplos la conveniencia de recapacitar más sobre los errores que la Iglesia ha cometido en el pasado confundiendo los contenidos objetivos de la fe con las opiniones teológicas utilizadas como arma de poder y hasta de fanatismo religioso. En cualquier caso, es altamente consolador que la Iglesia reconozca esas debilidades, las lamente y nos invite a no reincidir en ellas. En esto también es infalible la Iglesia y no se equivoca.

         29. La Iglesia debe comportarse como madre y no como madrasta

         Tanto ortodoxos como católicos, cuando se toca el tema de los errores de la Iglesia institucional se atrincheran cerrando filas en torno a la santidad de la Iglesia mística para esquivar el bulto lo más posible. Algunos van más lejos utilizando expresiones piadosas como la “santa madre Iglesia” o equivalentes. ¿Por qué no poner las cosas en claro en lugar de falsearlas confundiendo churras con merinas? El hecho de que la Iglesia asuma los pecados de los suyos como Cristo los de la entera humanidad constituye un gran consuelo para los que se creían obligados a defender íntegramente todo lo que la Iglesia ha hecho y dicho en el pasado. También se sentirán muy aliviados quienes a causa de sus debilidades humanas se creían fuera de la Iglesia. Por último, todas las personas de buena voluntad que reconocen la función humana y salvífica de la Iglesia, pero  se han sentido muchas veces decepcionadas por esas formas de pensar y de obrar de las que ella misma se arrepiente y pide perdón. En todo esto la Iglesia se comporta como una madre. Así como Cristo anteponía los gestos a las doctrinas, así también Juan Pablo II realizó un gesto penitencial sorprendente para que saquemos las consecuencias prácticas pertinentes. La política de Cristo fue que sus contemporáneos vieran primero sus obras y de ellas sus seguidores dedujeran las conclusiones pertinentes para la vida.

         Por ejemplo, Jesucristo no se propuso demostrar teórica o intelectualmente que era el Mesías Hijo de Dios, sino que realizó las obras propias del Hijo de Dios. No propuso una doctrina o teoría explicativa sobre el misterio de la Trinidad sino que habló del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo realizando obras exclusivas de Dios.  Ni propuso una teoría sobre la posibilidad de la resurrección de los muertos, sino que resucitó a varios muertos y, sobre todo, se resucitó a sí  mismo. Estos eran hechos inconcusos para sus contemporáneos y no doctrinas científicas o intelectualmente discutibles u opinables.  Así actuó Juan Pablo II pidiendo perdón por los pecados de la Iglesia y perdonando a sus perseguidores, lo cual debe constituir un motivo inefable de consuelo para todos y un signo de credibilidad incontestable al poner en juego toda la capacidad maternal y redentora de que la Iglesia dispone. En todo esto la Iglesia se comporta como una madre. La Iglesia cuando se confiesa no tiene nada que temer por sí misma. Quienes deben temer son los que, por las razones que sean, se niegan a entrar en esta dinámica penitencial. Estos no podrán sentir el consuelo de los justos. Pero la culpa será de ellos y no de la Iglesia. El gran gesto penitencial papal, insisto, debería ser motivo  de  inmenso consuelo y alivio moral para la cristiandad. No es que los cristianos de hoy tengamos que cargar con las responsabilidades subjetivas de nuestros antepasados. Nadie está obligado a pedir perdón por los pecados que no ha cometido. La culpa es asunto exclusivo de las personas que obran mal.

         Pero el recuerdo constante de las malas acciones objetivas de nuestros antepasados termina convirtiéndose en un fardo sicológico y moral insoportable para nosotros y al reconocer esas malas acciones y pedir disculpa por ellas- como si fueran nuestras aunque no lo sean- se nos quita de encima ese peso moral y nos sentimos aliviados para afrontar el futuro liberados de pesadillas históricas, resentimientos y conflictos personales o grupales heredados de generación en generación. La Iglesia no tiene miedo a reconocer sus eventuales errores en la administración histórica de la economía de la salvación. La solidez de la roca sobre la que está teológicamente cimentada le permite reciclar y regenerar sus propios escombros morales para seguir construyendo un mundo más humano, esperanzado y feliz, lo que no puede decirse de ninguna otra institución social.

         El gesto penitencial de Juan pablo II constituye  una invitación contundente y amorosa a dejar a un lado tanto la mojigatería como el rencor ante las miserias morales de las instituciones eclesiales históricamente verificables. Con estos gestos la Iglesia se comporta, en efecto, como una auténtica madre, pendiente de todos sus hijos y especialmente solícita con los más débiles. No así cuando impone doctrinas de forma autoritaria o exige adhesiones firmes a verdades de propia elaboración teológica bajo amenazas canónicas. Y menos aún mandando a la hoguera a quienes no se cuadraron incondicionalmente ante sus tesis doctrinales, como ocurrió en tiempos pasados. Cuando las autoridades eclesiásticas han actuado de esta forma, la imagen que han dado de la Iglesia es lo más parecido a una madrasta vieja, gruñona, antipática e insoportable. Una verdadera madre jamás niega el amor y la comprensión a sus hijos más débiles y necesitados. Hace lo que hacía Jesucristo, a saber, condenar las malas conductas y pecados pero salvando siempre a las personas.

         30. Primacía de las personas sobre las doctrinas

         Tradicionalmente las iglesias cristianas han dispensado una importancia excesiva a la defensa de doctrinas teológicas con menoscabo del respeto debido a las personas. Bajo la bandera de la ortodoxia doctrinal los cristianos han combatido contra los no cristianos y contra ellos mismos hasta el derramamiento de sangre. Ahí están la historia de los concilios, las cruzadas y  la Inquisición. Justamente lo contrario de lo que hacía Cristo. Para presentarnos la imagen amorosa que Él tenía de Dios, por ejemplo, no montó un discurso académico explicando la naturaleza divina para después obligarnos a estar de acuerdo con su doctrina sobre Dios. Simplemente escenificó con la parábola del hijo pródigo el comportamiento de un auténtico padre hacia sus hijos. Ahí quedó la referencia de hechos para que ante ellos nosotros libre y responsablemente optemos por lo que más nos convenga. Según lo establecido por la ley, la mujer adúltera debía ser apedreada como se hace todavía en algunos países islámicos. Pero Jesús no propuso una teoría jurídica para burlar la ley y quedar profesionalmente bien ante aquellos leguleyos impresentables. Tampoco se enfrentó a ellos discutiendo la legalidad del caso. ¿Qué hizo? Pues unos gestos por los cuales la acusada entendió dos cosas. Una, que cometer adulterio es algo que no se debe hacer. Otra, que, a pesar de todo, ella, su vida, era más importante que el cumplimiento de la ley.  En el huerto de los olivos Jesús se expresó con un talante humano y realismo propio de quien en definitiva era el mismísimo rostro visible de Dios. Al sentir ya de forma inminente lo que le venía encima, no hizo un discurso sobre el problema del mal y la razón de ser del sufrimiento.  No nos presentó una doctrina o discurso académico sobre el tema. Se desahogó ante el Padre, no para protestar o renegar de Él, sino para expresarle su dolor y preguntarle si no cabía ya otra alternativa a la crucifixión. Y como entendió que no la había, ya que aquellos legítimos e impresentables representantes del pueblo de Israel no estaban dispuestos a dar marcha atrás, Jesús siguió adelante hipostasiado en la voluntad del Padre sin protestar contra Él como cordero inocente conducido al matadero. Estos son gestos que no admiten discusión y se imponen por sí mismos, y no doctrina siempre discutible sobre la injusticia, el dolor y la muerte. Más aún. Después de coronarlo de espinas y mofarse de Él cuantos lo desearon, podía haberse desatado de la columna y con ella partirles el cráneo a todos ellos. Igualmente podía haberse bajado de la cruz y con ella romper las costillas de sus verdugos. Pero no lo hizo y sólo hizo gestos de compasión, de perdón y de lealtad inquebrantable al Padre. Tengo para mí que Juan pablo II, con sus gestos penitenciales del Jubileo 2000 ha puso en marcha un nuevo estilo pastoral, más ajustado a la política del propio Jesucristo, anteponiendo los gestos y hechos convincentes en clave caritativa a las doctrinas en clave de autoridad siempre discutibles. 

         31. Primacía de la caridad sobre la obediencia

         Las peleas teológicas entre ortodoxos, católicos y protestantes se han caracterizado hasta hace relativamente poco tiempo por el desprecio mutuo y el derramamiento de sangre en casos extremos. De todo lo cual hay que pedir perdón sin excusas por parte de todos los cristianos sin excepción. Lo mismo ortodoxos, católicos que  protestantes han practicado en mayor o menor grado el fanatismo interno y externo. Unos, catequizando a sus seguidores en el rigorismo sectario y otros considerando a los demás cristianos como enemigos vitandos si no exterminables. O sea, mucha disciplina corporativa y poca o nula caridad. Todos ellos se han olvidado de la advertencia de S. Pablo cuando dijo que de nada servirán las doctrinas presuntamente ortodoxas y la obediencia a la disciplina eclesiástica en el interior de las diversas confesiones cristianas, si no se practica el respeto y la caridad con las personas. Pienso que todas las instituciones, incluidas las eclesiales, se legitiman moralmente por su servicio a las personas y no al revés. La mucha obediencia degenera fácilmente en servilismo y esclavitud institucional. La caridad, en cambio, hace a las personas más libres y responsables desde el momento en que el supremo Señor al que se sirve es Dios, que es quien más y mejor nos entiende. Pienso que en la misma medida en que es necesaria la obediencia en la Iglesia, y es preciso aprender a obedecer, hay que aprender también a desobedecer de forma respetuosa y caritativa.

         Quien tenga tiempo y humor de dar un repaso a los manuales de formación de seminaristas y novicios, o normas disciplinares en casas religiosas de ambos sexos y que proliferaron como hongos durante el tiempo de entreguerras hasta las reformas del Vaticano I), pronto se percatará de que todo lo que el Derecho Canónico sancionaba como grave los manuales de teología moral lo traducían casi siempre por “pecado mortal”. Regla general que se plasmaba después en criterios pedagógicos de vida religiosa, en la que la primacía de la caridad quedaba brutalmente suplantada por la obediencia.

         De acuerdo con esta mentalidad, los directores y directoras espirituales solían ser elegidos o elegidas entre las personas más “espirituales”. O sea, aquellas más celosas que, aparte las honrosas excepciones, solían ser estrechas de mente cuando no escrupulosas o ambas cosas a la vez. En esos libros de formación religiosa y espiritual los canonistas sacaban la liebre, los moralistas disparaban sobre ella “pecados mortales” por un “quítame de ahí esas pajas” contra la obediencia, pobreza y castidad y los formadores se descorazonaban por sus fracasos. Se juntaba así el hambre con las ganas de comer. Imponían una disciplina programada a base de preceptos y leyes canónicas en clave rigorista, según la cual, la obediencia a las normas establecidas terminaba suplantando al respeto debido y caridad a las personas. Para obviar esta situación cabe recordar algunos criterios prácticos inspirados en el Evangelio y la experiencia más castiza de la vida.

1) Que ante Dios el valor de nuestras acciones se mide por el amor y no por el esfuerzo o sacrificio voluntariamente añadido. Humanamente hablando, las personas son ensalzadas por el esfuerzo y el sacrificio que conllevan sus actuaciones. Se tiene la impresión de que lo más difícil de realizar es lo que más vale ante los hombres. Ante Dios, en cambio, el valor de las actuaciones humanas se mide por el amor que ponemos en ellas. Con la particularidad de que las cosas hechas con amor resultan más fáciles y se hacen con más agrado. Por ello es un grande error complicarnos la vida imponiéndonos por propia iniciativa fardos que luego no podemos llevar con dignidad pensando que cuanto más nos complicamos la vida más agradamos a Dios.

2) Que la mucha obediencia y sumisión a las leyes suele ser en quebranto de la caridad. Toda ley o norma disciplinar que no facilita el ejercicio de la caridad o en alguna forma lo dificulta debería ser suprimida sin compasión por muy tradicional y universal que sea. No olvidar nunca que eso que llamamos “venerables tradiciones”, con frecuencia no son otra cosa que malas costumbres que no se corrigieron a tiempo.

3) Que el referente final y decisivo de la vida cristiana es Jesucristo y el Evangelio. No el Derecho canónico ni las opiniones de canonistas o moralistas. La Iglesia tiene el encargo formal de velar por la pureza de la fe y la rectitud de la vida cristiana. Pero por esta misma razón tiene que cuidar de que los teólogos, canonistas, moralistas, pastoralistas y directores espirituales aprendan a cumplir con su oficio respetando la primacía del amor a las personas como Cristo nos enseñó.

         32. Menos mártires y más confesores de la fe

         El término mártir es literalmente griego y significa la persona que hace de testigo en cualquier clase de acontecimiento o litigio. Testigos son todas aquellas personas que conocieron algo en directo y dan testimonio de ello. Como es obvio, hay clases de testigos para todos los gustos, verdaderos y falsos. Donde más se aprecia esta circunstancia es en los tribunales de justicia donde puede haber testigos lo mismo a favor que en contra del acusado. Todos los grupos religiosos y políticos hablan de sus mártires en relación con aquellas personas que sufrieron de alguna manera en la lucha por conseguir sus objetivos. En sentido muy amplio se dice, por ejemplo, que tal o cual persona es un mártir o que su vida es un martirio por la forma en que tiene que convivir con otras personas que hacen sufrir sin escrúpulos.

         Si nos acercamos a los grupos religiosos, llama particularmente la atención el concepto de martirio entre judíos y musulmanes. En ambos casos se da por supuesto que el sufrimiento contra ellos proviene siempre de los demás y no de ellos mismos. Ellos se consideran siempre víctimas y nunca responsables del sufrimiento que causan a los demás. Pero esto no es todo. En el mundo islámico, por ejemplo, los mártires son escrupulosamente preparados para que entreguen su vida contra los infieles si ello fuere necesario. Ahí está el ejemplo de los terroristas islámicos a los que se les promete el oro y la mora en la otra vida a cambio de perpetrar actos terroristas en nombre de Dios. Por otra parte, quienes no acatan ciertas normas pueden ser también objeto de martirio por parte de sus correligionarios. Pensemos, por ejemplo, en la lapidación de las mujeres por causa de adulterio y los sufrimientos inherentes a la falta de libertad religiosa e intelectual. También entre los cristianos hubo muchos en el pasado que fueron víctimas del sufrimiento infligido por sus propios hermanos en Cristo. Ortodoxos, católicos y protestantes se pelearon escandalosamente hasta la muerte durante mucho tiempo. Después de estas aclaraciones previas, vengamos ya al martirio propiamente dicho del que me interesa hablar aquí.

         Mártir en sentido propio es toda persona que da testimonio con la muerte de su fe y esperanza en Cristo muerto y resucitado. O lo que es igual, permite que un criminal a sueldo o un fanático anticristiano le cause la muerte por no renegar de su fe en Dios tal como ha sido revelado en Cristo. El desprecio y el odio a la fe es elemento indispensable del martirio cristiano en sentido estricto. Por lo mismo, si un cristiano es asesinado simplemente por motivos políticos, de suyo no es un mártir cristiano aunque sea un santo. En el martirologio o catálogo de los mártires cristianos, los allí reseñados murieron por la fe hasta el extremo de perdonar a sus verdugos como Cristo perdonó en la cruz a los suyos. Lo cual nos lleva de la mano a responder a una cuestión de gran calado humano y teológico. ¿Cómo es posible perdonar uno a los mismísimos verdugos que injustamente le van a quitar la vida? La respuesta es sencilla. La capacidad efectiva de perdonar desborda todas las fuerzas humanas y sólo con la ayuda interior de Dios es posible hacerlo. Aquí está el meollo de la cuestión. Si estos hombre y estas mujeres fueron capaces de entregar su vida a los verdugos pidiendo a Dios que perdone el crimen que van a cometer, es claro que la acción del Espíritu Santo se ha hecho operativa y está dando sus resultados. De ahí el valor testimonial de los mártires cristianos. Si hay hombres y mujeres así no hay duda de que Dios existe y se ocupa de los suyos. Dicho lo cual sobre los mártires de la fe, hablemos ahora de los confesores de la misma.

         Nos confesamos siempre que declaramos algo a los demás, sobre nosotros mismos o sobre Dios. En la vida ordinaria revisten particular importancia las confesiones hechas ante los tribunales de justicia y en el confesionario ante un sacerdote autorizado para celebrar el sacramento de la penitencia. En el primer caso el acusado confiesa o niega su delito. En el segundo, el penitente confiesa o declara por propia iniciativa sus formas de conducta inadecuadas con el propósito sincero de corregirlas. Cuando esto ocurre el confesor tiene que sentenciar siempre a favor del que se confiesa. En caso contrario, el sacramento de la confesión carece de valor como tal y el penitente debe cargar con todas las consecuencias negativas para él. Pero no es mi propósito hablar aquí de los confesores instalados en los confesionarios de las iglesias, o en cualquiera otra parte, para escuchar, valorar y absolver a los penitentes. Quiero hablar de los confesores de la fe por analogía con los testigos de la fe mediante el martirio.

         Una característica esencial del martirio de sangre es el sufrimiento hasta límites a veces inimaginables antes de morir. Pues bien, hay personas que, sin llegar a la muerte, han de sufrir lo indecible para ser fieles a la fe en Dios tal como se ha manifestado amorosamente en Cristo. No llega la sangre al río pero hay quienes les hacen la vida imposible marginándolos socialmente o ridiculizando sus creencias cristianas. En la cultura dominante hoy día en Occidente las creencias religiosas son toleradas sólo como un asunto de la vida privada de las personas sin reconocimiento público oficial. Esta situación se agrava de forma alarmante cuando, por el contrario, las creencias religiosas cristianas son abiertamente prohibidas por las instituciones políticas. Durante el imperio de las dictaduras comunistas en Occidente todas las creencias relacionadas con Dios eran públicamente reprimidas sin piedad al tiempo que, paradójicamente, en los regímenes islamistas cualquier desacato a las creencias religiosas islámicas fundamentalistas puede ser susceptible de castigo mortal. De esta forma se crean situaciones sociales, familiares y culturales que son un verdadero calvario para los creyentes cristianos. No siempre va la sangre al río pero ello no excluye que en ocasiones su cauce esté ensangrentado. Ahí están, por no ir más lejos, las masacres incontroladas de cristianos en algunos países islámicos.

         Así las cosas, digamos que el primer mártir sangriento del cristianismo fue el mismo Cristo en persona al que han seguido legiones a lo largo de la historia hasta nuestros días. Esto es un hecho consolador para los cristianos y para la entera humanidad, pero al mismo tiempo constituye una prueba inconcusa del estado de injusticia y barbarie en el que se encontraban los pueblos y sociedades en que tales martirios tuvieron lugar. Esos martirios tuvieron lugar siempre en un contexto de violación descarada de derechos humanos fundamentales como son la vida, la libertad religiosa responsable, la libertad de conciencia, de pensamiento y de expresión. El martirio no fue otra cosa que el colofón de esas violaciones. Es un consuelo pensar que hayan existido y existan esos mártires, pero al mismo tiempo es una tristeza que sigan vigentes los fanatismos políticos, religiosos e ideológicos que son su caldo de cultivo. El grado de civilización y madurez humana de una sociedad está en proporción inversa del número de mártires que produce. A más mártires, más barbarie y menos sentido de humanidad.

         Como alternativa lógica al martirio sangriento quiero destacar ahora el valor de los confesores de la fe. En este rango cabe hablar de dos niveles. En el primero se encuentran todos aquellos y aquellas que creen amorosamente en Dios y practican la bondad con todos los seres humanos, incluidos los malhechores. Estos son los que comúnmente denominamos justos y buenos según Dios. Lo ideal sería que estas personas fueran las que marcaran el paso a sus semejantes. Luego están los confesores de la fe que, como hemos dicho antes, no se encuentran en la disyuntiva de tener que entregar su vida por la fe pero tienen que sufrir mil calamidades para no caer en la tentación de renunciar a ella o de  falsearla. Tengo la impresión de que en los tiempos actuales estos dos tipos de  confesores de la fe tienen más aceptación que los martirios de sangre por más que estos sean de una calidad siempre sobrehumana. Ahora se comprenderá más fácilmente por qué digo que sería mejor que en el futuro hubiera menos mártires que en el pasado y más confesores de la fe.

         33. Celebración de la Eucaristía

         Como es sabido, Cristo confesó que tenía especial deseo de celebrar la cena pascual con los apóstoles como preludio a su muerte y resurrección. La cena se celebró, en efecto, dentro del contexto de la pascua judía por más que no sea fácil determinar el día y la hora exacta de dicha celebración. Cosa que, por otra parte, a nadie debe sorprender. Pero no es de estos aspectos circunstanciales relacionados con la Eucaristía de los que quiero hablar sino de la institución en sí misma mirando al modo como se celebra en nuestro tiempo. En aquella memorable tarde tuvieron lugar tres acontecimientos teológicos trascendentales. Me refiero a la institución de la Eucaristía, a la institución del nuevo orden sacerdotal inherente a ella y la proclamación formal del mandato del amor personal a todo ser humano como quicio o gozne de la conducta cristiana. Esta cena particular de Cristo con sus apóstoles significó la cancelación teológica de todos los ritos del Templo, la supresión del antiguo orden sacerdotal y la instauración de su programa previsto para lo que Él llamaba el reino de los cielos. Teológicamente hablando las actividades del Templo quedaron explícitamente descalificadas por el uso casi comercial en que los saduceos lo habían convertido. El aspecto del Templo había dejado ya de ser un lugar sagrado en el que se sentía la presencia de Dios de una forma especial habiéndolo convertido en un bullicioso y sucio mercadillo. Luego llegó el general Tito con el ejército romano el año 70 y no dejó físicamente piedra sobre piedra del mismo. Así terminó el judaísmo del Templo y la Eucaristía vino a suplir con creces ese vacío irreparable. Esta sustitución llevaba consigo la cancelación del antiguo sacerdocio judío atribuido en su origen a Melquisedec. A partir de ahora Cristo aparece no como un sacerdote sino como la fuente misma del nuevo sacerdocio que conocemos. Así las cosas, derribado el nido no volvió ni volverá jamás la cigüeña. Por último, la proclamación solemne del amor personal o caridad como referencia universal para la construcción del nuevo humanismo instaurado por Cristo. Dicho esto quisiera hacer algunas observaciones prácticas sobre la forma de celebrar hoy día la Eucaristía.

         Lo primero que quiero resaltar es que durante la celebración eucarística el protagonista no es el sacerdote celebrante sino Jesucristo. Esto no lo duda nadie pero a veces se tiene la impresión de que el sacerdote se presenta en el altar como un artista en el escenario. Lo único que cambia es que, en vez de empezar diciendo, señoras y señores espectadores, empieza llamando hermanos a los presentes. Pero en el fondo deja caer un mensaje subliminal que podíamos describir así: aquí estoy yo y ahí están ustedes para escucharme a mí y hacer todo lo que yo les diga. Y si constata que la reacción de la feligresía no le es favorable, se siente desconsolado como un artista cuando es criticado después de una actuación teatral.

         El sacerdote celebrante ha de tener siempre presente que su misión esencial consiste en acercar a los fieles a Dios a través de Cristo para que se queden con Dios y no con él. O dicho de otra manera, acercar a Dios a los fieles a Cristo para que Él los deje con Dios. Como es sabido, S. Pablo lo tenía esto tan claro que decidió dejar de bautizar él personalmente a nadie para evitar la formación de bandos dentro de los cristianos seguidores de Pedro, Pablo o Apolo. Los sacerdotes, como los apóstoles, están para llevar a los hombres a Cristo y no para liderar grupos por razón de su prestigio. Así de claro: no es a Pedro, Pablo, Apolo ni a ninguno otro al que hay que seguir sino a Cristo muerto y resucitado de entre los muertos. Este riesgo de suplantación durante la celebración de la Eucaristía tiene muchas caras. Recordemos un par de ellas más.

         Ocurre a veces que el sacerdote asume todo el protagonismo de la celebración haciendo una introducción desproporcionada. Después llega el momento de la homilía y se sabe cuándo empieza pero resulta difícil calcular cuándo va a terminar su discurso. Llegados a la oración del Padrenuestro, en lugar de ir directamente al grano, rompe el ritmo de la celebración para hacer un comentario introductorio a dicha oración. Lo mismo ocurre al llegar al signo de la paz, con la particularidad de que ahora podemos temer que se produzca un espectáculo en el templo de mayores o menores proporciones. Así llegamos al final de la Misa cuando el celebrante sólo tiene que decir podéis en paz porque la celebración ha terminado. Pero no siempre tiene suerte la sufrida feligresía. Antes de dejarlos en paz con Dios el sacerdote celebrante toma de nuevo la palabra para hacer un discurso rutinario e innecesario de despedida. En resumidas cuentas, que el celebrante se ha despachado con una homilía y cuatro mini-homilías. Lo cual significa que la palabra de los sacerdotes que así celebran la Eucaristía se queda siempre por encima de la Palabra de Dios como la espuma. Lo correcto es que el sacerdote hable lo indispensable para introducir a los fieles a Cristo y se vayan en paz y gracia de Dios con Él y no para entretener y atraer a la gente para sí. No en vano hay un dicho popular de despedida que reza así: vaya usted con Dios, o queden ustedes con Dios. La misión principal del ministerio sacerdotal consiste, no en atraer a la gente hacia sí mismo sino acercarla a Dios y dejarla con Él. Y una observación final.

         De acuerdo con la naturaleza teológica de la Eucaristía, su celebración debe generar paz espiritual, sosiego y ausencia de ansiedad. Sin embargo, hay celebraciones que generan malestar y ansiedad interior. Y no hablo ahora del mal estar que producen las homilías en las que tienen lugar los defectos antes señalados. Me refiero a la forma de proyectar el celebrante su cansancio y ansiedad a los fieles durante toda la celebración. El cansancio es siempre mal consejero y cuando un sacerdote está físicamente o síquicamente cansado transmite sin quererlo su estado de ánimo a la asamblea. Ese cansancio puede apreciarse durante toda la celebración y la gente lo percibe sin dificultad. Después de la homilía, por ejemplo, hay gente comprensiva que no duda en decirle que se le notaba que estaba cansado. Nada de extraño tiene el que en muchas ocasiones el sacerdote no tenga otra alternativa que celebrar la Eucaristía muerto de cansancio. Esto tiene lugar en el contexto de la vida normal y todo el mundo lo comprende sin dificultad. Pero la tensión y la ansiedad durante la celebración de la Eucaristía se producen también cuando el celebrante es escrupuloso o hiperactivo.

          El caso de los escrupulosos tiene difícil solución ya que se trata de una anomalía psíquica en la que convergen la formación defectuosa y los remordimientos de conciencia. Para los escrupulosos la celebración de la Eucaristía se convierte con frecuencia en un verdadero calvario y la excesiva meticulosidad en todos sus gestos los delata inmediatamente. Ellos sufren lo indecible y hacen sufrir a los demás. Así las cosas, los hay que se abstienen de celebrar la Eucaristía pero otros se empeñan aún más en celebrarla porque su conciencia no les permite abstenerse. En cualquier caso se trata de un problema muy difícil de resolver y son pocos los que consiguen superarlo totalmente. Pero dejémoslo ahí porque este tema nos llevaría muy lejos. Sólo he querido mencionarlo como un obstáculo importante para lograr una celebración eucarística gozosa, pacífica y feliz por parte de todos, del celebrante y de los que comparten la celebración.  Por otra parte están los hiperactivos.

         Estos tienen un perfil psicológico diferente. Los celebrantes hiperactivos suelen ser gente buena empeñada en que la celebración litúrgica resulte lo más solemne y atractiva posible. Quieren organizarlo todo ellos para que salga bien y cuando las cosas no discurren a su gusto corrigen y dan órdenes desde el altar. Reprochan a los que llegan tarde, ordenan que la gente se coloque más adelante o más atrás, que se sienten o se pongan de pie, y ellos mismos abandonan el altar para ponerse en medio de la gente como los actores y actoras de teatro. Sobre todo cuando llega el momento de darse la paz. Y todo esto sin contar las quejas por el número reducido de asistentes o la mucha calderilla en la cesta de la colecta y pocos billetes doblados. Y todo ello a pesar de haber insistido en la homilía sobre la generosidad. A veces se llega a tal extremo que el tiempo destinado a la homilía es aprovechado fundamentalmente para pedir dinero a los fieles. Total, que llevados por su celo y el noble deseo de darse y ayudar a la gente, terminan acosándola con sus modales de buena voluntad y disposición para servirles. Por otra parte, los que menos entienden de música y peor cantan son los que muchas veces ponen más empeño en cantar ellos mismos y hacer cantar a los demás. Lo peor de todo esto es cuando piensan que el canto en la celebración de la Eucaristía es condición indispensable para su digna celebración. Lo cierto es que, por una u otra razón, hay sacerdotes que durante la celebración están en todo sin concentrarse debidamente en lo suyo propio que es hacer a Cristo presente para que los fieles le conozcan cada vez mejor y se queden con Él. El sacerdote que celebra la Eucaristía debe evitar por todos los medios el convertirse en un buen actor de teatro, un publicista eficiente o un propagandista religioso eficaz. Lo suyo es trasportar espiritualmente a la asamblea al Cenáculo donde Cristo instituyó la Eucaristía para seguirle amorosamente en su muerte y resurrección. Pienso que todo aquello que no contribuye a este objetivo teológico está de sobra.