REFLEXIONES PASTORALES
martes, 17 de diciembre de 2013
CAPÍTULO I
REFLEXIONES
PASTORALES
Niceto Blázquez, O.P.
INTRODUCCIÓN
En el presente trabajo reflexionar sobre algo
significa hacer consideraciones acerca de cosas, personas, instituciones y
acontecimientos religiosos con el fin de sacar conclusiones prácticas de calidad
para la vida. Dichas reflexiones se dicen pastorales por analogía con lo que
hacen con sus ovejas los buenos pastores de los que habla la Biblia, tanto en
el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
El buen pastor es aquel que conoce bien a las ovejas de su rebaño y las
conduce por los lugares en los que pueden encontrar pastos buenos y abundantes.
Las defiende además contra los lobos rapaces y las cura cuando están enfermas.
La imagen del pastor bíblico con la oveja perdida o el débil corderillo al
hombro como un bebé cabalgando feliz sobre el cuello de su padre refleja la
solicitud amorosa del pastor bueno en contraposición del pastor malo, el cual
no duda en apedrear a sus ovejas, abandonarlas a su suerte y llevarlas al
matadero por un quítame de ahí esas pajas. Cristo se definió a sí mismo como el
Buen Pastor de las ovejas, que somos todos los seres humanos, por cuyo amor no dudó en entregar su vida. Así pues, cuando
hablamos aquí de reflexiones pastorales nos estamos refiriendo a esas formas de
conducta que han de observar los buenos ministros y predicadores del Evangelio
con sus fieles o infieles seguidores. O lo que es igual, con justos y
pecadores. En la historia del cristianismo ha habido y hay de todo, buenos y
malos pastores que llevan a sus fieles por verdes y ubérrimas praderas pero
también por pedregales y trochas doctrinales y morales indeseables. Uso también
el término pastoral como forma práctica de predicar el Evangelio basada en la
reflexión teológica y la experiencia de la vida. Teología pastoral no es otra
cosa que teología práctica o aplicada a los problemas más profundos de la vida
humana. Ahora bien, para llevar felizmente a buen término este noble quehacer
pastoral, no basta el conocimiento teórico de la doctrina cristiana ni la
habilidad organizativa para administrar y gobernar las instituciones eclesiales
sino que la actividad práctica
sacramental y administrativa ha de estar inspirada en el conocimiento teológico
de calidad y la experiencia de la vida.
Ni el adoctrinamiento teórico ni el activismo práctico son buenos consejeros
por separado por lo que hemos de esforzarnos por encontrar la sincronía entre
ambas dimensiones, la teórica y la práctica. En los capítulos que siguen el
lector podrá percatarse del significado exacto de lo que termino de decir.
CAPÍTULO I
REFLEXIONES Y SUGERENCIAS
El día 12 de marzo del año 2000 Juan
Pablo II hizo una confesión general de los pecados más graves de la Iglesia
institucional cometidos durante el segundo milenio. Para ello fijó siete áreas
de comportamiento en las que reconoció que autoridades eclesiales de turno,
instituciones dependientes de iglesias cristianas y cristianos particulares,
con frecuencia actuaron de forma antievangélica durante ese tiempo. En mi libro
titulado Los pecados de la Iglesia sin
ajuste de cuentas (Ed. San Pablo 2002) traté este insólito acto penitencial
destacando su significado histórico y teológico en la vida de la Iglesia. Han
pasado trece años después de aquella histórica fecha y algunos de los asuntos
allí tratados han perdido actualidad, pero otros siguen urgiendo respuestas
concretas y soluciones puntuales. Así las cosas, me ha parecido oportuno volver
sobre el capítulo quinto de mi obra en el cual hablé de las siete áreas de
comportamiento indicadas por Juan pablo II como propósito de enmienda por los
pecados de la Iglesia confesados. He suprimido bastantes cosas que dije allí,
he añadido otras y he perfeccionado la presentación actualizada del texto con
formato de libro pequeño. En la exposición y desarrollo actualizado de dicho
capítulo he seguido las líneas maestras de Juan pablo II acompañadas siempre de
sugerencias y valoraciones críticas de mi exclusiva responsabilidad.
Pero cuando yo tenía ya ultimado un
texto y listo para su publicación sobre la Homilía dominical el Papa Francisco
nos sorprendió con la Exhortación Evangelii
gaudium en la cual hace unas puntualizaciones prácticas muy importantes
sobre el tema y había que tenerlas en cuenta. En efecto, el día 24 de noviembre del 2013 el
Papa Francisco dio por finalizada su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium cuyo texto fue
publicado y difundido el martes 26 de noviembre del mismo año. El lector puede
comprobar cómo yo había publicado mucho antes de que apareciera la Evangelii gaudium un texto en Internet
sobre las luces y sombras de la homilía dominical. Así las cosas, reproduzco el
texto mío que estaba ya publicado, seguido del texto papal con el fin de
que el lector pueda constatar la
perfecta sintonía existente entre ambos textos, lo que pone de manifiesto que,
cuando diversas personas analizan con objetividad un problema, lo lógico es que
haya puntos de convergencia inevitables.
1.
Caminar desde Cristo
La Iglesia ha sido acusada de haber
malinterpretado e incluso corrompido el proyecto original de Cristo, sobre todo
a partir del siglo IV al convertirse el cristianismo en la religión oficial del
Estado con exclusión total del paganismo y judaísmo. Sería ingenuo pensar,
advierte Juan Pablo II, que existe alguna fórmula mágica para los grandes desafíos
de la Iglesia en nuestro tiempo. Pero existe una persona, que es Cristo, y un
programa de vida que es el Evangelio. De lo que se trata ahora es de formular
“orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad”
cristiana y de cada contexto sociocultural. Para ello el Pontífice recuerda
“algunas prioridades pastorales” que han de ser atendidas teniendo siempre a la
persona de Cristo y el programa del Evangelio como modelo y criterio
referencial de la acción.
A propósito de este punto de arranque
cristológico cabe recordar lo siguiente.
De hecho, es significativo que hasta los niños hablan hoy día mal de la
Iglesia institucional pero nadie, ni siquiera entre los más desalmados e
insensatos, habla mal de la persona de Cristo. Esta realidad se refleja en la
actitud de quienes dicen seguir a Cristo pero estar en contra de la Iglesia.
Cristo, sí. La Iglesia, no. Sí a Cristo, no a la Iglesia. ¿Por qué esta
disociación afectiva entre Cristo y su Iglesia? No puedo entrar aquí a explicar
la dinámica psicológica de este fenómeno. Pero lo razonable es pensar que algo
falla en la Iglesia cuando dentro de ella misma se produce este fenómeno de
chantajeo afectivo anti-eclesial. ¿No será que se pone el carro delante de los
bueyes hablando demasiado de la Iglesia como institución social, relegando a
Cristo a un segundo plano? Tal vez fuera más acertado hablar al mundo de Cristo
en primer plano en lugar de la doctrina de la Iglesia y de sus instituciones
sociales. Así las cosas, no es fortuito que Juan Pablo II, antes de señalar las
orientaciones pastorales para el siglo XXI, lo haga como un “caminar desde
Cristo” y no de la Iglesia. Lo cual significa poner los bueyes delante del
carro y no al revés. O, si se me permite otro símil literario, propone emprender
el viaje asegurándonos primero de que el motor del vehículo está a punto y no
sólo su bella carrocería.
Cada vez estoy más convencido de que a
los cristianos nos iría mejor hablando más de la persona de Cristo que de las
instituciones eclesiásticas y sus presuntas glorias, que no siempre lo fueron
ni lo son. Si nuestra fe está bien consolidada en Cristo, la Iglesia como
institución social puede funcionar mejor o peor, pero ello no afectará para
nada a la felicidad de nuestra vida ni será un obstáculo insuperable para los
que buscan la fe. Desde la fe bien anclada en Cristo se comprende todo, incluso
las miserias humanas de la Iglesia. Pero si ponemos el centro de la fe en la
institución eclesial como una simple institución social más entre otras, las cosas
se complican enormemente. El aforismo castellano “con la Iglesia hemos topado”
refleja a las mil maravillas lo que termino de decir. Muchas veces la Iglesia,
en lugar de favorecer el progreso de la fe, lo entorpece mediante formas
inadecuadas de predicar el evangelio relegando a Cristo a un segundo plano. De
nada sirve perder el tiempo buscando tres pies al gato tratando de negar o
minimizar este hecho. Jamás he oído a nadie lamentarse de haberse encontrado
con Cristo en su vida. Al contrario, el “toparse” con Cristo es siempre una
experiencia única y felizmente indescriptible. Lo cual no puede decirse de
quienes se “topan” con la Iglesia como mera institución social en competencia
con otras instituciones. El acceso a Dios sin pasar por el encuentro con su
rostro visible, que es Cristo, resulta muy difícil, y lo mismo cabe decir de la
comprensión de la Iglesia sin haber conocido antes a Jesucristo. Quien entiende
a Cristo entiende con relativa facilidad a Dios y a su Iglesia. Por el
contrario, quien no entiende a Cristo puede pertenecer canónicamente a la
Iglesia y afanarse por conocer a Dios sin resultados satisfactorios. Aprendamos
la lección y hagamos el propósito de enmienda de hablar de Cristo en primer
plano y después de la Iglesia. Sólo quienes han entendido bien este trueque son
capaces de hacer obras de caridad que hacen pensar en Dios.
2. La santidad como ideal de vida
Como no podía
ser de otra manera, el Pontífice se explaya en este tema recordando las razones
bíblicas y teológicas que proclaman la santidad como ideal de vida en comunión
trinitaria. Pero hace también algunas matizaciones concretas de carácter
renovador sobre las que quiero centrar la atención. La santidad no es un
término piadoso en el que se refugian a veces aquellas personas de poco
carácter en busca de seguridad y protección. La santidad teológica, según Juan
Pablo II, es ante todo un estado de consagración o pertenencia amorosa a Dios,
lo cual, obviamente, nada tiene que ver con la mojigatería o la beatería. La
santidad es un objetivo vital que atañe a todos los seres humanos de cualquier
clase o condición social. La santidad es la alternativa existencial a la vida
mediocre conformada a una ética minimalista y una religiosidad superficial. El
ideal de santidad implica un compromiso personal y social con el programa
diseñado por Cristo en el Sermón de la Montaña como desafío a todas las teorías
éticas y proyectos de desarrollo meramente humano.
Por otra parte, Juan Pablo II recuerda
que “los caminos de la santidad son personales
y exigen una pedagogía de la santidad
verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona”.
Por supuesto que no se desestiman los sazonados métodos pedagógicos
tradicionales de la vida espiritual cristiana, pero siempre que se tengan en
cuenta “las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los
movimientos reconocidos por la Iglesia”. Sería largo exponer aquí los aciertos
y los fracasos de la pedagogía tradicional aplicada a la formación espiritual.
Tampoco me puedo detener en analizar los métodos utilizados por algunos
movimientos cristianos actuales, a los que alude el Papa, para separar la paja
del grano. Sólo quisiera hacer algunas aclaraciones para ayudar a entender todo
el alcance renovador de las sugerencias papales. Se da por supuesto que los
métodos tradicionales de formación espiritual tienen que ser sabia y
oportunamente revisados y actualizados sin olvidar que la pedagogía de la
santidad tiene que adaptarse a los ritmos de cada persona.
Para empezar, digamos que la santidad
como ideal personal de vida no es algo de ultratumba, exótico o simplemente
ajeno al hombre. En términos bíblicos, ser santos es lo mismo que ser justos y
buenos como Dios es bueno y justo con todos. Ahora bien, ¿acaso la bondad humana
no es un deseo natural de todo ser humano? La vocación a la santidad es ese
mismo deseo natural de bondad con el que todos hemos nacido, alimentado después
con el amor a Dios y a nuestros semejantes de forma libre y responsable sin
miedos ni coacciones. Lo que ocurre con frecuencia es que la referencia a Dios
se hace a veces de una forma “piadosa” o mojigata con lo cual se impide que
creyentes y no creyentes perciban la importancia del asunto. Lo mismo la
frivolidad que la mojigatería son un impedimento psicológico decisivo para la
percepción del significado humano de la santidad como encarnación personal de
la bondad humana. La misma expresión “vocación universal a la santidad”
necesita ser traducida al lenguaje coloquial que todo el mundo entiende. De lo
contrario se corre el riesgo de estar haciendo estupendos discursos teológicos
sobre la santidad, que los interlocutores escuchan como quien oye llover. Las
fórmulas teológicas son muchas veces como las recetas de los médicos: no hay
“dios” que las entienda. Ni siquiera los farmacéuticos. Menos mal que algunos
han empezado ya a redactarlas en el ordenador.
Otra observación práctica de gran
calado pedagógico y pastoral sobre la pedagogía de la santidad es la siguiente.
El Papa dice que tiene que ser graduada o adaptada “a los ritmos de cada
persona”. Es una cuestión que me ha preocupado siempre y constato con
satisfacción que también el Papa está preocupado por el tema. Para empezar.
¿Acaso los Apóstoles y la propia Madre de Cristo conocieron desde el primer
momento la verdadera personalidad de Jesucristo? Ni siquiera después de
resucitado las tenían todas consigo y sólo después de Pentecostés les quedaron
las cosas claras desde el punto de vista de la fe. Cristo fue instruyendo
progresivamente a los apóstoles para que después, no antes, en su ausencia
física definitiva, creyeran a pleno
pulmón que, efectivamente, Él era, y no otro, el Mesías Hijo de Dios.
¿Por qué entonces, si Jesucristo aplicó
con los que le seguían por las calles y caminos de Palestina esa pedagogía de
la fe y de la santidad de una forma graduada,
ha habido y hay todavía tantos catequistas, predicadores, directores
espirituales y pastoralistas empeñados en “engargajar” las verdades cristianas
y la santidad de un golpe como si de “engordar pavos cristianos” a ritmo
acelerado se tratara? Hay pastoralistas y educadores cristianos que se
descorazonan porque no ven nacer, crecer y madurar sobre el terreno las
semillas del evangelio que están sembrando. Quisieran ver crecer la hierba del
jardín al tiempo que la riegan. Se olvidan de que ni siquiera Cristo cosechó
durante su vida mortal el fruto sazonado de su trabajo mesiánico. Esa ambiciosa
pretensión de cosechar al mismo tiempo que se siembra es la que induce después
a aplicar métodos educativos y pastorales psicológicamente coactivos contrarios
al ritmo perceptivo de las personas del que habla Juan Pablo II. Error
pedagógico que está en la base de las críticas más amargas dirigidas contra la
Iglesia y de ahí que constituya un buen tema de reflexión penitencial con
propósito de enmienda.
3.
La oración como alimento del alma
Que la oración sea una práctica
sustentadora de la vida espiritual cristiana no cabe la menor duda. Lo sabemos
por experiencia. El descubrimiento de Dios genera automáticamente la necesidad
psicológica de hablar con Él y eso es en definitiva la oración. ¿Cómo y para
qué? Esta es la cuestión. ¿Cómo hablar correctamente con Dios de forma correcta
y provechosa?
Juan Pablo II destaca el hecho de que,
a pesar de los vastos procesos de secularización o culto a todo lo que es fruto
efímero del tiempo con marginación de todo lo que dice relación a Dios, se
detecta una difusa exigencia de espiritualidad que, en parte, es expresión de
una renovada necesidad de orar como ejercicio práctico de diálogo con Dios. La
gente necesita ser educada para aprender a hablar amorosa y correctamente con
Dios el idioma de la oración y en tal sentido el Pontífice sugiere que nuestro
encuentro con Cristo “no se exprese solamente en petición de ayuda, sino
también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y
viveza de afecto hasta el arrebato del corazón”. Otra observación es que la
oración no puede ser disculpa para dispensarnos de nuestros deberes sociales y
compromisos con la historia. Igualmente, habría que revalorizar las formas
populares de oración evitando que degeneren en mero espectáculo artístico,
cultural o folclórico en función de intereses primordialmente crematísticos. En
orden a potenciar el proyecto papal de activación renovada de la oración
cristiana, me parece oportuno hacer las puntualizaciones prácticas siguientes.
1) Cuando uno de los apóstoles le pidió
a Cristo que les enseñara a orar, no les remitió al templo de Jerusalén a
cumplir con aquellos interminables ritos preceptuados por la ley. Se limitó a
decirles que recitaran el Padrenuestro. No es que despreciara los ritos del
templo sino el ritualismo y legalismo en que habían degenerado. En esto de la oración la Iglesia sigue todavía muy
ligada al ritualismo veterotestamentario y la experiencia enseña que los muchos
ritos y ceremonias suelen terminar ahogando el aliento vital de la verdadera
oración. Por algo Jesucristo expresó tantas reservas contra el ritualismo
saduceo del Templo de Jerusalén. La Iglesia católica se ha liberado mucho en
teoría del ritualismo, sobre todo con la reformas del Vaticano II. No así las
iglesias ortodoxas. Pero en la práctica ambas tienen todavía mucha tela que
cortar.
2) El orar a Dios es como el comer. Hay
que hacerlo si queremos espiritualmente sobrevivir. Pero no a cualquier hora,
de cualquier manera ni a cualquier precio. El alimento espiritual de la
oración, como el alimento corporal, para que resulte saludable, hay que
seleccionarlo primero y aliñarlo convenientemente después de acuerdo con la
condición de las personas, los tiempos y las circunstancias. Por descontado que
hay formas de oración válidas para todo el mundo, como el Padrenuestro. Pero la
oración, como los mejores alimentos, si no se la aliña pedagógicamente bien,
puede perder su capacidad nutritiva y hasta provocar el rechazo.
3) La oración auténtica y más
provechosa es la que se hace por propia iniciativa y no bajo presión moral de
nadie. Hay que evitar por todos los medios rezar simplemente porque está mandado.
Lo contrario suele provocar el rechazo. Si el orar es tan importante como se
dice, la mejor preparación para orar es poner a las personas en situaciones en
las que sientan esa necesidad. El orar por obligación o mero cumplimiento de un
precepto canónico es como forzarle a uno a comer. Por muy necesario que sea el
comer para vivir, el mero hecho de ser uno forzado a ello, incluso lo que más
le gusta, puede provocar una reacción de rechazo. Por eso, hay que cuidar
escrupulosamente las formas de oración litúrgica para evitar su rechazo por
causa de su desmedida ritualización y preceptividad. La “oficialización” canónica de la oración
como obligación legal puede ser en determinados casos la causa principal de su
desestima por parte de los creyentes. Se corre el peligro de perder el sentido
de su necesidad vital por el hábito
de orar para satisfacer el precepto canónico o legal.
4) Dice el refrán castellano que hay
quienes “sólo se acuerdan de santa Bárbara cuando truena”. Sólo se acuerdan de
Dios cuando las cosas les van mal para que Él las remedie con un golpe de
favor. Cuando disfrutan de buena salud y les van bien los negocios, no se
acuerdan de Dios para nada. Hay mucha gente que sólo reza para pedir algo que
no es conveniente o que debería conseguirse de otra forma. Obviamente, el
desencanto está servido. Todavía está viva la falsa idea veterotestamentaria,
según la cual la salud, las riquezas y el poder serían signos evidentes de la
benevolencia de Dios. Por el contrario, la enfermedad, la pobreza y la
debilidad serían signos inequívocos de la maldición divina. Es normal que
quienes se dirigen a Dios en la oración con esta mentalidad queden
sistemáticamente defraudados.
La oración puede servir de desahogo afectivo y confidencial para
pedir, por ejemplo, la curación de una enfermedad o la solución de un problema
importante de nuestra de nuestra vida. Pero no para exigir a Dios que resuelva
de hecho los problemas que nosotros irresponsablemente nos creamos. Menos aún
el logro de cosas injustas o de meros caprichos egoístas. Lo que a Dios hay que
pedir con la absoluta seguridad de conseguirlo es la gracia o fuerza moral sobrehumana para afrontar
los problemas de la vida y de la muerte con la misma dignidad que el mismísimo
Jesucristo los afrontó. A Cristo le hubiera gustado más no haber tenido que
pasar por el trance de la cruz humillado por unos impresentables y se desahogó
en oración ante el Padre expresando su deseo. Pero sin responsabilizar a Dios
de su aparente desgracia o desconfiando de Él. Al contrario, se abandonó
amorosamente a Él y todo lo demás vino por añadidura. Eso que hemos de pedir en
la oración y que Dios siempre concede es “su espíritu” para afrontar con
dignidad los problemas de la vida y la muerte, como hizo Jesucristo. Esta
fuerza moral, insisto, para afrontar los problemas de la vida y de la muerte
con paz y dignidad es lo que Dios indefectiblemente concede a quien se lo pide
con humilde corazón. Pero no las injusticias, caprichos y tonterías que mucha
gente “rezadora” acostumbra a pedir a Dios protestando después contra Él porque
no se las concede.
4.
La Misa dominical
Lógicamente, el Pontífice recuerda la
necesidad de potenciar la celebración del domingo como el día de la fe por
excelencia ya que se celebra ni más ni menos que la resurrección de Cristo como
acontecimiento decisivo para la cimentación de los misterios de la fe y
epicentro teológico de la unidad cristiana. La importancia de la celebración
participada de la Eucaristía para la vida cristiana no admite ningún tipo de discusión
y por ello, el mismo Pontífice lo trata sin demasiado detenimiento. En la
práctica, sin embargo, pienso que sobre el domingo existe todavía un problema
grave sobre el cual nadie se atreve a poner el cascabel al gato. Me refiero a
la mala costumbre tradicional de canonistas, moralistas y pastoralistas de
traducir la gravedad del precepto dominical en clave de pecado mortal. Tanto es
así que para muchas personas, a veces las más piadosas y fieles, el mero hecho
de no haber podido participar un domingo en la misa constituye un motivo
increíble de desazón de la cual sólo se liberan descargando su conciencia ante
un confesor. Muchas veces estas mismas personas participan en la celebración
eucarística incluso durante los días de la semana. Pero el mero hecho de no
haber “cumplido” con el precepto
dominical es motivo suficiente para amargarse la vida como si hubieran cometido
un delito de lesa majestad. Tengo 85 años de edad -me decía una señora- un
tumor cerebral, insuficiencia auditiva y no puedo venir a misa el domingo a
menos que alguien me traiga a la iglesia. Así las cosas, la señora exclamaba
desconsolada: ¡Qué va a ser de mí¡
Nada más razonable, comprensible y
natural que el Derecho canónico pida a
los fieles cristianos que participen lo más posible en las celebraciones
eucarísticas, y más aún en el domingo o
día del Señor. Cualquier institución social seria exige a sus miembros que se
reúnan en determinados momentos para discutir y resolver sus problemas o simplemente
para conocerse, cultivar las buenas relaciones entre ellos y compartir sus propios bienes. La Iglesia no
puede ser menos y las celebraciones litúrgicas, entre las cuales la Eucaristía
es la cumbre de todas ellas, son la ocasión de oro para demostrar públicamente
como creyentes lo que somos y lo que pretendemos. El Derecho canónico hace bien
preceptuando estas manifestaciones públicas de la fe.
Quienes hacen mal son los canonistas y
moralistas que traducen esa necesidad o precepto canónico en clave de pecado mortal. Al menos así se lo han
inculcado a los fieles muchos pastoralistas con el silencio de los obispos.
Muchos fieles se hicieron a la idea de que lo importante es “cumplir con el
precepto” para evitar el pecado mortal. Todo lo demás es secundario. Con
frecuencia he observado que las personas más fieles y piadosas, en el mejor
sentido de la palabra, sufren en su interior lo indecible simplemente porque un
domingo perdieron la misa. Es igual que hayan participado durante los días de
la semana. El mero hecho de no haber participado el domingo lo echa todo a
perder. ¿Razón? Muy sencilla.
Según estos intérpretes del Derecho
canónico y moralistas desaprensivos, lo importante es que, como en el Antiguo
Testamento, se cumplan materialmente las normas aunque reviente el espíritu de
las mismas. Ya lo advirtió S. Pablo. Las leyes canónicas así interpretadas
matan el espíritu que debía animarlas, que es la comprensión humana traducida
en clave de compasión y amor en lugar de asustar a los fieles con pecados que
nosotros inventamos convirtiendo las leyes en dogales para la conciencia. ¡Por
algo Nuestro Señor tenía tan poca simpatía por los ritos del Templo y se cargó
todos los preceptos legales y litúrgicos del Antiguo Testamento por
considerarlos yugos insoportables de facturación farisaica capaces de torpedear
la ley de leyes, que es la comprensión de las debilidades humanas y el amor.
Con la circunstancia agravante, además, de que a los irresponsables o no
creyentes esa amenaza de pecado mortal les trae sin cuidado y a los más
responsables y de buen corazón les hace sufrir injustamente.
¿Por qué la Iglesia no acaba de
desmarcarse de una vez por todas de estos lastres veterotestamentarios? Cuanto
más lo pienso más me convenzo de que, a la hora de la verdad, Dios va a tener
muy poco en cuenta o nada esos presuntos pecados
mortales de pura invención canónica o fantaseados por los moralistas. La Iglesia tiene que hacer el correspondiente
propósito de enmienda sobre la preceptiva canónica de oír misa los domingos y
fiestas de guardar bajo pecado mortal. Para entender lo que quiero decir, baste
recordar el caso de la Semana Santa. En ninguna parte he visto que los
cristianos estén obligados a asistir a los Oficios de Semana Santa bajo pecado
mortal. Y, sin embargo, el pueblo cristiano se las ha arreglado siempre de
forma espontanea para participar en los oficios de la pasión, muerte y
resurrección del Señor. Tampoco me consta que la disciplina ortodoxa preceptúe
el domingo bajo pecado mortal. Y sin embargo, el domingo, para los cristianos
ortodoxos es el corazón espiritual de la semana. En resumidas cuentas, que la necesidad de
relanzar la celebración del domingo con la participación eucarística, como
sugiere Juan Pablo II, pasa, en mi opinión, por una pastoral más teológica del Dies Domini superando la praxis legalista y veterotestamentaria que ha
predominado en el pasado.
5.
El sacramento de la confesión
El Papa habla de
“renovada valentía pastoral” para proponer de forma convincente la práctica del
sacramento de la reconciliación. Dice que “probablemente es necesario que los
Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y
valorizarlo. Para estimular esa valentía pastoral en este tema tan delicado me
ha parecido oportuno hacer algunas reflexiones al filo de mi propia experiencia
personal como penitente feliz y viejo administrador de tan consolador
sacramento.
La
gente con sentimientos de culpabilidad en nuestro tiempo prefiere pagar a un
psiquiatra antes que confesar a Dios gratuitamente sus pecados en un confesonario.
Los servicios que no se hacen con factura, IVA incluido, no se aprecian por buenos que sean. En
consecuencia, las colas de antaño ante los confesionarios se encuentran ahora
en la consulta psiquiátrica. ¿Y qué ocurre? Ocurre que el psiquiatra receta
pastillas para amodorrar al paciente pero, pasado el efecto del fármaco, vuelve
a las mismas. Cuando hay pecados en toda regla por medio, al no ser perdonada
la culpa y enmendados los pecados, reaparecen los estados de ansiedad e
infelicidad incrementados. Se mitigan provisionalmente los efectos psicológicos
del pecado pero no desaparece su causa.
La experiencia
enseña que hay sentimientos de culpabilidad patológicos que requieren trato
psiquiátrico. Pero hay otros cuya etiología es teológica y necesitan un
tratamiento sacramental. La gente debería estar mejor instruida para saber
cuándo su problema es patológico, que necesita tratamiento psiquiátrico, o
teológico que requiere tratamiento sacramental con un buen confesor. Por lo
mismo, la profesionalidad del confesor exige unos conocimientos psiquiátricos
mínimos para entender mejor a la gente, y la de los psiquiatras una mejor
formación humanística para no convertirse en chatarreros a sueldo de la psique
humana.
La confesión sacramental es un juicio. Pero no
confundamos las cosas. Hay diferencias sustanciales entre el juicio sacramental
y un tribunal de justicia. Por ejemplo,
en los tribunales de justicia el fiscal acusa al reo, el cual será condenado si el abogado defensor no es más hábil o
astuto que el acusador o el juez es un corrupto que está comprado por una de
las partes. De ahí que, como reza el refrán, no se excluye la circunstancia de
que paguen justos por pecadores. Con lamentable frecuencia el justo es
condenado y el delincuente absuelto. De ahí que las personas más realistas
procuran arreglar sus problemas evitando tener que acudir a los tribunales de
justicia. Además, todos los que participan por oficio en esos tribunales cobran
por su trabajo.
En el juicio
sacramental, por el contrario, el reo es el propio penitente que no es llevado
al tribunal sacramental por ningún fiscal. El fiscal es su propia conciencia.
El penitente escucha a su propia conciencia y se dirige por propia iniciativa
al juez o confesor para decirle la verdad de todo teniendo a Dios por testigo.
A veces el juez le dirige amablemente alguna pregunta clarificadora a la que el
reo contesta con gusto y sin dificultad. Y lo que es más admirable. Mientras
que en un tribunal de justicia la sentencia puede ser absolutoria o condenatoria,
en el tribunal de la confesión sacramental el reo que se confiesa como Dios
manda es inexorablemente absuelto. Es un juicio que, si se celebra, es sólo
para absolver y nunca para condenar al reo. De ahí el final feliz de toda
confesión sacramental bien hecha. Por lo mismo, cuando una persona se confiesa
y no encuentra paz en su conciencia, es porque, o no sabe confesarse
sacramentalmente o existe algún escollo
psicológico personal que vicia todo el acto penitencial. El confesor avisado
sabe intuir sin necesidad de hacer
preguntas impertinentes esos escollos y aconsejar oportunamente al penitente.
Cuando tal ocurre, el resultado suele ser altamente consolador para el
penitente y de profunda satisfacción profesional para el confesor. Lo mismo que
de los predicadores de la homilía dominical, la gente se queja de los
confesores que se “enrollan” o echan broncas a los penitentes. O de los
rigoristas que buscan pecados debajo de las piedras. ¿Y qué decir de los sordos
que no oyen la mitad de lo que les dicen? Todo lo cual puede dar lugar a
anécdotas graciosas sin importancia.
Otra cosa es el
asunto de los confesores escrupulosos.
El confesor escrupuloso en el confesonario sufre lo indecible él y hace sufrir
injustamente a los penitentes. Los escrúpulos, además, con el tiempo terminan
siendo contagiosos. Lo razonable sería que la persona que padezca esta terrible
gripe psicológica dejara voluntariamente ese ministerio y se dedicara a otros
quehaceres pastorales. El confesor escrupuloso en el confesionario es algo así
como un cirujano con síntomas de parkinson en el quirófano. Por lo demás, la
actitud del confesor que conoce bien el paño es la de tratar a los penitentes
como lo haría Cristo en persona. Para ello tiene que conocer bien los pasajes
evangélicos en los que son descritas escenas de alta calidad misericordiosa.
Por ejemplo, perdonando al ladrón que se confiesa antes de morir. O la parábola
del hijo pródigo, que más bien lo es de la misericordia del Padre. En fin, para
qué continuar recordando cosas tan obvias y a veces tan olvidadas. Aquí cabría
hablar de las clásicas “confesiones generales” y de la repetición rutinaria del
sacramento de la confesión. Sin olvidar los exámenes de conciencia como
preparación para recibir el sacramento. Sobre estos temas tan delicados hay
mucha tela que cortar relacionada con los errores pedagógicos que suelen
cometerse en la práctica de este sacramento tan consolador.
6. Lectura y escucha de la Biblia
Sí. Hay que leer
la Biblia. Es el libro sagrado de judíos y cristianos que ha pilotado la
cultura occidental. Sin la lectura de la Biblia muchas cosas de nuestra
civilización resultan incomprensibles. Pero la Biblia es un conglomerado de
libros escritos en épocas muy remotas de la historia por muchos autores
distintos. En la Biblia hay historia real, poesía, novela, teología y
testimonios heroicos de vida espiritual. Son unos libros en los cuales se
percibe que Dios habla, pero son hombres quienes los escriben con muchas
limitaciones humanas. De tal forma están escritos algunos que, hablando de
Dios, “no hay dios que los entienda”. Y lo que es más. En los libros del
Antiguo Testamento hay mucha violencia humana desatada presuntamente bendecida
por Dios. Con esto sólo quiero decir dos cosas. Primero, que hay que aprender a
leer la Biblia con la cabeza y el corazón al mismo tiempo. De lo contrario, su
lectura tanto puede llevarnos al fanatismo religioso como a la más gélida
increencia religiosa. Segundo, hay libros bíblicos, bastantes del Antiguo
Testamento y algunos del Nuevo, cuya lectura – hablando en plata- no vale la
pena. No se pierde nada teológicamente sustancial con no leerlos. Los
catequistas y pastoralistas, no obstante, deben conocerlos todos muy bien para
saber después orientar a la gente sobre la forma de leer la Biblia con provecho
y sin desconcierto.
Como consecuencia de lo dicho, mi
opinión personal es que la primera iniciación a la Biblia se ha de hacer
empezando por el Nuevo Testamento hasta identificar bien la figura de Cristo y
su mensaje salvador al mundo. Sólo así se puede hacer después una incursión
general sobre toda la Biblia sin sobresaltos ni escandalosas extrañezas. No
basta leer y leer la Biblia porque es Palabra de Dios. Hay que leerla sabiendo
discernir entre lo que Dios revela y cómo los hagiógrafos nos presentan
literariamente el mensaje teológico revelado. Hay que escuchar lo que Dios dice
con la lógica del corazón y con la lógica fría de la razón desguazar el
entramado literario de los libros bíblicos. La lectura fanática e irracional de
la Biblia ha sido una de las causas más importantes que han dado lugar a las
sectas religiosas y a la incredulidad de la inmensa mayoría de los
profesionales de las ciencias humanas.
7. Reforma del Derecho Canónico
Una de las acusaciones más severas contra
la Iglesia, registrada en el capítulo segundo de mi obra antes mencionada, es
que la Iglesia formula los dogmas teológicos de acuerdo con sus propios
intereses, y después los impone como preceptos legales en el Derecho canónico.
La acusación, tal como está formulada, es objetivamente falsa, pero refleja un
hecho que no puede ser pasado por alto ya que el Código de Derecho canónico ha
sido y es una institución eclesial de importancia capital para el gobierno y
administración pastoral de la economía de la salvación. Es obvio que las leyes
de la Iglesia pretenden ser la materialización fiel del Evangelio para llevarlo
a la vida práctica de la forma más eficiente y fiable posible. En esto,
cualquiera otra interpretación es una sinrazón y ganas de buscar tres pies al
gato. Otra cosa es que esa traducción del espíritu del evangelio en
prescripciones legales o canónicas se haya hecho siempre de forma plenamente
satisfactoria.
Si comparamos, por ejemplo, el Codex de 1915, vigente hasta la reforma
del Vaticano II, con el de 1983, redactado de acuerdo con los criterios
conciliares, pronto vemos que el primero era muy defectuoso por relación al
segundo. Yo me he preguntado muchas veces cómo la Iglesia pudo pasar tanto
tiempo presentando una imagen jurídica tan pobre como la que se reflejaba en
aquel cuerpo legislativo afortunadamente desterrado por la reforma conciliar. Y
lo que era más grave. Los manuales de teología moral que proliferaron durante
los años en que el Codex de 1915
estuvo en vigor - y que sirvieron de texto en los seminarios y facultades de
teología de la Iglesia- muchos de ellos eran casi copia literal del derecho
canónico, el cual tuvo en la práctica un influjo más decisivo en la formación
espiritual y pastoral de los hombres y mujeres de Iglesia que la Sagrada
Escritura o la Teología propiamente dicha. Por supuesto que no faltaron
honrosas denuncias de este hecho bajo la acusación de legalismo, como eco
lejano de la dialéctica paulina de la lucha entre el espíritu y la ley, hasta
que el Vaticano II agarró al toro por los cuernos y marcó las pautas para la
redacción del nuevo Codex actualmente
vigente. El propio Juan Pablo II dejó
bien claro en el decreto de promulgación del Codex de 1983 que el criterio hermenéutico fundamental del mismo
remite inmediatamente al concilio, a la teología y a la Sagrada Escritura. El
discurso legislativo en la Iglesia no puede en ningún momento prescindir del
discurso bíblico y teológico en el que encuentra su propio suelo legitimador.
En todo esto se ha progresado mucho,
pero no podemos quedarnos ahí. El derecho, por su propia idiosincrasia, es
delimitador de libertades. El Derecho canónico prescribe formas de conducta e
impone límites al obrar de los fieles, lo cual conlleva siempre el riesgo de
incurrir en lo que se llama autoritarismo o abuso de la legítima autoridad. El
Derecho canónico no puede casi suplantar a la Biblia y la teología como ha
ocurrido en el pasado. Por otra parte, el movimiento ecuménico no tiene marcha
atrás, lo cual significa que tanto las iglesias ortodoxas como la católica
tienen que esforzarse más en adaptar las estructuras canónicas vigentes a las
exigencias de la unión de todos los cristianos. Esta conciencia de renovación
existe y puede ser un buen antídoto contra el legalismo de otros tiempos en perjuicio de la dinámica
evangélica de la caridad. Por otra parte está el lenguaje técnico utilizado en
la estructura y su formulación como
órdenes que hay que cumplir bajo sanciones. Este aspecto constituye una
característica propia de todos los cuerpos legislativos y el Derecho canónico
la ha adoptado siguiendo casi materialmente el esquema del derecho romano. Pero
aquí está el peligro ya que el espíritu del evangelio no puede ser reducido a
normas legales que se han de cumplir bajo la amenaza de incurrir en sanciones
proporcionadas a su infracción. Existe una tendencia muy marcada a regular
mediante leyes toda la vida cristiana y a controlar su cumplimiento lo cual se
aviene mal con la dinámica cristiana de
la vida. Las normas y leyes en la Iglesia son necesarias pero hay que evitar
que la letra muerta de la ley sofoque el espíritu que las debe inspirar. En
este sentido pienso que también el actual Código de Derecho canónico ha de ser
supervisado y oportunamente corregido cuando ello fuere menester.
8. La Homilía dominical
A
continuación reproduzco el texto que yo había publicado en Internet sobre la
Homilía dominical seguido ahora del texto del Pontífice apuntalado con algunas
observaciones breves de mi exclusiva responsabilidad.
1. Una forma privilegiada de predicación
Hablando
de formas de exponer la doctrina del Evangelio con vistas a mejorar su calidad
es obligado hablar de la homilía
como parte integral de la liturgia
eucarística. El c.767 se refiere a esta privilegiada forma de predicación con
estos términos: “Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es
parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo
largo del año litúrgico, expónganse en ella, comentando el texto sagrado, los
misterios de la fe y las normas de vida cristiana”. La homilía forma parte
integral de la celebración del domingo y de ahí su importancia como anuncio y
explicación canónica del evangelio al pueblo cristiano. Así pues, “en todas las
misas de los domingos y fiestas de precepto que se celebran con concurso del
pueblo, debe haber homilía, y no se puede omitir sin causa grave”. Por otra
parte, se aconseja que “si hay suficiente concurso del pueblo, haya homilía
también en la Misas que se celebren entre semana, sobre todo en el tiempo de
adviento y cuaresma, o con ocasión de una fiesta o de un acontecimiento
luctuoso”. La Sacrosanctum concilium,35,2
define la homilía como “una proclamación de las acciones admirables realizadas
por Dios en la historia de la salvación”. Con cuyas palabras se indica de qué
se debe hablar en la homilía y no aprovechar su tiempo para hablar de otras
cosas, como ocurre con frecuencia.
Para
entendernos mejor, digamos que la homilía es ese discurso que lanza el cura
después de la lectura del Evangelio y que muchas veces los fieles desean que
termine lo antes posible. ¿Por qué? Esta es la cuestión. Los liturgistas y
pastoralistas han escrito sacos de páginas sobre el origen, naturaleza e
importancia de esta forma de predicación, pero es raro encontrar alguien que se
atreva a hablar abiertamente de los defectos más comunes que la gente suele
atribuir a los predicadores dominicales. Y lo que es peor. A veces la gente
pierde la paciencia y se queja amargamente de tal o cual predicador, pero nadie
se atreve a poner el cascabel al gato haciéndole ver las fundadas razones de
esas quejas por parte de los sufridos fieles. De hecho, hay predicadores
dominicales que ni siquiera aceptan la más mínima crítica a su modo de predicar
la homilía, convencidos de que su forma de hacer las cosas es la única
correcta. Lo cierto es que la homilía con frecuencia es motivo de desazón por
parte de los fieles y desprestigio de la liturgia dominical. El asunto es grave
y no se puede esquivar el bulto.
2. Defectos más destacables de la predicación dominical
No
me refiero a defectos doctrinales, sino a modos y formas de predicar la homilía
dominical, que son objeto de comentarios desfavorables por parte de fieles que
sólo piden que se hagan las cosas razonablemente bien sin pedir nada
extraordinario. Recordemos algunas de las quejas más frecuentes sobre la
homilía dominical.
1)
Que es muy larga
En
efecto, hay predicadores sobre los cuales se sabe cuándo empiezan, pero no
cuándo van a terminar. Con sólo oírles las primeras palabras la asamblea se
pone ya a temblar. Olvidan estos predicadores que los primeros siete minutos de
su homilía son para el público, los cinco siguientes para las paredes y el
resto, si por desgracia los hubiere, para el diablo. Es una ley de psicología
elemental que se cumple inexorablemente y no perdona a nadie. Tampoco a los
Obispos. Con otras palabras. Cualquier asamblea dominical está dispuesta a
escuchar con atención e interés a un predicador, por malo que sea, durante diez
minutos largos. Más allá de los cuales, aunque que hable como Demóstenes, la
gente empieza a moverse automáticamente sobre los asientos y a mirar para las
paredes.
Si
la homilía se prolonga, es inevitable que algunos vayan más lejos y empiecen a
proferir en su interior contenidas maldiciones contra el pelmazo del
predicador. Los escrupulosos sienten después la necesidad de confesarse. Otros
miran al reloj y cuando lo creen conveniente se salen de la Iglesia y asunto
terminado. Los más sufridos resisten hasta el final de la celebración pero
salen bufando del templo. ¿Resultado final de la celebración dominical? El
predicador satisfecho y los fieles defraudados. O sea, un tiempo precioso
pastoralmente perdido. Lo peor es que la mayoría de esos predicadores están
convencidos de que la homilía ha de ser larga y es inútil tratar de hacerles
ver que, además de hacer sufrir injustamente a la gente, pierden inútilmente el
tiempo con sus aburridas y somnolientas prédicas. Y si además el predicador es
escrupuloso o de mente estrecha, entonces la causa está perdida porque siempre
encontrará teológicas, litúrgicas y místicas razones para no dar su brazo a
torcer. De modo que, paciencia y que Dios nos ampare porque el mal sólo se
remediará con la jubilación o por muerte prematura.
Hablando
de las cualidades del predicador Martín Lutero decía: “que sepa acabar a tiempo
y no canse a los oyentes con exceso de palabrería”. En este contexto de
homilías largas un día su mujer le dijo que había oído predicar al doctor
Pommer, “el cual se desviaba mucho del tema y mezclaba otros asuntos en sus
sermones”. A lo que Lutero respondió: “Pommer predica como habláis las mujeres,
que decís cuanto se os ocurre. Es insensato el predicador que está convencido
de que puede decir todo lo que se le ocurre. Un predicador tiene que mantenerse
fiel al tema y esforzarse para hacerse entender a la perfección. Esos
predicadores que se empeñan en decir todo lo que se les ocurre se comportan
igual que las criadas cuando van a la plaza: se encuentran con otra muchacha y
echan con ella una parrafada o engarzan una conversación; que se encuentran con
otra criada, pues otra parrafada, y así con la tercera y con la cuarta, que por
eso van tan despacio al mercado. Lo mismo hacen los predicadores que se apartan
demasiado del tema y quieren decir todo de una vez. Esto es lo que no se puede
hacer”. Lutero, como es sabido, no sólo dijo brutalidades teológicas sino
también cosas sensatas y dignas de ser tenidas en cuenta, como esta crítica a
los predicadores que no terminan de hablar hasta que se hartan de decir todo lo
que se les va ocurriendo sobre la marcha alejándose del tema central y
prolongando el discurso hasta el hartazgo de la asamblea, que termina cansada y
aburrida.
2)
Que no se entiende lo que dice el cura
A
veces la gente no entiende lo que dice el predicador simplemente porque no dice
más que palabras sin un mensaje definido para ser comunicado al público. Es el
típico predicador que domina bien el lenguaje y se permite el lujo de
improvisar y hablar de todo sin orden ni concierto. Lo más que puede decir el
público al final de la homilía es que el cura habla muy bien, o que es muy
culto, pero nadie sería capaz de hacer un resumen de lo que dijo o destacar la
idea central de la homilía, la cual pudo haber resultado hasta literariamente
brillante. Es el arte de hablar mucho y bien sin decir nada sustancial que
valga la pena ser tenido en cuenta. Por otra parte, es frecuente oír decir
entre jóvenes que no van a misa porque se aburren como ostras. Lo cual nos
lleva de la mano al tema del lenguaje utilizado en las homilías. Lo normal es
que en una homilía bien preparada se digan cosas importantes que afectan
profundamente a la vida humana al filo de los textos bíblicos y litúrgicos que
son leídos. ¿Por qué entonces no suscitan interés? Los expertos en pastoral de
la comunicación están de acuerdo en que el lenguaje habitualmente utilizado en
las homilías suele ser desfasado y poco o nada comprensible para la gente,
comparable al de las recetas médicas de tiempos pasados que hacía sudar a los
farmacéuticos para descifrarlo. Con frecuencia los predicadores utilizan un
lenguaje muy clerical y poco comprensible para la gente acostumbrada a la
claridad que caracteriza a los medios de comunicación social, aunque lo que
digan sea interesante pero no importante o incluso razonablemente inaceptable.
Hay
predicadores que repiten materialmente los términos bíblicos sin hacer el menor
esfuerzo por traducirlos al lenguaje usual e inteligible de la gente, la cual
está habituada al lenguaje visual de los medios de comunicación con menoscabo
del lenguaje verbal discursivo. Además de usar un lenguaje desfasado, hay
predicadores que son como discos rayados. Escuchándoles se saca la impresión de
que se aprendieron de memoria un sermón y lo repiten como papa-gallos ante
cualquier público que tengan delante. Si
se les pidiera cuenta y razón de lo que están diciendo no sería extraño que
reaccionaran malhumorados como los cicerones cuando observan que los turistas
escuchan por educación su “rollo” aprendido de memoria, pero con indiferencia o
sonrisas compasivas por las cosas que a veces dicen con aplomo y tono de
autoridad. Otras veces el predicador
habla muy deprisa porque piensa que tiene que aprovechar la ocasión para decir
lo más posible y explicar las tres lecturas bíblicas previamente leídas. Trata
entonces de compensar la limitación del tiempo de que dispone hablando
velozmente de suerte que los oídos de la asamblea sólo perciben un chorro de
palabras que se estrella contra los tímpanos sin que sea posible retenerlas
para descifrar su significado. En el otro extremo de los que hablan muy deprisa
están los que hablan con lentitud exasperante escuchándose a sí mismos. En
resumidas cuentas, que, sea por desfase de lenguaje, falta de preparación de la
homilía, olvido de la condición del público o por hablar acelerada o
lentamente, la mayor parte de la asamblea se queda a la luna de Valencia
marchándose a casa sin sacar ningún provecho de la homilía.
3)
Tono negativo, broncas y alusiones a los
ausentes
Pero
lo anterior es miel sobre hojuelas al lado de las homilías apocalípticas. Hay
predicadores que, una vez leídos los textos bíblicos, uno tiene la impresión de
que se van a remangar y liarse a palos contra la asamblea. Fruncen el ceño y
con cara de perro gruñón arremeten contra todos los pecados de la corrompida
sociedad actual añorando las presuntas virtudes de tiempos pasados. Se olvidan
por completo de explicar amablemente el contenido del evangelio en clave
positiva de salvación ocupándose sólo del trabajo de mandar pecadores al
infierno. Se olvidan igualmente de tratar bien a los presentes dejando en paz a
los ausentes. Las alusiones a los ausentes durante el tiempo estival, en que
muchos de los feligreses marchan de vacaciones, resultan particularmente molestas.
Echan una mirada y constatan que es escaso el número de personas presentes y se
preguntan dónde están los demás haciendo comentarios sobre su ausencia. Es
verdad que no todas las broncas son iguales. Hay párrocos, por ejemplo, que se
permiten reñir a sus feligreses más por exceso de confianza o simple
imprudencia que por otras razones. Durante la homilía hacen incisos y
comentarios pintorescos que nadie toma a mal. Más aún. Cuando alguien les
recuerda amigablemente que se les calentó la lengua, lo reconocen sin
dificultad y jamás va la sangre al río. Todo queda en exceso de confianza y
falta de prudencia sin que nadie lo dé mayor importancia.
Lo
malo es cuando el predicador habla con guantes de armiño, saca la cabritera de
la ironía y con lenguaje ponderado empieza diciendo que no quisiera herir la
sensibilidad de nadie, pero que....hay quienes. Y se despacha repartiendo leña
a diestra y siniestra, contra presentes y ausentes, la juventud de hoy día, el
cine, la televisión, internet. Otros hacen comentarios recriminatorios sobre la
puntualidad a los actos litúrgicos, ordenan a la gente que se sienten en un
lado u otro del templo en incluso comentan la forma de vestir de la gente.
¿Resultado? La gente se marcha del templo malhumorada e indignada. ¡Si al menos
se le pudiera meter mano al predicador por decir algo contra la fe! El
predicador, en cambio, vuelve a la sacristía para quitarse los ornamentos
litúrgicos como un torero cuando abandona el ruedo después de haber realizado
alguna faena descomunal. Una vez más se ha perdido miserablemente el tiempo
pastoral de la homilía.
4)
Fingimiento de la voz y gestos
espectaculares
¡Es
que habla de una manera!, se oye decir a veces. La verdad es que cada cual
tiene su voz y no sirve pedir peras al olmo. Hay predicadores que tienen una
voz desagradable y de ello nadie tiene la culpa. Pero ¿por qué no hablan con
naturalidad sin falsear su voz adoptando tonos ficticios de ultratumba? ¿Por
qué no hablan sin gritar o tratar de sacar una voz artificial? Otros tienen una
voz estupenda, pero hablan con autocomplacencia escuchándose a sí mismos. Este
narcisismo verbal es un vicio característico de los profesionales de la
comunicación social y desdice mucho de los predicadores dominicales. En el
mejor de los casos se trata de un mimetismo pueril y desagradable.
Hay
predicadores que suben o bajan el todo de voz de forma premeditada con el
objeto de sorprender a la feligresía acompañando la dicción con gestos físicos
espectaculares. Esta forma de predicar está más cerca de la comedia que de la
exposición sencilla, clara y honesta del evangelio. Por otra parte, hay quienes
inconscientemente sacan una voz fingida durante toda la celebración
eucarística. Pero ¿quién pone el cascabel al gato y les dice que hablen con
naturalidad?
¿Y
qué decir de esos otros que se ponen místicos a punto de lagrimear agua bendita
repitiendo una y otra vez piadosísimos y exasperantes argumentos? Pienso que el
buen predicador no debe ser confundido con el buen comediante que sabe fingir
sentimientos y estados de ánimo ajenos a su personalidad. Si, además, el
predicador es uno de esos que se ponen a hablar sin preparar nada quedando a
merced de lo que se les vaya ocurriendo, para después atribuir al Espíritu
Santo incluso las inevitables tonterías que puedan decir, la cosa es más seria.
¿No será acaso una falta de respeto al pueblo cristiano, congregado para
celebrar la Eucaristía, y al mismísimo Espíritu Santo, ahorrarse el trabajo de
preparar la homilía como Dios manda, dando por supuesto que el Espíritu apoya
la holgazanería irresponsable del predicador? Es que el Espíritu,
replican. No, cuando tenemos muchas
ganas de hablar y necesitamos desahogarnos con alguien - en este caso el pueblo
cristiano- si escuchamos al Espíritu nos dirá con toda claridad: antes de
hablar, piensa bien lo que vas a decir y no digas tonterías en mi nombre.
5)
Sermones y discursos paralelos en lugar
de la homilía
El
término sermón tiene actualmente un significado peyorativo que se refleja muy
bien en dichos populares como estos: “ya
estoy harto de oír sermones”; “no hace más que sermonear a los demás”; “no me
eches sermones”, y así sucesivamente. Estas expresiones derivan del estilo de
aquellos predicadores que, en lugar de explicar a la asamblea con la mayor
objetividad y claridad posibles los pasajes difíciles del evangelio u otros
textos litúrgicos del día, se dedican a “sermonear”, o lo que es igual, a
corregir defectos, dar consejos morales inoportunos y planificar actos de
culto, sin olvidar el reclamo inoportuno de ayudas económicas. A este tipo de
falsas homilías responde la crítica del humorista que reza así: al entrar en el
templo deje fuera la cabeza y cuando salga, la cartera. Los sermones
espectaculares de este jaez nos recuerdan también la crítica implacable que el P. Isla hace de los mismos en su
conocido Fray Gerundio de Campazas.
Por
lo que se refiere a la confusión de la homilía con los discursos paralelos o
alternativos, cabe destacar algunos errores. El primero consiste en dar por
sabido lo que hay que explicar con el pretexto de que el mensaje de los textos
litúrgicos del día está claro y, en como consecuencia, el predicador centra la
homilía en otra cosa. Por ejemplo, se termina de leer la parábola del hijo
pródigo y el predicador comienza la homilía diciendo que, como lo que acaba de
ser leído está suficientemente claro, va a hablar de otro asunto. Tenemos así
un discurso alternativo inesperado que deja al público con la boca abierta.
Otras veces se ha leído algún texto bíblico particularmente difícil de entender
y el predicador echa el balón fuera hablando de otras cosas en lugar de
explicar el texto en cuestión. Esta forma de proceder es propia de predicadores
con escasa formación bíblica y teológica, o bien que están muy ocupados con
menesteres administrativos y no
encuentran tiempo para preparar la homilía. En estos casos recurren a temas
evasivos haciendo también un discurso paralelo a lo que debería ser la homilía.
Otro modo de sermón paralelo no deseable
consiste en elaborar un discurso bíblico o teológico genérico, memorizarlo bien
y repetirlo en todas las homilías como un disco grabado. Así las cosas, el
predicador emplea la mayor parte del tiempo en la repetición de dicho discurso
y sólo de forma rápida e irrelevante alude a los temas del día sobre los que
debería centrar la homilía. O lo que es igual, se aprende de memoria un
discurso y lo repite siempre y en todo lugar sin descender a la explicación
concreta de los pasajes interesantes o difíciles de entender leídos durante la
celebración de la Eucaristía. Estos predicadores me traen a la memoria al
flautista Marcelo el cual en todas sus intervenciones tocaba la misma música
con la aclaración previa siguiente. Voy a interpretar para ustedes esta pieza
de baile para que los que son del pueblo y la saben, no la olviden, y para que
los que vienen de fuera y no la saben, la aprendan.
También
me parece oportuno recordar la práctica que durante algún tiempo estuvo en
vigor, de diseñar un programa monográfico de teología para ser desarrollado
durante el tiempo destinado a la homilía durante un periodo de tiempo
determinado. Por ejemplo, durante todo un año litúrgico o un periodo
determinado como son los litúrgicamente denominados tiempos fuertes. Este
método equivale a una confusión lamentable de la homilía con las clases de
teología en las que se fijan unos temas a tratar y se los va desarrolla durante
el curso académico prescindiendo de si llueve o nieva, hace sol, es de día o de
noche. Ocurre entonces que la temática fijada en el programa prevalece sobre la
temática litúrgica propia del día. Tenemos así un discurso paralelo y la gente
tiene la impresión de que, en lugar de escuchar una homilía, lo que escucha es
una lección académica de teología al margen de la celebración litúrgica del
día, para lo cual están las cátedras de teología con esa finalidad. Pienso que
este trueque de temas burlando los derechos de la homilía es un error
importante.
6)
Preparación de la homilía en común
Por
último, dos palabras sobre la preparación de la homilía en común. Cuando yo era
joven se puso de moda esta forma de preparar la homilía dominical pero pronto
me percaté de que tal metodología no es aconsejable como norma general. No me
interesa describir aquí los motivos concretos de esta valoración negativa pero
sí será oportuno hacer algunas observaciones útiles al respecto. Para empezar
hemos de reconocer que ese tipo de reuniones comunitarias resultan muy
difíciles de llevar a cabo en la práctica tanto en las parroquias como en las
casas religiosas. Por si esto fuera poco, la preparación comunitaria no
favorece la personalización indispensable del discurso dominical de acuerdo con
los criterios de preparación que indicaré después. Se corre el riesgo también
de que la homilía se convierta en un disco grabado por otras personas y
repetido de forma mecánica y protocolaria sin el toque personal indispensable
para que el mensaje de la misma resulte creíble y persuasivo para la
feligresía. Dicho lo cual añado lo siguiente.
En
circunstancias especiales, sobre todo cuando no hay libertad religiosa
reconocida, la preparación comunitaria de la homilía puede resultar muy
conveniente y hasta necesaria. Estoy pensando, por ejemplo, en el riesgo que
corría el predicador en los países sometidos al régimen comunista en Europa y que
yo mismo tuve la oportunidad de detectar. En aquella situación política y
social lo mejor y más prudente era que se oyera una sola voz bien armonizada lo
cual requería una preparación comunitaria del discurso dominical bien
acrisolada sin destaques personales. Lo mismo cabe decir hablando de la
predicación cristiana actualmente en los países islámicos donde la libertad
religiosa que no sea el islam está rigurosamente prohibida y penalizada. Como
caso histórico ejemplar en esta materia cabe recordar el célebre sermón de los
frailes dominicos el 21 de diciembre de 1515. Se acercaba la celebración de la
Navidad y fray Antonio Montesinos denunció en nombre de toda su comunidad de
frailes dominicos los atropellos que se estaban cometiendo con los indios. ¿Cómo
compaginar la celebración del nacimiento de Cristo con dichos atropellos?
Antonio Montesino subió al púlpito, como portavoz de la primera comunidad de
dominicos en el Nuevo Mundo, en Santo Domingo, y pronunció el sermón de
denuncia después de haber sido preparado previamente y firmado por todos los
frailes. Había que decir cosas muy fuertes y por ello prepararon juntos la
histórica homilía firmándola y haciendo suyo cada uno de los miembros de la
comunidad el contenido de la misma.
9. Consejos prácticos para hacer la homilía
Es
cierto que resulta más fácil predicar que dar
trigo, dar consejos a otros y no ejemplo práctico de ellos. No obstante
me atrevo a hacer algunas sugerencias sobre el proceso de preparación de la
homilía dominical personalizada.
1) La Homilía, para que resulte pastoralmente eficaz, debe ser breve
La
brevedad es la regla de oro confirmada por la psicología moderna de la
comunicación. Si la prédica es defectuosa, pero breve, la gente se olvida
fácilmente del impacto negativo y no pasa nada. Y si es buena, el público queda
bien dispuesto para volver a escuchar. Por el contrario, la homilía larga y
defectuosa exaspera e indispone para el futuro. Y si es de calidad, a medida
que se prolonga se va generando cansancio. La brevedad ayuda a soportar y
olvidar todos los defectos. Está demostrado que aún las cosas más gratas,
cuando se prolongan demasiado, terminan produciendo hastío. Uno puede escuchar
con placer durante algún tiempo, o de cuando en cuando, la novena sinfonía.
Pero a fuerza de escucharla puede llegar
el momento en que a uno le apetezca más escuchar un cencerro, aunque sólo sea
para variar. Lo mismo pasa con los predicadores. El mero hecho de tener que
escuchar siempre a la misma persona todos los domingos es un factor negativo
que el predicador ha de tener en cuenta. Por eso, la regla de oro para el que
tiene que hablar muchas veces a un mismo público es la brevedad. Por la
brevedad el público termina olvidando y
tolerando los defectos de los malos predicadores por exceso de palabras. Sólo
tres ejemplos prácticos y pintorescos para ilustrar lo que termino de decir.
Antes
recordé el comentario de Lutero con su mujer acerca de las homilías largas.
Pues bien, un ilustre obispo español ya fallecido celebraba una solemne
ordenación de sacerdotes y diáconos en su catedral. Según me dijo uno de los
asistentes a la ceremonia, la homilía del Obispo duró una hora. En un momento
dado hubo gente que sugirió la idea de abandonar el recinto catedralicio hasta
que terminara de hablar el prelado pero pensaron que este gesto podía servir
como carnaza para los medios de comunicación por lo que aguantaron el tirón
hasta el final. La homilía era una pieza magistral de teología sobre el orden
sacerdotal, digna de ser publicada y estudiada, pero insoportable por su
extensión en una ceremonia ya de suyo muy larga.
En
otra ocasión el Arzobispo de la ciudad americana donde yo había dado algunas
conferencias celebraba la misa diariamente a las 12 horas en su catedral.
Contabilizando mi tiempo disponible me decidí a ir a despedirme de él cuando
terminara la celebración. Era un lunes o martes de la semana y se despachó con
tres cuartos de hora de homilía. En realidad ésta era una magistral lección de
teología pero a destiempo y rompiendo el ritmo normal de una celebración
eucarística en un día cualquiera de la semana. Por último, otra anécdota
disuasiva contra las homilías largas, aunque sean episcopales. Al término de
una solemne celebración eucarística celebrada por un Obispo muy intelectual una
señora comentó la extensa homilía con estas palabras: “empachosamente culto”.
2) Preparar la homilía
¿Cómo?
Para empezar yo aconsejo no leer ninguna de esas homilías prefabricadas en
revistas y publicaciones de auxilios litúrgicos a no ser en casos de extrema necesidad.
La homilía, para que sea convincente, tiene que ser personalizada y no un
discurso estandarizado. El predicador es una persona que habla y no un disco
grabado que reproduce algo que ni entiende ni es suyo. Lo aconsejable es
empezar leyendo atentamente todos los textos bíblicos de la liturgia dominical.
A continuación, se consulta un par de comentarios bíblicos de calidad
reconocida sobre dichos textos hasta formarnos una idea bíblica correcta de los
mismos. Una vez que se ha llegado a dominar globalmente la temática desde el
punto de vista bíblico, se selecciona el aspecto o problema sobre el cual se va
a centrar el discurso homilético.
En
principio se selecciona aquel aspecto o pasaje cuya lectura puede resultar más
difícil de entender por parte de los fieles. Por ejemplo, si toca leer el
pasaje veterotestamentario del sacrificio de Isaac, el predicador no puede
echar el balón fuera diciendo que va a hablar de la importancia de la oración
porque le resulta difícil explicar ese pasaje. El público necesita una
explicación que el predicador debe facilitar mediante la homilía. Y si hay
niños y se ha leído que nadie puede ser discípulo de Cristo si no odia a su
padre y a su madre, el predicador no puede marcharse por los cerros de Úbeda
hablando de tópicos comunes dejando ahí esas palabras sin explicar su
significado. Son sólo dos ejemplos, que podían multiplicarse hasta el infinito
ya que el lenguaje de la Biblia tiene muy poco que ver con el lenguaje actual y
hay que saber cuándo ha de ser tomado en sentido histórico-literal o hay que
interpretar el género literario utilizado.
Hay
homilías que son piezas literarias, pero su contenido se reduce a ocurrencias
personales y frases ingeniosas inspiradas en alguno de los textos litúrgicos
sin aportar ninguna luz para la comprensión real de los mismos. A veces estos
predicadores tienen días malos. No se sienten inspirados y lo pasan muy mal
cuando tienen que hablar porque, como ellos mismos suelen decir, tengo que
predicar y “no se me ocurre nada”. No. Un predicador
puede decir con toda razón que está cansado y no tiene ganas de hablar. Pero no
que no se le ocurre nada. Eso sólo demuestra que es un vago que no prepara la
homilía o que dedica el tiempo pastoral a otras actividades menos importantes.
Estas
situaciones no tendrían lugar si se tuviera la costumbre de preparar
personalmente la homilía siguiendo el proceso que acabo de indicar. Siguiendo
este método, no sólo no hay penuria de ideas sino que se multiplican y en lugar
de tener que esperar angustiosamente a ver si llega la inspiración o surge
alguna ocurrencia, lo que procede es seleccionar aquellas ideas que más
convenga decir al público. El Espíritu Santo ayuda al predicador que prepara la
homilía pero no suple su holgazanería pastoral. Por supuesto que pueden darse
situaciones en las que esa preparación inmediata resulte imposible. En tales
casos, si falta una preparación remota suficiente para salir del atolladero, lo
mejor y más correcto es no hablar. Para no hablar se pueden alegar muchas y buenas
razones. Para hablar mal no hay razón justificativa ninguna. Hay muchas
circunstancias en la vida en las que callados es como más guapos estamos. Y no
vale eso de que, ¡hombre, “algo habrá que decir”! O que la mejor preparación de
la homilía es la oración. La prudencia más elemental y el respeto debito al
público aconsejan que cuando, por las razones que sean, no se está en
condiciones de predicar la homilía como Dios manda, lo mejor es omitirla.
Tampoco es honesto escudarse en la oración para evitar el trabajo de la
preparación.
3) Una idea, pocas palabras y fáciles de entender
Lo
ideal sería que el predicador de la homilía se centre en una sola idea o
pensamiento y la exponga en cinco minutos largos con las palabras más sencillas
susceptibles de ser entendidas por cualquier público. Lo cual requiere mucha
preparación. No menos que para preparar un buen discurso televisivo de cinco
minutos de exposición y dos de diálogo en directo con el público. Para predicar
bien una homilía de 5 ó 7 minutos se necesitan muchas horas de preparación
remota y como mínimo una o dos de preparación inmediata. Para predicar una
homilía durante una hora, con cinco minutos de preparación hay bastante. Para
predicar durante horas, no se necesita preparación ninguna y esta es la
tentación a la que sucumben muchos predicadores dominicales.
En
cuanto al tono y género del discurso homilético, se ha de evitar, por encima de
todo, el “sermoneo”. Me refiero a esa forma de hablar al público dando consejos
y advirtiendo de peligros como el abuelo a los nietos. O mejor, esa mala
costumbre de no saber dirigirse al público si no es en tono obsesivamente
moralizante corrigiendo presuntos defectos o dando consejos que nadie ha
solicitado sobre las cosas más obvias. El “sermoneo” es primo hermano del
“paternalismo” que suele inducir a actitudes de rechazo.
La
homilía no debería ser tampoco una fría conferencia académica. Para hacer un
buen discurso académico no se requiere creer o estar convencidos de lo que
decimos. Basta hacer una exposición objetiva y ordenada del tema a tratar. Por
el contrario, si el predicador de la homilía no expresa su adhesión afectiva a
lo que está diciendo, puede dar la impresión de que está engañando al público y
pierde credibilidad. Igualmente hemos de reconocer que, cuando se emociona y
hace afirmaciones salomónicas de cualquier cosa que dice, lo más probable es
que se parezca a un actor de teatro al estilo de Gerundio de Campazas. Se ha de
evitar el estilo academicista y el teatral buscando siempre la naturalidad y la
sencillez. Pero sin incurrir en el otro extremo, que es la chabacanería. Hay
predicadores cuya forma de hablar en la homilía apenas se distingue de la que
usarían tomándose con un feligrés una cerveza amigablemente en la cervecería de
la esquina.
Pienso
que la homilía tiene su propio estilo, que es esencialmente informativo. Me explico. La predicación
cristiana es anuncio de la gran noticia
de la salvación humana. La noticia de la salvación, por tanto, es el objeto
formal de la predicación evangélica, cuyo contenido esencial según S. Pablo
(Col 4) es el misterio de Cristo por cuya predicación dice encontrarse en
prisión. Ahora bien, las noticias se transmiten mediante informaciones
objetivas y veraces. De donde se infiere que la predicación se ha de hacer de
acuerdo con los cánones de una buena información objetiva y veraz acerca de
Jesucristo y su mensaje de salvación. Por otra parte, la información objetiva
no se agota en la mera transmisión de la noticia, sino que se prolonga en el
comentario, que en nuestro caso es la homilía. Cualquier sistema de información
completa se materializa en forma de noticia y comentario. Dicho esto, cabe
describir el estilo de la homilía en pocas palabras del modo siguiente.
La
homilía bien hecha lleva una noticia o mensaje sobre Jesucristo y un comentario
sobre la noticia. O mejor, es una noticia comentada sobre Jesucristo que se
transmite en un tiempo muy breve de forma que sea entendida por cualquier
persona normal como las noticias y comentarios periodísticos. Como
características esenciales de la predicación homilética por relación a la
información periodística cabe destacar las siguientes. 1) El contenido esencial
de la homilía como noticia es siempre bíblico y cristológico, que es lo mismo
que teológico. Lo cual implica que el predicador tiene que conocer muy bien la
Biblia y la Tradición bíblica eclesial como primera fuente de información. 2)
La noticia debe ir acompañada de un comentario teológico y pastoral, pero de
forma que el público pueda percibir claramente dónde termina el anuncio de la
noticia y comienza el comentario personal. 3) El lenguaje utilizado ha de ser
aquel que mejor haga llegar al público el mensaje. Ahora bien, en las
sociedades modernas avanzadas el lenguaje más idóneo para llegar al mayor
número posible de personas es, sin lugar a dudas, el periodístico. De ahí la
necesidad de ensayar un nuevo estilo de predicación en clave informativa
abandonando el estilo del sermón tradicional. 4) El predicador debe creer en lo
que dice. Lo contrario es un fraude y no genera credibilidad en la audiencia
aunque diga cosas muy bonitas y estéticamente bien presentadas. 5) El
predicador debe evitar hacer el papel de comediante con sus gestos oratorios
con el fin de impresionar y ganarse emocionalmente al público. Igualmente ha de
evitar los tópicos de la publicidad y de la propaganda ya que la verdad
revelada en Jesucristo no es un producto de mercado ni una ideología sino una
forma de vivir amorosamente con Dios y con los hombres. 6) Salvo en
circunstancias especiales, fácilmente comprensibles por el público, las
homilías leídas son desaconsejables como práctica habitual. La homilía debe ser
personalizada y con su lectura rutinaria el predicador induce a pensar a la
feligresía que actúa como un robot o que es torpe de mente.
10. La homilía dominical
según el Papa Francisco
Por
la razón que indiqué más arriba reproduzco ahora literalmente el texto papal,
liberado de las citas y cotejado con algunas observaciones de mi exclusiva
responsabilidad.
“135.
Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria
evaluación de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con
cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los
reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer
oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la
capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los
fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados,
muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así
sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del
Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de
renovación y de crecimiento.
136.
Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de
que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él
despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza
sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás
también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro
Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf.
Mc 1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2).
Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la
palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para
enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los
pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137.
Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre
todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación
y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son
proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las
exigencias de la alianza». Hay una valoración especial de la homilía que
proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el
momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión
sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre
el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad
para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese
diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
138.
La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de
los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la
celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro
del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y
evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de
mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve
más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara
demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la
armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro
del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se
entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la
celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la
asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía
que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un
lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
La conversación de la madre
139.
Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se
evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el
predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una
madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le
enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe
reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende
de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como
al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo
bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los
Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que
escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La
prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una
fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo
como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra
lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de
«cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón
se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo,
aliento, fuerza, impulso.
140.
Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con
su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del
predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus
frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo
aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será
fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo
en el corazón de los hijos.
141.
Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo,
para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas
tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada
de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas,
pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc
12,32); Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al
Padre que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de
la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las
has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar
con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su
gente.
Palabras que hacen arder los
corazones
142.
Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el
gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman
por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las
personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente
moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de
exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y
que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la
predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la
homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de
verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la
belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del
bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de
las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible
del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero
don antes que exigencia.
143.
El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas
o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia
entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que
hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la
hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y
los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza
entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la
homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él.
El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios.
Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los
sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su
conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los
dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido
de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y
a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144.
Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la
integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el
corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La
identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el
Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en María–, el otro
abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que
nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero
hermosa tarea del que predica el Evangelio.
La preparación de la
predicación
145.
La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene
dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad
pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación
de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero considero
conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de
calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto
no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo,
me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo
personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos
tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo
que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa.
Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias
capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se
prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha
recibido.
El culto a la verdad
146.
El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la
atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando
uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita
el «culto a la verdad».[113] Es la humildad del corazón que reconoce que la
Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros,
sino los depositarios, los heraldos, los servidores».[114] Esa actitud de
humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a
estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder
interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y
darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier
preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No
vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados
rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación
requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o
a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A
partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con
una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147.
Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de
las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que
no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o
tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más
que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua,
eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el
escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis
literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan,
reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar
que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los
pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el
mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador
no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni
orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no
terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor
en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una
idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue
escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue
escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito
para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas
opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea
misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender
adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo
en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia.
Éste es un principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en
cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera,
y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la
voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan
interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las
mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y
específico del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una
predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia
del texto que se ha proclamado.
La personalización de la
Palabra
149.
El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con
la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que
es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y
orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y
engendre dentro de sí una mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada
día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en
nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno
olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye
realmente en el anuncio de la Palabra». Como dice san Pablo, «predicamos no buscando
agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Ts 2,4).
Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que
predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de
la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo
resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron
así en el corazón del Pastor.
150. Jesús se irritaba frente a esos
pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de
Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen
sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera
con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros
muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo»
(3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover
por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la
predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar
a otros lo que uno ha contemplado». Por todo esto, antes de preparar
concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que
aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una
Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma
y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y
pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral. También en
esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de
autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien
ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo».
151. No se nos pide que seamos
inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo
profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo
indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de
que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra.
Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente
y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se
detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su
propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un
tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un
estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su
pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a
Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te
lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y
creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su
mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su
razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la
Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las
palabras que por sí solo no podría hallar».
La lectura espiritual
152.
Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su
Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio
divina». Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración
para permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia
no está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el
mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de
descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual
de un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente
le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar
sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto,
en definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar
esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo
Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153.
En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar,
por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi
vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me
interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me
atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones.
Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra
tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para
evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza a buscar
excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces
pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos
todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo
en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente
que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar
un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el
camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la
propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos
dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos
lograr.
Un oído en el pueblo
154.
El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo
que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la
Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las
aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de
considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano»,
prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y
respondiendo a las cuestiones que plantea».[120] Se trata de conectar el
mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven,
con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no
responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente
religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en
los acontecimientos el mensaje de Dios»[121] y esto es mucho más que encontrar
algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor
desea decir en una determinada circunstancia». Entonces, la preparación de la
predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se
intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que Dios hace oír en una
situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al
creyente».
155.
En esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana
frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la
soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la
preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad
para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos
que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene
ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los
programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que
la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la
adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a
veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la
predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos pedagógicos
156.
Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que
decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una
predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero
quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje.
Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la
importancia de los métodos y medios de la evangelización».[124] La preocupación
por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es
responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y
nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio
exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de
escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de
preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu
discurso. Di mucho en pocas palabras» .
157. Sólo para ejemplificar,
recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y
volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar
imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se
utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero
esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio,
ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen
atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible,
conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el
mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en
la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro,
debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».
158.
Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan
fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada». La
sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que
comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío.
Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus
estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común
de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos.
El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y
pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno
quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la
Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y
prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas
diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco
clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica,
o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria
es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente
al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159.
Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que
hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo
negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para
no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una
predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja
encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se
reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más
atractiva la predicación!
5. Observaciones sobre el texto pontificio
Me
ha llamado mucho la atención la advertencia del Papa Francisco acerca de las
quejas existentes sobre la predicación de la homilía dominical. Ante ellas no
podemos mirar hacia otra parte o hacernos los sordos. El contexto propio de la
homilía dominical es litúrgico y eucarístico. Por ello, pienso yo, la homilía
no puede ser tomada como ocasión para hacer política, propaganda de ideas o
pedir dinero. Cada cosa debe hacerse a su tiempo y el tiempo de la homilía no
es transable. Es muy desagradable, por ejemplo, que el predicador termine su
discurso pidiendo dinero a los fieles. Las necesidades administrativas se han
de resolver en otros momentos y de otra forma sin menoscabo del tiempo y
finalidad de la homilía.
La
homilía no debe ser un espectáculo entretenido sino breve sin caer en el estilo
de una charla campechana de cafetería o
una fría exposición académica. La homilía larga, además de casar a la
feligresía, rompe la armonía entre las partes de la celebración litúrgica y su
ritmo. Ya hablé más arriba de los que celebran la eucaristía despachándose con
una homilía larga y tres mini-homilías. Por otra parte, el hecho de que el
predicador, como una buena madre, pueda permitirse el lujo de aburrir a la
audiencia en circunstancias muy concretas, no legitima que el predicador
castigue constantemente a los sufridos fieles con homilías largas. El
Pontífice recuerda que la predicación
puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase
de exégesis, reducen la comunicación
entre corazones que debe prevalecer en la predicación dominical. El desafío de
una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores
sueltos. Donde está tu síntesis, allí
está tu corazón. Yo diría que el predicador que no va al grano con la idea
esencial que desea transmitir, es porque no ha preparado debidamente la
homilía. Las cosas bien preparadas se dicen pronto mientras que de las cosas
improvisadas podemos hablar durante horas sin parar.
Sobre
la preparación de la homilía el Papa Francisco no admite excusas. Así de claro: “La preparación de la
predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo
prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Algunos
párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas
que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se
dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente
prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes”.
El primer paso en la preparación de la homilía, después de invocar al Espíritu
Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento
de la predicación y hacerlo con amor. Es obvio, pienso yo, que sin amor y
respeto a la feligresía el predicador puede ser un gran orador pero no un predicador
del Evangelio de Jesucristo.
Por
otra parte, el predicador debe estar lo más seguro posible de haber entendido
adecuadamente el significado de las palabras leídas en la celebración
litúrgica. El Pontífice es muy consciente de la dificultad de entender los
textos bíblicos y de ahí la necesidad
del estudio e investigación de los mismos.
Pero no se trata de entender todos y cada uno detalles del texto. Lo más
importante es descubrir cuál es el mensaje principal del mismo. Es claro que la
preparación de una buena homilía requiere mucha inteligencia y corazón en mutua
colaboración y no por separado o excluyéndose. El Papa habla también de los
recursos pedagógicos del discurso haciendo una aclaración muy interesante
corroborada por los expertos modernos de la comunicación. A veces se utilizan
ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos
ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan
a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. En este sentido suele
decirse entre los expertos que vale más una imagen que cien palabras.
Por
lo demás, la homilía ha de ser un discurso personalizado y no estandarizado. El
predicador debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra
de Dios. No le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también
necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante. Es la
sincronía de inteligencia y corazón de cada predicador de acuerdo con los
rasgos y características de su personalidad. Por último el Papa recomienda a
los predicadores dominicales que hablen a la gente en lenguaje positivo. Por
supuesto que en ocasiones habrá que hablar de cosas negativas, pero sin quedar
enzarzados en las quejas y los lamentos. Aún en estos casos la predicación ha
de alejarse de la negatividad y generar esperanza. Por lo demás, la lectura
orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para
descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para
tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. O sea, que,
como he dicho más arriba, la inteligencia y el corazón no sólo no se excluyen
sino que se implican. El Papa recuerda que el predicador necesita también escuchar
a los fieles para descubrir lo que estos necesitan escuchar. Esta observación
me recuerda los tiempos en que yo visitaba las iglesias para escuchar entre los
feligreses las homilías dominicales y ponerme en cola para recibir el
sacramento de la confesión. Esta experiencia de simple feligrés es muy útil
para saber lo que hay que decir en las homilías, cómo y cuándo y el tiempo que
han de durar para que resulten provechosas y saludables. A los que dicen que no
hay tiempo para hacer esta experiencia yo les diría lo que el Papa a los que
dicen que no tienen tiempo para preparar la homilía. Hay que sacar el tiempo de
donde sea organizando proporcionalmente el trabajo pastoral.
11. Consejos evangélicos
Me refiero a los
llamados “votos religiosos” y que constituyen un pilar muy importante de la
vida cristiana. Los teólogos, profesionales de la vida religiosa y directores
espirituales hacen bien recomendando los consejos evangélicos como forma de
seguir a Cristo, si fuera posible, pisándole los talones. Pero tal vez debieran
tener más cuidado en la forma de presentar este proyecto de vida para no
confundir lo que Cristo aconsejó,
dejándolo a la libre elección de cada uno de acuerdo con el sentido común y los
dictados del Espíritu Santo, con preceptos y leyes que todo el mundo debe
cumplir. El mandato nuevo del amor, por ejemplo, es una encomienda universal y
no admite excusas ni dispensas de nadie. Por el contrario, para no abrazar o
eventualmente abandonar los consejos evangélicos pueden existir poderosísimas
razones. Los consejos
“preceptuados” dejan de ser
consejos de libre elección para
convertirse en órdenes o mandatos a ejecutar bajo normas y sanciones.
Hablando claro y leyendo el Nuevo
Testamento como Dios manda, nadie se salvará por ser obediente, casto o pobre,
sino por creer en Jesucristo y practicar el respeto y la caridad con todo el
mundo. Los consejos evangélicos sólo tienen sentido como expresiones de amor y
no como modos de vida en sí mismos. Los teólogos y directores espirituales
suelen hacer discursos teóricos muy interesantes sobre la vida religiosa o
“consagrada”, pero pocas veces entran al trapo de los problemas personales que
surgen como consecuencia de una “mística” de los votos religiosos poco realista
y coherente con la vida. Y sin más preámbulos, recordemos lo que prescribe la
norma canónica vigente al respecto seguida de unas breves observaciones
críticas que espero sean de utilidad.
12.
¿Obediencia o libertad personal responsable?
El c. 601 del Codex vigente reza así: “El consejo evangélico de obediencia,
abrazado con espíritu de fe y de amor en el seguimiento de Cristo, obediente
hasta la muerte, obliga a someter la propia voluntad a los Superiores
legítimos, que hacen las veces de Dios, cuando mandan algo según las constituciones
propias”. Y el 217: “Los fieles (...) tienen derecho a una educación cristiana
por la que se les instruya convenientemente en orden a conseguir la madurez de la persona humana y al mismo tiempo conocer y vivir el misterio de la salvación”.
Pero la cuestión
que nos interesa aquí es si el voto de obediencia contribuye de hecho al
desarrollo de la personalidad humana o más bien constituye un obstáculo. Lo
cual no se puede saber “a priori” sino “a posteriori” por los efectos. No se
puede afirmar dogmáticamente como principio general que el voto de obediencia
contribuye al desarrollo de la personalidad cuando en la práctica nos
encontramos con casos en los que esa afirmación es desmentida. Obedecer fue siempre un problema.
Santo Tomás fue consciente de ello y se planteó la cuestión crudamente sin
ambages. ¿Es lícito que unos hombres obedezcan a otros? ¿Puede hablarse de la
obediencia como una virtud? ¿Debe obedecerse a ciegas a todo lo que está
mandado, incluso cuando el que manda es Dios mismo? ¿Hasta qué punto deben los
cristianos obedecer a las autoridades civiles?
La historia humana, por otra parte,
está saturada de opresiones y de sumisiones tiránicas que se han pretendido
legitimar en nombre de la obediencia política y religiosa. Con gran sentido de la realidad, el Aquinate reconoce que la
obediencia es necesaria para la humana convivencia. Pero el mandar equivale a
mover por la razón y la voluntad. El
obedecer, por tanto, tiene que ser algo razonable y libre por parte de los
súbditos. Todo mandato ha de ser ejecutado por la voluntad libre. El Aquinate
explica cómo se ha de compaginar la virtud de la obediencia con la autonomía de
la persona, tanto desde una perspectiva natural y social como religiosa. Un hombre/mujer no debe obedecer a
otro hombre/mujer cuando los mandatos son impuestos por la fuerza, fuera del
contexto de la justicia, atropellando la libertad o entrometiéndose en la vida
interior. La obediencia de hombre a hombre sólo es aceptable en el ámbito de
los actos externos y del bien común público (II-II, q. 104).
Una de las formas más elegantes de
abusar de la autoridad consiste en apelar por sistema a la obediencia prometida
o presuntamente debida. Quienes más saben de esto son los militares. Sin la
idealización de la obediencia les resultaría muy difícil convencer a nadie para
que dispare el arma o se ponga en el lugar más adecuado para recibir cuatro
tiros. Eso sí, luego llegarán las condecoraciones y los homenajes póstumos.
Pero, como reza la sabiduría popular, “a burro muerto, la cebada al rabo”. No
es descabellado pensar que la mayor parte de las guerras que han asolado al
mundo podían haberse evitado simplemente con la desobediencia militar. También
en la Iglesia el culto a la obediencia puede conducir a excesos y sinrazones
cuyas consecuencias antes o después hay que pagar. A este extremo indeseable se
puede llegar, por ejemplo, inculcando lo que se conoce como “obediencia ciega”.
Un manual de formación para novicios escrito por Juan Casas la define así:
“Aquella por la cual el religioso, sacrificando en holocausto completo las
razones y consideraciones naturales con todos los reparos de la prudencia
humana, sugeridos por las propias luces, acerca del mandato, y guiado sólo por
la luz de la fe, ejecuta generosamente cuanto la santa obediencia le prescribe,
siempre que no sea contrario a Dios y a su profesión religiosa”.
¿Y por qué se llama ciega? Se pregunta
el ortodoxo manualista, y responde: “Porque el religioso obedece guiado
totalmente por la luz superior de la fe, renunciando a su propio juicio, su
modo de pensar y sentir para hacer suyo el juicio y el sentimiento del
Superior, confiando tanto en la asistencia que Dios dispensa a los Superiores,
como en la gracia con que favorece al buen súbdito. Es llamada ciega en tono despectivo por los
prudentes según el mundo, al modo que los sabios, según la carne, llaman estulticia o necedad al Santo Evangelio.
Pero esta obediencia ciega goza de plena luz divina, según aquello de San
Bernardo: “Si vis esse sapiens, esto
obediens”. Se entiende aquí sabio con la sabiduría de los Santos, que
supera infinitamente toda humana sabiduría”. Para rematar la faena dice que la
obediencia ciega ha de ser tenida en el mismo aprecio que la vocación religiosa
por ser poco menos que el alma de todo el estado religioso.
La cosa viene de lejos. S. Agustín en
su famosa Regla comienza afirmando la primacía de la caridad en la vida
cristiana por encima de cualquiera otra regla o norma de conducta. Pero
hablando después de la obediencia en la vida religiosa se pronuncia a favor de
la autoridad. Recordemos sus propias palabras. Inicio de la Regla: “Ante todas
las cosas, amadísimos hermanos, amemos a Dios y después al prójimo porque estos
son los principales mandamientos que se nos han dado”. Y seguidamente, en el
número dos: “Esto es lo que mandamos que observéis los que residís en el
monasterio”. O lo que es igual, que toda la vida monástica debe estar ordenada
a la práctica de la caridad. Por otra parte en el número 43 el Obispo de Hipona
nos sorprende con esta aclaración: “Pero, cuando la disciplina necesaria para
mantener dentro de un orden a otros más jóvenes os exija decir palabras
severas, incluso si tenéis la sensación de haberos excedido en ellas, no se os
exige que les pidáis perdón. No sea que, mientras guardáis una excesiva
humildad, se resquebraje vuestra autoridad moral para dirigir a los que
conviene que os estén sumisos. No obstante, habéis de pedir perdón al Señor de
todos, que conoce con cuánta benevolencia amáis también a aquellos a quienes
quizá corregís más de lo justo. El amor entre vosotros no lo ha de inspirar el
egoísmo, sino el Espíritu”. En resumidas cuentas, que el superior religioso
cuando se excede en su forma de tratar a sus súbditos debe pedir perdón a Dios
de ello pero no a los perjudicados, con el fin de que no se debilite la
eficacia de la autoridad. El ejercicio de la autoridad y de la obediencia, por
tanto, reciben en estos casos un trato preferencial sobre la caridad.
Obviamente, estas observaciones sobre la obediencia y la autoridad religiosa
están en desacuerdo con la primacía de la caridad que él mismo pone con toda
razón en el encabezado de la Regla. Por otra parte, la experiencia demuestra
que el dispensar a los superiores de pedir perdón a sus súbditos cuando cometen
excesos en su forma de gobierno no contribuye nada al prestigio de la autoridad
sino todo lo contrario. El superior religioso que pide disculpas por sus
excesos fortalece su autoridad moral en lugar de debilitarla. Los buenos
superiores no humillan a sus súbditos ni permiten que éstos se humillen ante
ellos. Largo sería hablar de este delicado tema pero dejémoslo ahí por el
momento.
Después de leer estos textos lo primero
que se le ocurre a cualquiera, sin necesidad de estrujarse los sesos, es cómo
es posible compaginar el respeto al derecho a una educación cristiana que
garantice la madurez de la persona humana,
como pide el c. 217 antes citado, aplicando los pintorescos criterios de la
obediencia ciega. ¿Cómo puede una persona realizarse como tal renunciando
absolutamente a pensar, querer y ejercitar responsablemente su libertad? ¿Acaso
estamos dispensados ante Dios de ser sensatos, prudentes y responsables? ¿No
será todo lo contrario? El Evangelio dice que hemos de ser prudentes y
sencillos, pero no tontos o insensatos, que es a lo que conduce la obediencia
ciega.
Es que por la obediencia ciega, dicen,
testimoniamos nuestra confianza total en Dios. Pero ¿no advirtió Jesucristo con
motivo de una de las tentaciones del desierto que a Dios se le obedece, pero no
se le provoca? Y si los superiores son también imprudentes o insensatos, como a
veces ocurre, hemos de cargar sobre Dios la responsabilidad de sus
equivocaciones o abusos de autoridad? Lo menos que puede decirse del que
obedece a ciegas es que es un temerario que arriesga el desarrollo de su propia
personalidad convirtiéndose en una marioneta. Además, deja a Dios en muy mal
lugar al convertirle en la cabeza de turco de sus comportamientos infantiles e
irresponsables. No. A Dios hay que tenerle más respeto y no descargar sobre Él
la responsabilidad de nuestras tonterías místicas e imprudencias humanas. Dios
nos ha dotado de ojos para ver e inteligencia para entender. Si aún yendo por
la vida con los ojos bien abiertos mirando donde pisamos, tropezamos y caemos
intermitentemente, qué será de nosotros si vamos con los ojos cerrados. ¿Cómo
podremos madurar nuestra personalidad teológica sometiéndonos a ciegas a los
dictados de los superiores cuando estos ordenan y mandan lo que no deben? Así
las cosas, no es temerario afirmar que es preferible la desobediencia
civilizada y responsable a la obediencia ciega.
¿Solución práctica? Más respeto y
caridad entre superiores y súbditos y menos culto a la obediencia. El respeto y
la caridad son incompatibles con la deslealtad caprichosa y la desobediencia
destructora. Por el contrario, la obediencia es perfectamente compatible con el
desamor, la falta de respeto y de caridad. Un buen ejemplo de esta lamentable
compatibilidad lo tenemos en la obediencia militar. No se debe olvidar nunca
que lo que nos hace felices en este mundo y garantiza la salvación eterna no es
la mucha obediencia sino la caridad. Esto es lo auténticamente humano y
cristiano. Todo lo demás es ganas de perder el tiempo buscando tres pies al
gato. Para entender la obediencia religiosa conviene recordar que de obedecer
no se libra ningún hijo de vecino en este mundo. El que no obedece a un jefe
militar obedece a su jefe de oficina en el trabajo, a la mujer, al marido, a la
suegra, a la querida o a quien sea. Nadie puede presumir de no estar sometido a
alguien. Los que más pudieran estar tentados a presumir de independencia como
mínimo tienen que llevar un guardaespaldas para que no les rompan la cabeza
cuando van por la calle teniendo que someterse a normas estrictas de seguridad
personal.
¿Qué significa todo esto? Pues que la
libertad absoluta no es posible en este mundo. A lo más que podemos aspirar es
a una libertad relativa y en tal sentido cabe hablar de gente más o menos
libre. Ahora bien, ¿cuál es el secreto o fórmula que nos asegura más margen de
libertad? Dado que la independencia total es imposible de suerte que siempre
dependemos de algo o de alguien, el secreto está en hacernos depender de un
principio superior. Así, por ejemplo, un ministro de asuntos exteriores
disfruta de un espacio de libertad y de acción mayor que un alcalde rural por
depender más inmediatamente de las supremas autoridades del país. De modo
análogo, la persona que pone su libertad inmediatamente al servicio de Dios
lógicamente tiene que tener una experiencia de libertad mayor. Por lo mismo, si
dependiendo de Dios siente que se frustra su libertad, ello sólo significa que
algo está fallando en la forma de entender sus relaciones con Dios o que tiene un concepto equivocado de la
libertad. Los abusos de autoridad, el servilismo a los superiores y la
obediencia ciega son los tres virus clásicos de la obediencia religiosa contra
los cuales conviene estar siempre vacunados si no queremos echarlo todo a
perder propiciando el que la obediencia se convierta en un atentado contra la
libertad. La obediencia religiosa bien entendida no exige renunciar
irresponsablemente a la libertad sino que nos enseña a depender amorosamente de
Dios, que no es lo mismo.
13 ¿Castidad o atentado contra el amor?
Según
el c. 599: “El consejo evangélico de castidad, asumido por el Reino de los
cielos, en cuanto signo del mundo futuro y fuente de una fecundidad más
abundante en un corazón no dividido, lleva consigo la obligación de observar
perfecta continencia en el celibato”.
Este consejo evangélico así formulado
encuentra hoy día dificultades de comprensión mayores que el de obediencia.
Desde el punto de vista cultural, en el pasado todo lo relacionado con el sexo
era demonizado hasta el punto de que los moralistas parece como si hubieran
tenido a gala agrandar y multiplicar lo más posible los pecados relacionados
con la vida sexual y el desarrollo de la afectividad. En la evaluación moral de los actos humanos
se llegó hasta el extremo de reconocer parvedad de materia en toda forma de
conducta menos en materia sexual. Sólo Dios sabe el daño moral y el sufrimiento
que se ha causado con esta mentalidad llevada sin piedad a la práctica en los
centros de formación. Aunque se ha progresado bastante en este campo, creo que
queda todavía mucho por hacer.
En contrapartida, de la demonización y
del tabú en materia sexual se ha pasado actualmente al extremo contrario de
suerte que el sexo y las aberraciones sexuales se han convertido en la diosa
adorable de las nuevas generaciones. Antes se tendía a sacrificar el sexo en
aras del amor. Ahora no hay más amor que el sexo crudo servido con violencia y
mejor aún si es pagado. Antes se idealizaba platónicamente el amor sin sexo.
Ahora se diviniza el sexo sin amor. Desde estos extremos resulta prácticamente
imposible entender el consejo evangélico de la castidad como Dios manda. Para
profundizar en lo que termino de decir puede ayudar mucho el análisis que he
hecho de las diversas formas de entender el amor en mi libro titulado La aventura del amor. (Vision Libros,
Madrid 2013).
En primer lugar, pienso que se ha de
descalificar sin compasión estos dos extremos sobre la vida sexual humana. En
nombre del sentido común, del realismo de la vida y la comprensión cristiana de
las debilidades humanas, tanto la demonización absoluta del sexo como su
divinización carecen de sentido. Ni el amor humano se identifica con el sexo ni
el sexo es de por sí negación del amor. Con esta afirmación dejo abierta una
pista para pedagogos y educadores inteligentes de cara a un futuro más
venturoso en esta delicada materia. Igualmente hay que reconocer que el amor no
se identifica tampoco con el estado sentimental de enamoramiento. El amor del
que hablaba Cristo y constituye la esencia del voto de castidad es lo que he
definido en la obra citada como amor personal.
En segundo lugar, por el voto de
castidad, entendido como Dios manda, la persona se hace más disponible
físicamente para las empresas apostólicas pisándole a Cristo los talones. Esto
es verdad, pero no toda. La disponibilidad física es muy importante, pero lo es
todavía más la disponibilidad afectiva. Me explico. La persona que invierte su
afecto directamente en Dios queda libre para dar su afecto después a quien más
lo necesite sin entrar en conflictos sentimentales con nadie. Esta es una de
las razones prácticas más convincentes que pueden justificar, por ejemplo, el
celibato religioso o sacerdotal. Así las cosas, cabe hacer las matizaciones
siguientes.
La Iglesia en Occidente no debe
exagerar las ventajas del celibato sacerdotal olvidando su experiencia secular
con los sacerdotes casados en Oriente. Por lo mismo, no debe excluir “a priori”
el que algún día la disciplina canónica de los sacerdotes casados en las
iglesias orientales pueda ser adoptada también en Occidente. Dicho lo cual,
tengo que hacer una aclaración importante. Durante algún tiempo yo estuve
convencido de que sería bueno que la disciplina canónica de las iglesias
orientales sobre el celibato sacerdotal fuera adoptada definitivamente en las
iglesias occidentales. Pero a medida que fui conociendo en directo las ventajas
y desventajas de la disciplina oriental llegué a la conclusión de que es
preferible el celibato sacerdotal al estado matrimonial compartido con el
ministerio sacerdotal. La recomendación paulina en esta materia conserva toda
su carga de realismo. La cuestión del celibato o matrimonio de los sacerdotes
católicos ha de ser tratada desde el punto de vista práctico y pastoral dejando
a un lado planteamientos teológicos de fondo que nunca existieron sobre este
tema. El hecho de que Cristo no se casara es ya un dato sustancial insoslayable
pero Él no se opuso al matrimonio de los sacerdotes. Yo pienso que, conociendo
un poco la historia de esta cuestión y la vida real de los sacerdotes casados y
célibes, se llega fácilmente a la conclusión de que, por regla general, el
ejercicio del ministerio sacerdotal y las obligaciones propias del matrimonio
se estorban mutuamente. Con la particularidad de que, en caso de conflicto, los
deberes matrimoniales deben prevalecer sobre la entrega total al ministerio
sacerdotal. El celibato de los sacerdotes para que se entreguen en cuerpo y
alma a la causa del evangelio ha sido una conquista de la Iglesia en Occidente
y sería una imprudencia pastoral renunciar de forma institucionalizada a las
ventajas que lleva consigo en beneficio de todos.
Segundo,
una llamada a la cordura en materia tan sensible. Hay quienes piensan que todos
los problemas afectivos de los sacerdotes célibes se resolverían casándose.
Pero esto es una memez como la copa de un pino. Tan grande como la de quienes
piensan que la solución de todos los problemas de los casados se resuelven con
el divorcio o el celibato. Unos y otros demuestran que conocen poco o mal la
naturaleza humana. Hay problemas de madurez afectiva que tienen que estar ya
satisfactoriamente resueltos antes de casarse o no casarse. De lo contrario, lo
más probable es que esos problemas sigan activos en el matrimonio o en el
sacerdocio echándolo todo a perder. Hay problemas personales que no desaparecen ni con el matrimonio ni con el
celibato y que, si no son tratados a tiempo, se convertirán inexorablemente en
fuente de infelicidad lo mismo en el celibato que en el matrimonio.
El problema es más serio de lo que
parece y por ello se ha de evitar la solución simplista de matrimonio sí,
celibato no; matrimonio no, celibato sí. Lo razonable es pensar que tendrá que
haber de todo. Lo que procede es que cada hijo/a de vecino sepa para qué ha
nacido y qué es lo mejor que debe hacer en este efímero mundo como persona
seria y responsable. Una vez que haya hecho estas averiguaciones sabrá lo que
tiene que hacer a sabiendas de que ni el matrimonio ni el celibato son una
vacuna contra nada si falta un mínimo de madurez humana, de sensatez y sentido
de responsabilidad personal. El problema, pues, no está tanto en la institución
del matrimonio o del celibato cuanto en la correcta formación humana y
cristiana de las personas. Por lo mismo, pienso que tanto para el matrimonio
como para el celibato religioso y sacerdotal, habría que perfeccionar bastante
los métodos tradicionales de formación en esta materia, teniendo en cuenta que
ni el amor se identifica con el sexo o con el estado de enamoramiento, ni todo
en el sexo es tan bueno o tan malo como algunos lo pintan. El voto de castidad
bien entendido, pienso yo, es fuente de amor verdadero y no un atentado contra
el mismo.
14
¿Pobreza o atentado contra la dignidad humana?
“El consejo evangélico de pobreza, a imitación
de Cristo, que, siendo rico, se hizo indigente por nosotros, además de una vida
pobre de hecho y de espíritu, esforzadamente sobria y desprendida de las
riquezas terrenas, lleva consigo la dependencia y limitación en el uso y
disposición de los bienes, conforme a la norma del derecho propio de cada
instituto”( c.600). La pobreza evangélica es otro de los temas más embrollados
de la vida de la Iglesia. Con la circunstancia agravante de que tiene
connotaciones políticas inevitables. Ya en tiempo de los Apóstoles se produjo
un movimiento ingenuo que pronto fracasó por su falta de realismo.
Me refiero a Hechos,32-37. Se dice que los neófitos cristianos tenían un solo
corazón y una sola alma y ninguno tenía por propia cosa alguna sino en común.
En consecuencia, no había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños de
haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido a disposición
de los apóstoles para que se proveyera a todos los cristianos de acuerdo con
sus necesidades. Como caso concreto se destaca el ejemplo de un tal Bernabé, el
cual se apresuró a vender una finca y poner el precio de la misma a disposición
de los apóstoles. Esta fue la primera experiencia de “comunismo económico
cristiano”. ¿Y qué ocurrió? Lo que tenía que ocurrir. La comunidad creció y
tuvo que adaptarse a la realidad de la vida abandonando la utopía comunista
como norma general.
Pero no desapareció del todo sino que
quedó como referente o modelo apostólico de lo que deberían ser después las
comunidades religiosas de conventos y monasterios en los que se emite el voto
de pobreza. Aquel ideal comunista de pobreza evangélica fracasó como modelo
económico universal por falta de realismo y quedó como opción libre de pequeños
grupos selectos, organizados en comunidades monacales y conventuales. Pero aún
así, también en estas comunidades selectas han surgido problemas y tensiones en
razón de las diversas interpretaciones prácticas del voto de pobreza. La
historia de estos conflictos es larga. Baste recordar la lucha interna en la Orden
franciscana en la edad media, que estuvo a punto de echar a perder todo el
proyecto evangélico del gran S. Francisco.
En tiempos recientes los conflictos en
la Iglesia, con motivo del voto de pobreza, han estado condicionados por el
influjo de la ideología marxista y su repercusión política. Por una parte, el
Evangelio apuesta por los pobres de este mundo. Por otra, los ricos
comercializan la pobreza para que los pobres sigan existiendo. En clave
cristiana, hay que perdonar, incluso al rico explotador. En clave marxista, por
el contrario, hay que matar al explotador que no se desprende por propia
iniciativa de sus riquezas. En fin, un galimatías doctrinario y político que
sigue en el candelero. Con todo, hemos de reconocer que dentro de la Iglesia ha
habido más fanáticos de la obediencia y de la castidad que de la pobreza. Está
demostrado que la mejor cura contra los fanatismos políticos, ideológicos y
religiosos es el hambre y la enfermedad. O lo que es igual, el sentido realista
de la vida. Desde ese sentido realista cabe hacer las siguientes matizaciones
finales sobre este asunto.
Es una sinrazón condenar y rechazar como malo
aquello que es indispensable para vivir con dignidad. Ahora bien, los bienes
materiales son, al menos por ahora, absolutamente indispensables para llevar
una vida humana digna. De ahí la obligación que todos tenemos de trabajar -
produciendo, repartiendo o administrando- para erradicar la pobreza material
del mundo. Dicho esto, digamos también
que esa erradicación de la pobreza no será posible mientras haya hombres y
mujeres avaros cuyo Dios es su vientre y el dinero. Aquí es donde el voto de
pobreza entra en juego para poner orden y concierto en nuestra vida.
El voto de pobreza, pues, no consiste -
como han creído muchos- en no tener nada para después tener que pedirlo todo
humildemente al que lo tiene, porque lo ha ganado con el sudor de su frente, o
lo ha robado. Eso no es justo. El voto de pobreza ha de ser compatible con la
posesión de bienes necesarios para la vida personal y la administración
responsable de los mismos en las causas apostólicas. Éstas, las empresas
apostólicas, son las que legitiman moral y socialmente las posesiones
colectivas de los institutos religiosos. Ahora bien, esos bienes materiales,
necesarios para llevar una vida humana digna y servir a los más pobres y
desheredados de este mundo, lleva consigo una guerra personal contra la
ambición y el poder no dando a los bienes materiales ni más ni menos
importancia de la que realmente tienen, que, por cierto, es bastante relativa y
efímera. Una cantidad de dinero, por ejemplo, que en un momento y país
determinado tiene mucho valor, en otras circunstancias y lugares puede ser
despreciable. La pobreza evangélica no excusa de aprender a discernir sobre el
valor real de las cosas.
El voto de pobreza, pues, no debería
ser interpretado como una maldición de los bienes materiales que vamos a
necesitar. Tampoco como una excusa para eximirnos cómodamente de la
responsabilidad de poseerlos y administrarlos como Dios manda porque siempre
habrá otros en la comunidad para sacarnos las castañas del fuego. La regla de
oro agustiniana en esta materia era no aspirar a tener más sino a necesitar
menos. Totalmente de acuerdo. Pero yo voy más lejos y pienso que en el mundo
actual, para vivir el voto de pobreza de una forma plenamente realista, es
mejor tener algo para dar, aunque sea poco, que mucho que pedir. Actualmente
sería absurda, por ejemplo, la mendicancia medieval en nombre del voto de
pobreza y socialmente ofensiva como método práctico de ejercitarse en la
humildad.
15.
Reflexiones finales sobre los consejos
evangélicos
La caridad cristiana es más importante que los
votos religiosos. Éstos hay que entenderlos como “consejos” y no como mandatos
canónicos para tropezar con la ley y pecar. A los votos hay que aplicar la
doctrina de S. Pablo sobre la ley antigua del temor y la nueva de la gracia y
el amor. Por tanto, si los votos son sólo ocasión de tropiezo y no una ayuda
moral para vivir siendo felices en el servicio de la caridad, mejor
abandonarlos y asunto terminado. Tengo la impresión de que, si Cristo levantara
la cabeza, metería mano a todos esos manuales de formación religiosa en los
cuales, en lugar de ayudar a los candidatos a la vida religiosa a comprometerse
libre y amorosamente con Cristo, sólo han servido para meter miedo en el cuerpo
multiplicando pecados para asegurar su observancia legal. Esos manuales, como
el que ya he mencionado, sólo sirven para que la gente huya de la vida
religiosa en lugar de abrazarla.
Los superiores religiosos deberían dar más
ejemplo rectificando sus errores probados en lugar de enrocarse en la
autoridad. Los mejores superiores son aquellos que no caen en la tentación del
autoritarismo pensando equivocadamente que por el mero hecho de ostentar la
autoridad les asiste la razón en todas sus decisiones. La experiencia de todos
los días desmiente esa presunción. Los superiores inteligentes no hacen
proyectos grandiosos sobre la mesa del despacho con otros superiores para
ordenar después su ejecución en nombre de la obediencia sin contar con las
personas que lo han de ejecutar y sus circunstancias. Este método autoritario
de gobierno tiene más que ver con los modos y maneras militares que con los
designios providenciales de la obediencia religiosa.
Todas las instituciones religiosas que
dificultan la caridad entre las personas deben ser reformadas y eventualmente
abandonadas. La caridad es debida a las personas, no a las instituciones. Hay momentos en los que el superior religioso
tiene que jugarse el tipo tomando decisiones importantes en nombre de todos
aquellos a los que representa. Cuando esto ocurra, debe hacerlo con serenidad y
firmeza razonando las cosas y sin dejarse chantajear o intimidar. Si el móvil
de su decisión es la justicia y la caridad de seguro que encontrará la forma
correcta de atajar el mal dejando incólume el respeto a las personas. Los
buenos superiores religiosos, como Cristo, nunca condenan a las personas por
más que sus formas de comportamiento sean detestables.
De todos modos, lo ideal es que el superior
haga uso de su autoridad canónica lo menos posible estimulando la iniciativa
privada y el ejercicio de la libertad responsable de sus súbditos. En la forma
de gobernar se ha de evitar que las comunidades religiosas se conviertan en
“colectivos” humanos en los que todos/as
tienen que hacer las mismas cosas, juntos/as, al mismo tiempo y a las
órdenes de un jefe/fa. En la vida real esto es muy difícil de llevar a cabo sin
crear situaciones insoportables con menoscabo del deber primordial de la
caridad. Esto vale para un pelotón de soldados condenados a entregar el pellejo
sin rechistar a las órdenes brutales de su capitán. O para los resignados
viajeros de un autobús urbano en horas punta. Por algo el urbano en muchas
partes es llamado “el colectivo”.
Una comunidad religiosa, por el contrario,
tiene que estructurarse sobre la base de personas libres y responsables que
saben renunciar libre y amorosamente a determinados intereses personales para
ponerse al servicio de los demás. Sobre todo, de los más necesitados de respeto
y afecto. Por parte de los súbditos
religiosos el defecto más aborrecible contra la obediencia religiosa es el servilismo. Se dice de esos y esas que
necesitan andar siempre “al rabo de los superiores”. En nombre de una mística
idolátrica de la obediencia, se establece una connivencia subliminal entre el
superior autoritario y el súbdito con poca personalidad, que necesita ser
protegido. O que es ya incapaz de tomar decisiones personales sin contar con el
visto bueno de los superiores. Otras veces el súbito busca sus propios
intereses influyendo en las decisiones de los superiores mediante una
obediencia de sumisión incondicional. Como no podía ser de otra manera, cuando
los superiores prescinden de sus consejos, pasan de ellos lo más que pueden y
hacen su santísima voluntad. En estos casos se trata de una obediencia
interesada y falsa ya que sólo se busca condicionarla a los propios intereses.
En la vida civil y militar el servilismo a
los superiores tiene mucho que ver con la ambición de poder, las ventajas
económicas y el prestigio social. Los tiranos, por ejemplo, sólo se mantienen
en el poder mientras hay a su alrededor
personas incondicionalmente sumisas e interesadas. Cuando este círculo desaparece,
el tirano queda al descubierto e indefenso y se desploma aparatosamente como un
ridículo muñeco de cartón.
La Iglesia no está inmunizada ni contra
el autoritarismo por parte de los superiores ni contra el servilismo por parte
de los súbditos. Una mala gestión de la obediencia religiosa puede degenerar en
ambos extremos y es conveniente estar mentalizados contra estos riesgos.
¿Solución práctica? No se me ocurre otra más humana, cristiana y eficaz que
esta: educarse en el respeto sagrado a las personas y la comunión en la caridad
sin perder jamás el sentido común y realista de la vida. La cuesta de la vida
es escarpada y no hemos de ser temerarios o insensatos cargándonos a las
espaldas fardos y pesos añadidos a los que la propia vida nos obliga a
llevar. En la vida religiosa se ha
ensalzado excesivamente la obediencia con sus nefastas consecuencias. Pero a lo
largo de la historia no han faltado los fanáticos de la castidad y de la
pobreza. Durante mis muchos y felices años de vida religiosa he conocido
hombres obsesionados por la obediencia. Según ellos, en caso de duda, lo
primero es obedecer ya que el superior siempre tiene razón, aunque no la tenga;
los superiores no se retractan; el que obedece nunca se equivoca; la voluntad
del superior es la voluntad de Dios; si el superior te ordena plantar una col
por las hojas, lo correcto es obedecer. En una ocasión recibí en consulta a una
persona religiosa, que ejercía un alto cargo administrativo, la cual era
obligada a firmar el libro de cuentas por obediencia sin poner reparos a los
defectos y errores detectados en el libro oficial. No me cuesta entender que
estas frases de ensalzamiento de la obediencia, tomadas como expresiones
literarias que han de ser leídas en su propio texto y contexto, no son tan
desconcertantes como puede parecer a simple vista. Lo malo es que muchas
personas se las han tomado en serio tratando de llevar literalmente a la
práctica la mentalidad que reflejan.
La obsesión por el voto de
castidad tampoco le va en zaga al de obediencia. He conocido formadores de
juventud para la vida religiosa y sacerdotal obsesionados por la “pureza”. Por
una parte, el tabú. O no hablar del tema o sólo en clave. Por otra, la
mentalidad de los moralistas según la cual en materia de sexualidad todo es
gravemente pecaminoso salvo en el matrimonio y con muchas condiciones. Como
detalle significativo vale la pena echar una ojeada a los manuales de teología
moral en español, en los que las palabras que se refieren directamente a alguna
función sexual específica van en latín. Supongo que para amortiguar el posible
efecto provocador o pecaminoso.
Con este trasfondo morboso
sobre la sexualidad se comprende que no pocos formadores de juventud para la
vida religiosa y sacerdotal estuvieran obsesionados por la castidad.
Afortunadamente el nuevo derecho canónico (c.667) ha suprimido las
prescripciones, a veces ridículas, de la antigua disciplina sobre la clausura en las casas religiosas. Lo
deseable sería que desapareciera también la palabra clausura y en su lugar se
hablara, como Dios manda, del derecho de privacidad de las casas religiosas. En
resumen. La correcta formación religiosa y sacerdotal, en clave de consejos
evangélicos, es incompatible con las obsesiones y fobias contra la libertad
personal, la creatividad intelectual, el sexo y el uso responsable de los
bienes materiales. Cualquier extremismo, bajo pretextos místicos, canónicos o
políticos en la práctica de los consejos evangélicos, sólo contribuye a falsear
su verdadero significado humano en clave de libertad, amor a Dios y servicio a
los hombres y mujeres más necesitados. En caso de duda sobre esta cuestión de
los consejos evangélicos conviene tener en cuenta la advertencia de S. Pablo
sobre la primacía de la caridad. Recordémosla.
16.
La primacía teológica del amor
Pablo de Tarso escribió unas
palabras sobre la primacía del amor personal en la vida y enseñanza de Cristo
que se han convertido en una página magistral de la literatura universal. Me
refiero al capítulo trece de su primera carta a los corintios. Como aclaración
previa digo que el término amor adquiere un significado nuevo que se expresa
con el término caridad y se refiere al amor personal. Dice así: “Aunque hablara
las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad soy como
bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y
conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe
como para trasladar montañas, si no tengo caridad nada soy. Aunque repartiera
todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada
me aprovecha. La caridad es paciente y servicial; no es envidiosa ni
jactanciosa ni se engríe. La caridad es decorosa, no busca su interés ni se
irrita; no toma en cuenta el mal ni se alegra de la injusticia y se alegra con
la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera y soporta. La caridad
no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá
la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía.
Cuando venga lo perfecto desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño hablaba
como niño. Pensaba como niño. Razonaba como niño. Al hacerme hombre dejé todas
las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo en enigma. Entonces veremos cara a
cara. Ahora conozco de un modo parcial pero entonces conoceré como soy
conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Estas tres. Pero la
mayor de todas ellas es la caridad” (1Cor 13).
En el primer párrafo Pablo
afirma la necesidad que tenemos todos del amor. Una persona puede estar dotada
de cualidades humanas excepcionales. Si carece del amor ante Dios no le
servirán para nada. Cuando hay una gran sequía es corriente oír este
comentario: podemos vivir careciendo de muchas cosas menos del agua. Cuando
ésta falta es cuando nos damos cuenta de la absoluta necesidad que tenemos de
este elemento. De modo análogo, una persona puede rebosar de bienes y
privilegios de la naturaleza. Pero si no es buena persona se irá en el mejor de
los casos al archivo del olvido en este mundo y de los rechazados en el mundo
venidero. Este párrafo es un canto al amor teniendo en cuenta al ser humano en
todas sus dimensiones y aspiraciones más profundas de felicidad. En el segundo
párrafo Pablo hace una descripción psicológica magistral de las propiedades o
características del amor personal resaltando su belleza y dignidad moral.
En los trabajos y contratiempos la caridad es
paciente y agradable. Personas hay que se dicen buenas pero olvidan
fácilmente que su compañía resulta desagradable. Las personas realmente
caritativas o amorosas se preocupan de hacer grata su compañía prestando más
atención a los intereses de los demás que a los suyos propios. Es incompatible
con la envidia. No es difícil encontrar gente que se alegra de todo corazón
cuando a los demás las cosas les van mal. Cuando esto ocurre tenemos la prueba
más evidente de que no hay amor. Alegrarse del mal ajeno es una vileza humana
muy frecuente. Por el contrario, quien ama disfruta con lo suyo y se alegra
generosamente de que a los otros las cosas les vayan bien. Sin pretenderlo
disfruta con la felicidad propia y con la ajena.
La
caridad no es jactanciosa ni se crece ante los demás. Lo cual es
incompatible con la arrogancia y el culto a la propia personalidad. La caridad
nos invita a no hablar arrogantemente de nosotros mismos como si fuéramos los
reyes del mundo. Esta fea costumbre con frecuencia no es más que el resultado
de falta de reflexión o poca inteligencia. Es característico de los cortos de
inteligencia hacer de sus vidas un éxito incomparable. Lo contrario de las
personas bien dotadas, que contrastan sus éxitos con sus fracasos y
limitaciones. La caridad nos enseña a ser realistas valorando lo que somos sin
menguarlo y reconociendo lo que no somos sin exagerarlo. La caridad no
prescinde de la inteligencia sino que la presupone y perfecciona.
La
caridad es cortes y desinteresada. Antes de hacer o decir algo, además de
pensarlo dos veces, hemos de tener en cuenta a los demás para evitar de
antemano no causarles algún daño. Igualmente, no debemos buscar ninguna
utilidad inmediata en beneficio propio. Las auténticas obras de amor suelen
reportar compensaciones importantes incluso en esta vida. Pero otras veces ni
siquiera provocan una palabra de gratitud. Cuando tal ocurre, la persona
caritativa o amorosa no retracta su acción como respuesta a la ingratitud.
Tampoco pierde los estribos (no se irrita) cuando las cosas no salen a su
gusto. Del bien hecho no hay que arrepentirse nunca.
La
caridad es absolutamente incompatible con los sentimientos de venganza bajo
ningún pretexto.
Por ejemplo, camuflando ese instinto maligno con pretextos de justicia. Un caso
histórico podría ser la pena de muerte como forma de castigo público contra
criminales de rango superior en nombre del derecho a la legítima defensa. A
nivel personal hay gente que disfruta ajustando cuentas a los demás por
cualquier cosa baladí. Existe un viejo grupo social bien conocido para el cual
sólo hay justicia cuando se ha vengado al delincuente. Es el polo opuesto del
amor cristiano que postula, no sólo la ausencia de venganza en la
administración de la justicia, sino el perdón al mismísimo enemigo. En este
mismo sentido la caridad no se alegra de
la injusticia que otros puedan cometer aunque ello pudiera reportarnos alguna
ventaja momentánea. Esto nos trae a la memoria las trapisondas en la
especulación financiera y las corrupciones políticas y administrativas. Me
refiero a esas operaciones que realizan muchos políticos y financieros para
enriquecerse ellos a costa de los demás. Hay gente que las conoce y no las ven
mal mientras se puede sacar partido de ellas.
La
caridad no legitima el disfrute de las injusticias. Por el
contrario, se complace en la verdad y en que las cosas discurran de forma
honesta y por el buen camino. Por otra parte, no niega los defectos del prójimo
pero no se ceba en ellos. Al contrario, busca disculpas y atenuantes para
ayudar a curar las heridas en lugar de agrandarlas. La caridad nos impulsa a creer lo que otros nos dicen, a esperar lo que
nos prometen y a ser tolerantes con los débiles e impertinentes. Lo cual no
es una invitación a ser ingenuos predisponiéndonos para ser fácilmente
engañados o molestados. Significa que, mientras no haya pruebas en contrario,
como actitud primera hemos de suponer la buena intención de nuestros
interlocutores, darles un margen de confianza y, si las cosas no salen bien, no
descorazonarnos y echarlo todo por la borda. La gente necesita ser escuchada
con interés y paciencia incluso cuando dice o hace tonterías. De hecho, una de
las formas de caridad más apreciadas hoy día es la de aquellos que saben
escuchar pacientemente a las personas que lo único que necesitan es desahogarse
con alguien en medio de sus penas y soledades.
En el párrafo
tercero Pablo hace una proclama emotiva de la validez permanente del amor. Con
la muerte desaparecerán de un golpe todas las dotes personales que nos hayan
acompañado durante la vida. Sólo la caridad permanecerá eternamente disfrutando
de la unión directa y estrecha con el objeto amado. Conoceremos a Dios a la
manera como somos conocidos por Él, a saber, con conocimiento inmediato,
directo y eterno. Sólo en este ágape teológico tiene sentido aquello de que “el
amor no muere nunca”. En Pablo de Tarso esta afirmación tiene sentido real y
efectivo y no meramente poético o sentimental como en el platonismo o el
romanticismo. El amor personal, más allá del amor/sexo o el amor/enamoramiento,
es una realidad humana dinámica y gratificante y no una ilusión sentimental o
una idea platónica congelada en el espacio sin transferencia afectiva. Este
descubrimiento del amor personal, que Cristo puso como piedra angular de la
felicidad humana y de la esperanza más allá de la muerte, es una novedad gozosa
que se encuentra reseñada por escrito sólo en la Biblia y de ahí que, a pesar
de la dificultad de su lectura, este libro singular siga siendo tan estudiado y
editado. Las fiestas de Navidad y Pascua de Resurrección son los momentos
culminantes en los que siglo tras siglo la humanidad se reconforta con el
recuerdo gozoso de este descubrimiento. Según Jn 13,34-35, Cristo se despidió
de los suyos con palabras como estas: “Os doy un mandamiento nuevo: que os
améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también
vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos
míos: si os tenéis amor los unos a los otros”. Amor, obviamente, como personas
y no sexual, de enamoramiento o de amistad interesada.
A propósito de
estas palabras cabe hacer las siguientes matizaciones. No se trata de una
simple recomendación sino de un mandato taxativo indispensable para profesar el
humanismo cristiano. Las novedades que Cristo introduce con la primacía del
amor son las siguientes. 1) Debe ser un amor universal hacia toda persona
humana y no restringido al pueblo judío. 2) Es un amor al modo de Dios, es
decir, esencialmente personal y no sexual o de enamoramiento. 3) Debe ser
universal, incluidos los enemigos. 4) Este tipo de amor, que culminó en el
reciclaje de la basura moral humana de todos los tiempos, es la verdadera y
definitiva señal social del humanismo cristiano. De hecho esta primacía y forma
de entender el amor en clave personal por encima de las fronteras étnicas, del
sexo y del enamoramiento, es lo que fascinó al mundo pagano según los
testimonios autorizados de Tertuliano y de Minucio Félix.
Para terminar esta fascinante
cuestión del amor personal revelado por Cristo, me parece oportuno recordar
aquí unas vetustas palabras tomadas del Papa León Magno (440-461) de su sermón
séptimo con motivo de la Navidad o nacimiento de Cristo, y que suenan así: “Al
nacer nuestro Señor Jesucristo como hombre verdadero, sin dejar por un momento
de ser Dios verdadero, realizó en sí mismo el comienzo de la nueva creación y,
con su nuevo origen, se dio al género humano un principio de vida espiritual.
¿Qué mente será capaz de comprender este misterio, qué lengua será capaz de
explicar semejante don? La iniquidad es transformada en inocencia, la antigua
condición humana queda renovada y los que eran enemigos y estaban alejados de
Dios se convierten en hijos adoptivos y herederos suyos.” Ante este hecho
protagonizado por Cristo tal como es presentado en el Nuevo Testamento, el
orador exclamó: “Despierta, hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza.
Recuerda que fuiste hecho a imagen de Dios; esta imagen que fue destruida en
Adán, ha sido restaurada en Cristo. Haz uso como conviene de las criaturas
visibles, cómo usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes
y de los ríos; y todo lo que hay en ellas de hermoso y digno de admiración
conviértelo en motivo de alabanza y gloria del Creador”.
17 ¿Dirección espiritual o “clonación” de la
personalidad?
La dirección
espiritual y la práctica de ejercicios espirituales son otras dos instituciones
canónicas cuyo influjo en la vida de los cristianos es decisivo. Me limito a
contar un par de anécdotas al respecto seguidas de unas breves observaciones
críticas. Espero que esto sea suficiente para que cualquier lector avisado se
percate por dónde van los tiros y evite errores lamentables en tan delicada
materia.
Todavía era tema
de actualidad el concilio Vaticano II cuando un grupo de jóvenes, hombres y
mujeres, casi todos profesionales de la banca, me pidieron que dirigiera para
ellos una semana de ejercicios espirituales en la casa natal de Sto. Domingo de
Guzmán en Caleruega. Acepté la petición y me pareció que lo más oportuno en
aquel momento era poner como base de las meditaciones unos textos bien seleccionados
del Concilio. La sorpresa no se hizo esperar. El primer día, desconcierto total
con reacciones casi de rechazo. Actitud que poco a poco se fue trocando en
interés y simpatía. Algunos no dudaron en confidenciarme la idea equivocada que
tenían de los ejercicios espirituales. Sólo uno terminó la semana sin dar su
brazo a torcer, convencido de que aquellos ejercicios no habían sido válidos.
La razón de tanta sorpresa y desconcierto era muy sencilla. Estaban educados en
la idea de que, para que los ejercicios espirituales sean válidos, o son
materialmente los de S. Ignacio o sustancialmente ignacianos por la
metodología. Por supuesto que la mayoría de los ejercitantes terminó encantada
por haber hecho dos descubrimientos. Primero, descubrimiento de los textos del
concilio y la forma de aplicarlos a la vida. Segundo, descubrimiento de otra
forma de hacer ejercicios espirituales que nada tenía que envidiar a los de S.
Ignacio.
En otra ocasión
posterior yo había sido invitado a participar en unas conversaciones intelectuales
en el monasterio de Silos. La organizadora del coloquio, a la sazón directora
de una revista, tuvo la gentileza de venir a buscarme a casa con su coche en el
cual viajaba también un ilustre catedrático de universidad. Durante el camino
hablamos amigable y confidencialmente de muchas cosas, incluso de ejercicios
espirituales. Ella y él me hablaron de los ejercicios ignacianos. Yo les
escuché con gran atención y con la misma confidencialidad les confesé que yo
había hechos ejercicios espirituales, por supuesto, pero nunca los de S.
Ignacio. Al oír esto se produjo un silencio inesperado y se miraron como si
estuvieran asustados. ¿Pensarían que yo era un monstruo por no haber hecho los
ejercicios espirituales de S. Ignacio?
En otra ocasión trataba yo a una
antigua alumna que padecía depresiones muy serias. Había tenido contactos con
el mundo de la droga en la universidad y toda mi atención estaba centrada en
cómo ayudarla a superar las nefastas consecuencias de la droga y el alcohol. Al cabo de un año constataba yo con alegría
veía que el problema de las drogas quedaba atrás y el del alcohol remitía
progresivamente, pero no su estado de angustia existencial que la llevó a
plantearse abiertamente la cuestión del suicidio. Fue entonces cuando, abordando
esta nueva crisis, la paciente me habló de unos ejercicios espirituales de los
duros, que había hecho cuando era todavía muy joven. No me cupo la menor duda
de que su dramática situación tenía algo o mucho que ver con aquellos días de
ejercicios. Con el tiempo terminó olvidando aquellos días de ejercicios
espirituales pero no el impacto negativo de la dureza de los mismos y algunos
detalles concretos acerca algunas cosas sorprendentes y absurdas que tuvo que
hacer. Estas tres historias son más que suficientes para percatarnos hasta qué
punto se puede transformar el mejor vino en el peor vinagre.
La dirección espiritual conlleva siempre
el riesgo de intromisión en los actos internos de la persona. A veces se da el
caso de que el director espiritual se arroga el derecho de suplir las
decisiones libres del dirigido, decidiendo todo lo que éste debe hacer o pensar
sometiéndole a un programa de conducta que ha de ser aceptado y ejecutado sin
pretender saber otra cosa sobre el mismo que el hecho de ser prescrito por el
director espiritual. Aún en el caso de que el interesado aceptara libremente
esa sumisión total de su vida interior al director espiritual -hay gente que la
busca- éste no debería asumir tal responsabilidad. La experiencia enseña que lo
único que se consigue en esos casos es fomentar la inmadurez espiritual del
dirigido, que se acostumbra a vivir espiritualmente en dependencia de otro,
como un eterno niño llevado de la mano de su padre. La madurez de la conciencia
frente a Dios y a la vida queda así mediatizada por esa dependencia ciega del
director espiritual, el cual, en lugar de ser un guía seguro, se convierte en
principio de frustración cuando se equivoca o no satisface las aspiraciones del
dirigido. El objeto formal de la obediencia es el mandato, pero éste no debe
ser aceptado de una manera ciega o irracional.
La dirección espiritual no puede
convertirse en una especie de “clonación” en la que el dirigido termina siendo
una copia psicológica de la personalidad del director. Por esta razón, no soy
partidario de la existencia de directores espirituales por oficio a los que se
haya de acudir por obligación. Soy partidario de que haya personas competentes
y disponibles para que, si alguien necesita consultar algo sobre su vida, tenga
la oportunidad de acudir a ellas con absoluta libertad en busca de orientación
y consejo. Hay que evitar por todos los medios que la dirección espiritual y
los ejercicios espirituales degeneren en técnicas psicológicas de invasión de
la intimidad o control despótico de la libertad de conciencia de los dirigidos.
Los directores espirituales y de ejercicios deberían ser como los médicos y los
guardias de tráfico. Que los haya, pero que la gente aprenda a asumir las
responsabilidades personales de su vida de tal forma que tenga que recurrir a
ellos lo menos posible. Lo ideal sería que nadie tuviera necesidad de recurrir
a ellos nunca.
18.
¿Rezar pecando?
Ese misterioso libro escrito en latín
que el cura llevaba siempre consigo se llama el Breviario. Llamado así porque es un resumen de los rezos prescritos antiguamente para los clérigos y
personas de vida religiosa. Sobre este enigmático libro de rezos eclesiásticos
hay mucha picaresca y así es llamado “la suegra”. Algo con lo que los hombres y
mujeres de Iglesia tienen que resignarse a convivir desagradablemente todos los
días bajo pena de pecado. ¿Quién, entrado en años y que haya viajado mucho en
tren, no recuerda alguna imagen de curas o monjas engafados haciendo sus rezos
en el departamento de cuatro personas con la vista clavada en el Breviario con
cara de pocos amigos? No sé si será temerario pensar que a veces sacaban el
libro de rezos para disculparse de hablar con la gente. En contrapartida,
otros, como yo, cuando abríamos la puerta y nos encontrábamos con aquel santo y
temeroso espectáculo, buscábamos otro lugar o permanecíamos matando el tiempo
en el pasillo. Pero dejemos a un
lado los aspectos anecdóticos y vengamos al asunto, que es serio. Primero,
información canónica. Segundo, valoración crítica de la información y, por
último, una propuesta reformista.
Datos informativos de la antigua disciplina
“Los clérigos ordenados de órdenes
mayores (...) están obligados a rezar íntegramente cada día las horas
canónicas, según los libros litúrgicos propios y aprobados”. (c.135).
Según el canonista A. Alonso Lobo, este canon 135 imponía el
deber ministerial de elevar preces a Dios en nombre de toda la Iglesia y el
legislador ha querido concretar en forma preceptiva el rezo de las horas
canónicas, Oficio divino o Breviario, que es lo mismo. Obligación ampliada en
los cc. 1475 y 610,3, implicando a los que recibían algún beneficio económico,
como los canónigos catedralicios, o por razón de los votos solemnes. Además, y
esto es más importante, bajo pecado grave: “Aunque al principio se introdujo
como devoción facultativa -matiza el comentarista- hoy se trata de un precepto
que obliga bajo pecado grave; y comienza a urgir desde aquella hora canónica
que corresponde al momento en que se recibió el subdiaconado, se tomó posesión
del beneficio o se hizo la profesión religiosa”. Sobre el modo de cumplir esta
obligación de las horas canónicas, el canonista remite a los moralistas y
liturgistas los cuales se encargarán de determinar los pecados y sopesar su
gravedad.
Establecida la obligación, habla
después de la dispensa. Por supuesto que había motivos que excusaban por sí
mismos del rezo, como la imposibilidad física o moral y también por razones
urgentes de caridad. En general, advierte el canonista, se procede con rigor en
la apreciación de estas causas, y piensa que esta costumbre debe seguir
observándose, mientras la Santa Sede no declare nada en contrario. Pero la
dispensa propiamente tal sólo puede concederla el Romano Pontífice, el cual se
sirve para ello de la S.C. del Concilio, tratándose de clérigos seculares, de
la de Religiosos, cuando son estos el sujeto del favor o de la Propaganda para
tierras de misión. Los nuncios Apostólicos pueden conmutar el Oficio por el
rezo de los quince misterios del rosario o por otras preces congruas,
existiendo causa justa y razonable.
Afortunadamente, llegó la
reforma conciliar del Vaticano II. Según
la Constitución “Sacrosanctum
Concilium” sobre la Liturgia, 89, en la reforma del Oficio debían guardarse
las siguientes normas. “Los Laudes, como oración matutina, y las Vísperas, como
oración vespertina, doble eje del Oficio diario según la venerable tradición de
la Iglesia universal, deben ser considerados y celebrados como las Horas
principales”. Aquí tenemos ya una clave para la propuesta de nueva reforma que
haré después. Pero sigamos adelante.
Codex 1983, c.276,3.
“Los sacerdotes, y los diáconos que desean
recibir el presbiterado, tienen obligación de celebrar todos los días la
liturgia de las horas según sus libros litúrgicos propios y aprobados; y los
diáconos permanentes han de rezar aquella parte que determine la Conferencia
Episcopal”.
Según un comentarista, los criterio de
interpretación serían estos: a) existe una verdadera obligación; b) esa
obligación no afecta a todas las horas por igual, sino que tiene intensidad
diversa según su importancia: puesto que Laudes y Vísperas ‘son el doble quicio sobre el gira el Oficio
cotidiano’; no se omitirán ‘a no ser por causa grave’; c) la verdad de las
horas (Laudes por la mañana, Vísperas por la tarde, etc.), se recomienda
intensamente, dada su función de consagración del tiempo y, por último, la
participación de los demás fieles es aconsejada con encarecimiento, puesto que
toda la Iglesia es sujeto de la acción litúrgica (cc.1174,2; 835, 4; 837). Por
su parte, el c. 1174 &1 y 2 reza así: “La obligación de celebrar la
liturgia de las horas vincula a los clérigos según la norma del can.276,2,3; y
a los miembros de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida
apostólica, conforme a sus constituciones. Se invita encarecidamente también a
los demás fieles a que, según las circunstancias, participen en la liturgia de
las horas, puesto que es acción de la Iglesia”. Esto tiene especial validez
para sus encuentros de oración, retiros, jornadas apostólicas y actos similares
en los que se reúnen los cristianos. Por otra parte, según el c. 1175: “Al celebrar la liturgia de las horas,
se ha de procurar observar el curso natural de cada hora en la medida de lo
posible”. Un comentarista advierte que la nota distintiva de la liturgia de las
horas es la consagración de todo el ciclo del día y de la noche. De ahí la
preocupación del Vaticano II y de la legislación posconciliar en que se respete
el verdadero momento de cada una de las horas. Lo contrario sería caer en un
formalismo opuesto al verdadero espíritu que anima esta expresión de la Iglesia
orante.
19.
Comentario de Juan Pablo II
En la audiencia general del 4 de abril
de 2001, Juan Pablo II habló de la Liturgia de las Horas. Después de recordar
el fundamento teológico de esta práctica en la Iglesia, hizo, entre otras, las
siguientes consideraciones. El rezo diario del llamado Oficio divino es parte
de la oración pública de la Iglesia programada para la santificación de las diversas
fases del día. Para entender históricamente esta práctica dice el Pontífice que
es preciso remontarnos a los primeros tiempos de la comunidad apostólica,
cuando todavía existía una dependencia estrecha de la oración cristiana de las
“plegarias legales” prescritas en la ley de Moisés para ser cumplimentadas en
el templo de Jerusalén. Dependencia refejada en el capítulo 2,46 de los Hechos
de los Apóstoles donde se nos informa de que “acudían al templo todos los días”
o “subían al templo para la oración de la hora nona”, 3,1. Por otra parte,
existían las llamadas “plegarias legales” por excelencia, que tenían lugar de
mañana y de tarde.
Poco a poco los discípulos de Jesús
fueron seleccionando algunos salmos que les parecieron más adecuados para
determinados momentos del día, de la semana y del año por su relación con el
misterio cristiano. Así S. Cipriano, en el siglo III, (De oratione dominica, 35: PL 39, 655) asocia expresamente la
recitación de los salmos de la mañana a la resurrección del Señor. Pero la
tradición cristiana “no se limitó a perpetuar la judía, sino que innovó algunas
cosas, que acabaron por caracterizar de forma diversa toda la experiencia de
oración que vivieron los discípulos de Jesús. En efecto, además de rezar por la
mañana y por la tarde el padrenuestro, los cristianos escogieron con libertad
los salmos para celebrar con ellos su oración diaria”. En este proceso
histórico se utilizaron determinados salmos sobre todo para preparar la oración
de vigilia como preparación para la celebración del domingo, en el cual se
celebraba la Pascua de Resurrección.
La celebración de las horas canónicas,
pues, o rezo del Breviario, surgió y se desarrolló en función de la
resurrección de Cristo de tal forma que tanto por la mañana a la salida el sol
como por la tarde a su ocaso, se celebraba en oración la Pascua entendida como
paso de Cristo de la muerte a la vida.
El resto de las horas del día remiten al relato de la pasión y muerte de Cristo
o a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. La oración final después de
las vísperas evoca la vigilancia
recomendada por Cristo en la espera de su vuelta. De esta forma los cristianos
trataron de convertir toda la vida humana en oración como diálogo permanente
con Dios. La oración de la mañana y de la tarde se convirtieron en los tiempos
fuertes de las horas canónicas por tener como referencia central los momentos
fuertes de la muerte y resurrección de Cristo. Detalles estos muy interesantes
que nos van a servir de criterio fundamental para el proyecto de reforma del
Breviario actual que yo propongo.
20.
Consideraciones críticas
Lo más chocante de la antigua
disciplina sobre la obligación de rezar las horas canónicas es el haber
convertido aquella maravillosa oración espontanea de los primeros cristianos en
un precepto legal sancionando su incumplimiento con el pecado grave, que los moralistas más insensatos no dudaron después
en traducir como pecado mortal. Así
de claro y brutal: “Aunque al principio se introdujo como devoción facultativa, hoy se trata de un precepto que
obliga bajo pecado grave; y comienza a urgir desde aquella hora canónica que
corresponde al momento en que se recibió el subdiaconado, se tomó posesión del
beneficio o se hizo la profesión religiosa”.
Pero ¿quién tuvo la genial idea de empecatar
legalmente aquella devoción popular,
salida espontáneamente del corazón de los primeros cristianos, hasta el punto
de convertirla después en un deber cuasi empresarial, según el cual hay que
“fichar” bajo pena de pecado mortal? ¿No habría sido más razonable y conforme a
los sentimientos de Cristo haber encauzado pedagógicamente aquel río de oración
original hasta nuestros días? ¿Es razonable pensar que Cristo acepte que nos
dirijamos a Él en oración canónicamente amenazados con la condenación eterna,
simplemente por infligir una normativa similar a los ritos litúrgicos del
Antiguo Testamento?
Sobre el origen del rezo de las Horas
Canónicas se nos dice que se remonta al tiempo de los Apóstoles, si bien hasta
el siglo IV, en que el Papa S. Dámaso encargó a S. Jerónimo unificarlas, no se
rezaron de una forma determinada. Incluso después surgiero muchas variaciones y
transformaciones hasta el siglo XVI, en que el Papa S. Pío V prescribió el uso
del Breviario Romano para la Iglesia universal, exceptuando las iglesias y
Órdenes religiosas que por doscientos años
tuvieran ya Breviario propio. Con esta prescripción piana del Breviario se transmitió también el gusano
corrosivo del pecado grave y mortal para
los infractores de la prescripción con repercusiones incluso económicas. Desde
entonces hasta la reforma del Vaticano II, los canonistas y moralistas
compitieron en multiplicar y agrandar la presunta pecaminosidad de las
infracciones del precepto canónico de rezar las Horas Canónicas según unas
normas, muchas veces ridículas y absurdas, que ellos mismos inventaron e
interpretaron buscando la trampa para que en la práctica pudieran ser burladas.
Largo y penoso sería hablar de todo
esto. Pero creo que no vale la pena. Muchos y muchas de los que sufrieron las
amargas consecuencias están ya disfrutando de la gloria del Padre. Pero no
ciertamente por haber rezado las Horas Canónicas siguiendo fielmente las
prescripciones legales al respecto, o por el miedo a pecar si no lo hacían así,
sino por el amor que inspiró su oración y la misericordia de Dios, que está por
encima del Derecho Canónico y las interpretaciones de canonistas y moralistas
ingenuos o insensatos, que inventan leyes como quien fabrica sogas para
ahorcase después con ellas. El hecho de que la Iglesia haya apoyado a estos
canonistas y moralistas, propensos a poner pecados en la recitación de las
Horas Canónicas como ladrillos en una pared, constituye, en mi modesto
entender, uno de sus pecados confesados el 12 de marzo 2000 catalogable entre
las formas violentas de anunciar y promover el mensaje de Cristo dentro de la
propia Iglesia.
Con la reforma del Vaticano II la
situación ha mejorado mucho, pero habrá que tener cuidado para que no vuelvan a
aparecer seguidores de aquellos especialistas en casos morales, que se
dedicaban a contestar a las consultas de los/las mejores orantes para encontrar
la manera de que la recitación de las Horas Canónicas no se convirtiera en
piedra de tropiezo y ocasión para pecar contra las prescripciones legales
establecidas para su ejecución. Según la nueva disciplina, existe una verdadera
obligación de cumplimentar las Horas Canónicas y no deberían omitirse sin causa grave. ¡Qué
cosa más razonable! Pero de esto a imponer su recitación bajo pecado mortal en
condiciones a veces ridículas, inventadas y minuciosamente descritas por
canonistas y moralistas con mentalidad del Antiguo Testamento hay un abismo.
21.
Cambio de mentalidad y reforma del
Breviario
De acuerdo con los datos informativos
que termino de ofrecer y la nueva mentalidad penitencial inaugurada por Juan
Pablo II, me parece oportuno hacer la propuesta reformista siguiente sobre el
Breviario.
1) Devolver al rezo de las Horas
Canónicas la espontaneidad original de los primeros tiempos de la Iglesia y
sofocar, como si de un rebrote de incendio se tratara, cualquier intento por
parte de canonistas o moralistas de relacionar el rezo de las Horas con el
pecado, y menos aún con el pecado mortal. No se puede tolerar que haya
canonistas y moralistas empeñados en contaminar con el pecado las cristalinas
aguas de la oración cristiana de los primeros tiempos de la Iglesia. A mi
juicio, se trata de un propósito de enmienda que la Iglesia tiene que hacer
para compensar moralmente el daño causado en el pasado a quienes sufrieron con
terribles escrúpulos de conciencia las nefastas consecuencias de la antigua
disciplina al respecto. En el futuro se ha de evitar por todos los medios que
alguien pueda llegar a la conclusión de que tiene más cuenta orar por propia
iniciativa a Dios que comprometerse a hacerlo bajo las órdenes y leyes de la
Iglesia.
2) Ahora bien, si se mantiene el
proyecto de que el Breviario sea el libro oficial por el cual los hombres y
mujeres comprometidos por el orden sacerdotal y los consejos evangélicos han de
recitar las Horas Canónicas como oración de la Iglesia universal, e incluso se
recomienda que lo hagan todos los fieles cristianos que puedan hacerlo,
pongamos las cosas en claro y seamos realistas. El Breviario posconciliar
vigente, tal como está estructurado, no me parece que sea la herramienta
canónica más adecuada para llevar a feliz término tan noble empeño.
3) Me explico. El actual Breviario
reúne todas las características de un Breviario MONACAL y medieval, concebido
para monjes/monjas que viven en el
monasterio y cuyo programa de vida, en lo sustancial, no es otro que la
santificación de todas las horas del día y de la noche mediante la recitación
en común del Oficio Divino. O sea, que su principal trabajo, después del
primero, que es vivir juntos como buenos hermanos y hermanas en Cristo,
consiste en el rezo de las Horas Canónicas en nombre de la Iglesia universal.
De ahí la estructura y distribución del Breviario de suerte que las Horas
Canónicas sean cumplimentadas por un grupo numeroso de personas, coralmente,
todos los días y con canto. Ahora bien, estas condiciones sólo se dan
normalmente - y cada vez menos- en las comunidades religiosas de régimen
estrictamente monacal.
Por lo mismo, carece de sentido poner
tanto énfasis en la obligatoriedad canónica del rezo del Breviario siendo así
que la mayor parte de los concernidos en este menester no están normalmente en
condiciones de cumplir con esas preceptuadas cláusulas y circunstancias
específicamente monacales. Ni la Iglesia universal ni el mundo en que vivimos
es ni tiene por qué convertirse en un monasterio. En consecuencia, no me parece
razonable ni justo imponer canónicamente a toda la comunidad cristiana un
Breviario estructurado para la vida monástica. La cual, por muy cualificada que
sea, sólo representa una parte mínima en el contexto de toda la comunidad
eclesial. Por otra parte, hay que ser honestos y reconocer que el rezo del
Breviario tal como está estructurado, fuera del contexto coral resulta
psicológicamente violento ya que tiene partes que fuera del contexto coral
cantado no tienen sentido y su recitación privada, simulando al coro, puede
resultar incluso ridícula. Sin olvidar el tormento que esta recitación
inadecuada puede acarrear a los escrupulosos con el miedo del pecado que los
moralistas y malos formadores les metieron en el cuerpo.
4) Para facilitar la oración eclesial en lugar
de poner dificultades, pienso que lo más razonable y práctico sería crear un
verdadero Breviario Universal, que
reúna las condiciones mínimas para poder ser utilizado con gusto y sin
extrañeza por todos los miembros de la comunidad cristiana: eclesiásticos,
laicos, hombres y mujeres, viejos y niños, en comunidad o en solitario, en
cualquier momento y parte del mundo. El Breviario actual, fuera de su propio
contexto, que, insisto, es el monacal, además de su desmesurada extensión y
difícil manejo, está fuera de lugar y sólo de manera forzada y extraña puede
ser utilizado por la mayor parte de la comunidad cristiana.
El Vaticano II
descargó la conciencia empecatada tradicional sobre el rezo de las Horas
Canónicas y desmitificó el latín como idioma propio del Breviario. No fue poco
y hay que agradecerlo. Pero creo que se quedó corto ya que en lugar de
“abreviarlo” más - de ahí el nombre de Breviario- , lo “engordó” con todos los
inconvenientes económicos y de uso que eso lleva consigo. Nos encontramos así
con una criatura canónica inmensa y pesada que no hay quien la mueva y que está
reclamando volver allí de donde no debía haber salido: a los coros monacales
que es su lugar propio. Si la memoria no me falla, en la propuesta de reforma
de la recitación de las Horas Canónicas del Vaticano II había un interrogante
sobre si dicha recitación era realmente una ayuda espiritual para los
sacerdotes o, por el contrario, había terminado convirtiéndose en una carga
difícil de sobrellevar.
5) Los criterios básicos para la
creación de este nuevo Breviario Universal están indicados en la propia
tradición eclesial de las Horas Canónicas. Tan sencillo como esto. El viejo
Breviario Romano prescrito por S. Pío V se lo pone al día y asunto terminado.
¿Cómo y de qué manera?
Bastaría Desarrollar y actualizar el
diseño original de la Constitución
“Sacrosanctum Concilium” sobre la Liturgia, 89, donde se establecía lo siguiente:
“Los Laudes, como oración matutina, y las Vísperas, como oración vespertina,
doble eje del Oficio diario según la venerable tradición de la Iglesia
universal, deben ser considerados y celebrados como las Horas principales”. Si
a esto añadimos las puntualizaciones de Juan Pablo II sobre la oración de
mañana y tarde como momentos fuertes, el desmarque de las prácticas rituales
judías y monásticas cristianas, ya tenemos los datos fundamentales para la
estructura del nuevo Breviario Universal que se está echando de menos.
El nuevo Breviario Universal estaría
estructurado, pues, sobre el doble eje de
los Laudes, como oración matutina centrada en la Resurrección y Pascua del
Señor, y las Vísperas, como oración vespertina centrada en su Pasión y Muerte.
Eso sí, habría que lograr un texto breve y sencillo, teológicamente profundo y
susceptible de ser utilizado por cualquier cristiano sin tropezar con
extrañezas, con gusto y facilidad de manejo. Además, utilizando textos que lo
mismo puedan servir para el canto coral que para la recitación personalizada,
según las circunstancias. Otra característica deseable para Breviario Universal
sería su carácter ecuménico, de suerte que pudiera ser utilizado sin dificultad
por los miembros de todas las confesiones cristianas no católicas. En cualquier
caso, la disciplina eclesiástica debería dejar plena libertad para que las
personas implicadas en el rezo canónico de las Horas lo hagan utilizando
indistintamente el Breviario Monacal clásico o el nuevo universal de acuerdo
con sus gustos y circunstancias. En la selección drástica de salmos habría que
dar preferencia a aquellos que tienen sentido mesiánico prescindiendo de muchos
otros que chocan con el espíritu cristiano.
22.
¿Censura eclesiástica o control de calidad?
Una institución tan peligrosa como necesaria
La censura
eclesiástica es una institución canónica que mal entendida puede ser causa de
injusticias y fuente de sufrimiento. Al fin y al cabo, la Inquisición, con el
complemento de la hoguera, no fue otra cosa que el apéndice final de una forma
de practicar la censura. Actualmente nadie piensa en hogueras, pero sigue
existiendo una forma de “inquisición trampa” contra la cual hemos de estar
prevenidos. La censura es un dictamen o juicio ético sobre alguna obra o escrito
y como tal existió ya en la Grecia clásica. En Roma existía la nota de censura, que el oficial llamado censor decretaba contra aquellos
ciudadanos de ambos sexos que habían observado un comportamiento contra las buenas costumbres. La nota de censura
afectaba a los derechos públicos y al aumento de los impuestos, resultando
efectiva durante todo el mandato del censor de oficio. El sucesor podía
ratificarla o anularla cuando lo creyera conveniente. En el lenguaje corriente censurar a una persona o ente público
equivale a descalificar moralmente su conducta, globalmente o en algún aspecto
determinado. Por ejemplo, censurar una película equivale a dictar un juicio
ético sobre la misma, por lo general negativo, a consecuencia de lo cual se
prohíbe su representación pública. Los Gobiernos practican la censura cuando,
por ejemplo, clasifican ciertos documentos como secretos de Estado. En este
sentido es impresionante la censura militar por razones inefables.
La historia de la censura está muy
estudiada y la practica tanto el Estado como la Iglesia. De hecho, no existe
organismo público estatal o eclesiástico que no practique algún tipo de
censura, desde los partidos políticos y los medios de comunicación social hasta
la autocensura personal de los representantes sociales. Paradójicamente los
profesionales que más practican ciertas formas de censura son las empresas
informativas. Toda forma de veto o de control público es una censura. Nos
hallamos ante una institución hasta cierto punto necesaria, pero altamente
peligrosa para la libertad de expresión. De ahí la urgencia de llamar a las
cosas por sus nombres en esta delicada materia. ¿En qué consiste la censura
eclesiástica? ¿Qué valoración crítica merece? Esta es la cuestión que nos
interesa en este momento.
Prescripciones
del Código de Derecho Canónico
“Quienes se dedican a las ciencias
sagradas gozan de una justa libertad para investigar, así como para manifestar
prudentemente su opinión sobre todo aquello en lo que son peritos, guardando la
debida sumisión al magisterio de la Iglesia” (c.218). El comentarista Julio
Manzanares añade el siguiente comentario: “En un plano de principios defiende
la libertad de cátedra, aunque sin silenciar la necesaria sumisión al
magisterio de la Iglesia. Se plantea aquí la cuestión de la relación
“magisterio-teólogos”; con la peculiaridad de que el magisterio entra no como
mera instancia externa, sino como instrumento para el conocimiento de la verdad
revelada. La dificultad práctica de conciliar ambos extremos y aún las posibles
soluciones de casos concretos no anulan los principios en juego”. Los cánones que más o menos explícitamente
rozan con la censura como control del pensamiento y de la libertad de expresión
son del 793 al 833. O sea, los que regulan la educación católica en las
escuelas, universidades y otros institutos católicos de estudios superiores,
las facultades eclesiásticas, el uso de los medios de comunicación social y
especialmente la publicación de libros. Me interesa concretamente la censura
referida a la publicación de libros teológicos y su eventual conflicto con la
libertad de expresión de los teólogos en el seno de la Iglesia. Se trata
fundamentalmente de libros relacionados con la Sagrada Escritura, catecismos,
textos litúrgicos, libros de texto en los centros de la Iglesia y actividades
pastorales diversas, sobre todo en los medios de comunicación
social.(cc.824-832). Pero como mucha gente habla de estas cosas sin conocer el
significado concreto de las palabras que utiliza, me parece oportuno hacer algunas
aclaraciones conceptuales al respecto antes de pasar a expresar mi opinión
personal sobre el asunto de la censura y los conflictos eclesiales a que da
lugar cuando se abusa de ella.
Libertad
de pensamiento, de conciencia y de expresión
La censura está
relacionada con la libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión. En el
caso presente dentro de la Iglesia. Por libertad de pensamiento entiendo la capacidad efectiva que cada cual tenemos
para pensar, reflexionar, imaginar o soñar despiertos sobre lo que nos apetezca
sin admitir injerencias externas de ninguna autoridad estatal o eclesiástica.
Aunque el pensar y el reflexionar son funciones distintas específicamente de la
imaginación y de la fantasía, para efectos de libertad pública son lo mismo:
algo que pertenece a nuestra intimidad y vida interior.
Libertad de pensamiento significa que
cada cual podemos pensar, reflexionar o fantasear sin que ninguna autoridad
ajena a nuestra propia conciencia tenga derecho a impedirlo. Esta misma idea la
expresamos coloquialmente cuando decimos que a nadie le importa lo que pensamos
en nuestro interior. De hecho, el injerirse en los pensamientos de otro o en
sus proyectos imaginativos sin consentimiento previo de los interesados
constituye un abuso ético intolerable. La respuesta espontánea a estas
intromisiones impertinentes suele ser esta: pienso en lo que quiero, o a Ud.
qué le importa. Ud. no es nadie para meterse en mis asuntos. La libertad de
pensamiento así descrita tiene una limitación importante: la propia conciencia
ética. Lo cual significa que nos damos cuenta con mayor o menor lucidez de la
honestidad o deshonestidad de lo que
estamos pensando sin ningún tipo de coacción externa. Por lo mismo, el que
tiene una conciencia ética frívola se permite a sí mismo pensar en cosas en las
que no se permite quien tiene una conciencia timorata. Lo que puede
razonablemente ser pensado o imaginado por unos pudiera no serlo para otros.
En cualquier caso, quede claro que ese
ámbito sagrado de nuestra intimidad debe ser respetado por las autoridades
públicas lo mismo del Estado que de la Iglesia. Es un asunto que concierne a
cada uno de nosotros y del que sólo nuestra conciencia y a Dios tendremos que
dar cuenta. A veces la libertad de
pensamiento y de conciencia son expresiones sinónimas. Pero conviene no
confundirlas. Hay quienes interpretan la libertad de conciencia como si uno
pudiera, al margen de la razón propia y del respeto a los demás, pensar lo que
quiera sobre el bien y el mal moral. Cuando todo eso queda en la intimidad sin
manifestarse cabe hablar de libertad de pensamiento en sentido amplio. Pero
ello no significa que tal posición esté internamente justificada. Frente a lo
que la razón dicta como bueno o malo nadie es libre éticamente hablando, ni siquiera
en el ámbito de su intimidad, para optar por lo contrario. La libertad de
especificación es psicológicamente imposible en personas normales. Otra cosa es
la libertad de ejercicio, que consiste precisamente en la posibilidad de optar
por un bien particular de mayor o menor calidad porque ninguno tiene capacidad
absoluta de arrastre de la voluntad. La libertad de expresión consiste en la
posibilidad de manifestar públicamente lo que libremente pensamos sobre todo
hablando, escribiendo, realizando obras de arte etc. Obviamente, la libertad de
expresión, además del condicionamiento previo de la propia conciencia, tiene
otras muchas limitaciones derivadas del respeto debido a los derechos
fundamentales de las personas en nombre de los cuales la autoridad pública del
Estado y de la Iglesia puede y debe intervenir. ¿Cuándo, cómo, de qué manera?.
He aquí la censura. Tratándose de la censura eclesiástica, que es la que ahora
me interesa, me parece oportuno hacer las siguientes matizaciones críticas.
Observaciones
críticas
Según el canonista Manzanares, antes
citado, el c.218 defiende la libertad de
cátedra. Pero ¿a qué llama libertad de cátedra? No nos lo dice. Ahora bien,
si por libertad de cátedra se entiende que un profesor o catedrático de una
Facultad de Teología de la Iglesia puede enseñar lo que bien le parezca sobre
cualquier tema teológico, es obvio que tal libertad de cátedra no es reconocida
por la disciplina eclesiástica. La
libertad de cátedra, así entendida, es incompatible con la profesión de fe
exigida a los profesores de teología y la sumisión que se les exige al
Magisterio. De hecho, los conflictos de los teólogos con el Magisterio de la
Iglesia surgen precisamente porque no hay ni puede haber libertad de cátedra en
el sentido estricto de la expresión. Esos márgenes de libertad de investigación
que el Magisterio otorga a los teólogos son tan limitados e irrelevantes que
sería ridículo equipararlos a la libertad de cátedra. Por lo tanto, ¿no sería
más correcto decir claramente que la Iglesia no reconoce la libertad de cátedra
en el ámbito de la teología y exponer las razones de esta negativa, en lugar de
buscar tres pies al gato con angelicales comentarios canónicos?
Por otra parte, esa cacareada libertad
no existe tampoco en las instituciones del Estado. Las autoridades estatales
practican muchas más censuras que la Iglesia y con menos razones. Por más que
se proclame en los ordenamientos jurídicos la abolición de la censura previa en
favor de la libertad de expresión sin límites, en la práctica no hay medio de
comunicación social, editoriales y empresas periodísticas incluidas, que no
pase por rigurosos controles o censuras antes de hacer llegar sus mensajes al público. ¿Por qué la Iglesia va a ser menos
en los asuntos que son de su competencia? La Iglesia está obligada a establecer
el correspondiente control de calidad de sus “productos” doctrinales y
culturales. Y si para garantizar esa calidad es preciso negar la libertad de
cátedra a alguien, está en su perfecto derecho el hacerlo, como cualquier
empresa está obligada a controlar la calidad de sus ofertas para servir a sus
clientes los productos en las mejores condiciones posibles. De lo dicho se
infiere que la Iglesia debe controlar la calidad de las publicaciones
relacionadas con la Sagrada Escritura, los libros litúrgicos, textos de teología y todo el material
relacionado con la catequesis y la pastoral en su sentido más amplio. De esto
no caben dudas razonables. Es más. El pueblo cristiano tiene derecho a exigir a
las autoridades de la Iglesia que controlen la calidad del pensamiento
cristiano. Ahora bien, una cosa es ese control
canónico de calidad, que tiene que existir, y otra muy distinta la censura previa como mordaza a la libertad interior de pensamiento y a la
responsable libertad de expresión de los teólogos y pensadores cristianos en la
Iglesia. Dado que existe una sensación de malestar creciente sobre esta
materia, me ha parecido oportuno hacer las siguientes consideraciones prácticas
de sentido común.
Sobre la libertad de pensamiento la Iglesia no tiene que preocuparse. Es
responsabilidad de cada uno y el tratar de controlarlo es meterse en camisas de
once varas. Cada cual piensa lo que quiere o le permite su conciencia y nadie
tiene derecho a entrar en las habitaciones de nuestros pensamientos sin permiso
previo. Este principio es válido para el Estado y para la Iglesia. De hecho,
siempre se ha dicho que “de internis non iudicat Eccesia”. Que en términos
coloquiales es como decir que la Iglesia no debe meterse donde no la importa,
como es la intimidad de nuestros pensamientos sin previa autorización.
Sobre la libertad de conciencia, la Iglesia puede y debe ejercer un influjo
benéfico incalculable. Se trata de ayudar a encontrar el sentido del bien y del
mal. Pero sin sofocar el proceso de la conciencia individual, que suele ser
lento, trabajoso y lleno de dificultades para discernir correctamente entre lo
que hemos de hacer porque es bueno y evitar porque es malo. En este terreno la
Iglesia debe ser paciente como una buena madre y en lugar de forzar las
situaciones, respetar la conciencia y buena fe de las personas por más que no
se pueda estar de acuerdo con determinadas actitudes o formas de enjuiciar las
cosas.
Lo ideal sería
crear un ambiente de sinceridad en la Iglesia que permitiera a todo el mundo
expresar sin miedo sus ideas y formas de ver la vida. Muchas veces la gente
necesita desahogarse y contar sus fantasías y hasta barbaridades y está
demostrado por la experiencia que el solo hecho de escucharlas sin dales importancia
produce un efecto benéfico catártico y curativo eficacísimo. Por el contrario, cuando se teme una
reprobación inmediata o un castigo humillante, la gente se reprime y se
desahoga después ampliando sus errores y antipatías personales hacia las
autoridades de la Iglesia. Las leyes de compensación psicológica se ponen en
marcha de forma automática. Los que ejercen en la Iglesia el control de calidad
del pensamiento cristiano han de hacerlo de forma que se respete, al igual que
la libertad de pensamiento, la libertad de conciencia de aquellas personas
cuyas ideas o formas de entender la vida cristiana no sean aceptables.
Por supuesto que
se dan situaciones en las que la autoridad eclesiástica competente (Obispo de
Roma, Conferencias Episcopales y Obispos locales) tienen que tomar decisiones
puntuales retirando su confianza pastoral a determinadas personas o
instituciones académicas, editoriales o catequéticas. La legislación canónica
contempla estas situaciones y establece la forma de resolverlas con la ley en
la mano. Pero justamente en la aplicación de esas leyes suelen producirse
situaciones en las que la defensa de la ortodoxia doctrinal prevalece sobre el
respeto y la caridad con todas las personas implicadas en el conflicto. Al
decir todas las personas implicadas, me estoy refiriendo tanto a las
autoridades eclesiásticas responsables de ese servicio como a los encausados.
Igualmente, cuando algunas instancias eclesiásticas realizan su trabajo
censorial causan la impresión de que su deber es defender la ortodoxia de las doctrinas aunque revienten las personas
que no se ajustan a ellas. En tiempos de maldita memoria, para que
resplandeciera la doctrina, no se dudó en quemar personas. Afortunadamente algo
se ha progresado, pero todavía queda parte del rabo de la Inquisición por
desollar.
La legítima autoridad eclesiástica, en efecto,
tiene el derecho y el deber de desautorizar públicamente las ideas de cualquier
pensador cristiano y de retirar su confianza docente o pastoral a quien lo
considere necesario. Poner en cuestión este derecho es una pueril sinrazón.
Pero no tiene derecho - como tampoco lo tiene ninguna autoridad estatal- a
exigir a nadie bajo coacción moral y amenazas implícitas la retractación de sus
ideas. Esa coacción moral es una forma de tortura psicológica indigna de la
persona humana. A una persona se la puede pedir con firmeza, pero siempre con
respeto, que retire unas palabras ofensivas o explique mejor sus ideas. Incluso
se la puede exigir justas compensaciones por los daños realmente causados con
sus formas de pensar. Estas formas de conducta pertenecen a la vida normal y
civilizada. Pero ¿forzarla con amenazas a que confiese que está equivocada y
reconozca que las ideas del acusador son las verdaderas y no las suyas? Ni por
pienso. Esto, lo haga quien lo haga, y cualesquiera que sean las excusas para
hacerlo, es simplemente inhumano. La búsqueda de la verdad y el anuncio amoroso
del Evangelio es incompatible con las clásicas técnicas de “lavado cerebral” y
las modernas de “clonación mental”. Tanto los que están llamados a ejercer en
la Iglesia el indispensable control de
calidad del pensamiento cristiano como los teólogos y teólogas que
investigan y ejercen el ministerio público de la docencia, deberían no olvidar
que, aunque llegaran a alcanzar el zénit de la ortodoxia doctrinal, si ha sido
al precio de faltarse mutuamente al
respeto personal y con menoscabo de la caridad, por sus formas de
investigar o de valorar los frutos de la investigación teológica, como diría S.
Pablo, de nada les va a servir. A la hora de la verdad se exponen a recibir la
respuesta del Señor: no os conozco. Por consiguiente, si, para evitar esta
posible frustración escatológica, hay que revisar, perfeccionar o suprimir
leyes y reglamentos disciplinales en vigor, hágase cuanto antes adaptándolos
mejor a la ley suprema de la caridad sin la cual para nada sirven las
doctrinas. En este sentido hay que decir
también que tampoco son aceptables las críticas contra la autoridad eclesiástica
que a veces aparecen en los medios de comunicación social confundiendo con
morbo y deliberadamente las churras con las merinas.
23. ¿Madre de Jesucristo o diosa de la guerra?
Hablando del
comportamiento de los cristianos y de la vida de la Iglesia resulta ineludible
hacer una mención especial a la Virgen María como paño de lágrimas e instancia
de apelación en las calamidades. Uno de los reproches recientes más severos que
se han hecho contra la Iglesia en relación con la Virgen María proviene del
fanático anticristiano Karlheinz Deschner. En la Iglesia, se ha dicho, todo
está calculado a efectos de una política de poder. Los peregrinos y peregrinas
invocaban a la ‘Virgen pura’ y a ‘nuestra amada Señora’. Las autoridades
eclesiales, en cambio, han sabido utilizar a la Madonna para causas nada
pacíficas. Al igual que la Istar babilónica -diosa del amor y de la guerra- o
la virginal diosa de la guerra, Atenea, la Virgen María terminó convirtiéndose
en “nuestra amada señora del campo de batalla”, en la “vencedora de todos los
combates librados por Dios”. O sea, en la gran diosa cristiana de la venganza.
Asesinar en nombre de María, se dice, es una vieja costumbre católico-romana.
Bajo la advocación de María los hombres de Iglesia podían en otros tiempos
salir en campaña en cualquier guerra religiosa. La Virgen era la perpetua
compañera de los combatientes en las cruzadas, en la caza de herejes, en las
guerras anti-turcas y en la lucha moderna contra los bolcheviques. Las tropas
bizantinas llevaban la imagen de la Virgen en las campañas de guerra y algunos
de los más sanguinarios escuadrones católicos eran fervientes adoradores de
María. El emperador Justiniano I atribuyó sus triunfos sangrientos en tierras germanas a María, y Justiniano II
la escogió como patrona en su campaña contra los persas. El monstruo Clodoveo
adjudicaba al favor de la Madonna sus
brutales triunfos sobre los herejes. Carlomagno, harto de mujeres y concubinas,
diezmó pueblos enteros militarmente. Eso sí, llevando una imagen de María en el
pecho. El culto a María estuvo relacionado siempre con la conquista bélica del
poder. Los que se armaban caballeros recibían también su espada en honor de
María. Que “María nos asista” se convirtió en grito de batalla y los cruzados
la invocaban antes de proceder a las degollinas. Los matones y violadores
caballeros de la Orden Germánica obraban al servicio de María su celestial
señora. La masacre de herejes albigenses se interpretó como una campaña
triunfal de “nuestra amada Señora de las Victorias”. La lucha medieval contra
el islam se consideró asunto de la Madre de Dios. Por ello se dice que su ayuda
fue decisiva en la batalla de Belgrado para que unos 80.000 turcos mordieran el
polvo. Interpretación debida a una empresa militar mariana dirigida por un
predicador. En el triunfo naval de Lepanto “no fueron el poder de las armas, ni
tampoco los comandantes, sino María del santo rosario la que nos facilitó la
victoria”. Igualmente se ha dicho que la batalla de Montaña Blanca el año 1620
-guerra de los 30 años- fue una victoria mariana. El general Tilly habría
logrado “sus 32 victorias bajo el signo de nuestra amada Señora de Altötting”.
El estandarte insignia de la Liga Católica mostraba la imagen de “María de la
Victoria”. Sin ir tan lejos, los aviadores de Mussolini tenían a María como patrona
y la guerra civil española, en opinión del general Franco, habría culminado con
una victoria final mariana. Pío XII habría sido el fanático mariano y promotor
de la causa hitleriana que el 31 de octubre de 1942 tuvo la ocurrencia de
consagrar la humanidad entera al inmaculado corazón de María. Paradójicamente,
el mismo día en que las tropas inglesas rompían las líneas alemanas en el
Alamein. ¿Para qué continuar delatando la presunta utilización política y
militar de la Virgen María por parte de
las autoridades de la Iglesia? Incluso la veneración mariana de Juan Pablo II
sería la expresión más fiel de su teología política anclada en el poder.
Cualquier lector
avisado se dará pronto cuenta de que esta crítica procede de un espíritu
turbado y unidimensional sin margen psicológico para la comprensión humana.
Cuando nos encontramos en situaciones extremas en las que está en peligro
nuestra vida, todos nos agarramos a un clavo ardiendo para salir vivos de
ellas. Así, los pobres soldados, que van a la guerra como borregos al matadero,
se acuerdan de sus madres, de sus novias, de Dios y del diablo para fortalecer
su ánimo con la esperanza de sobrevivir. En este contexto psicológico, el
recurso a la Virgen María resulta más que comprensible. Lo cual no quiere decir
que hayamos de comulgar con ruedas de molino dando por bueno el recurso
emocional a la Virgen María para legitimar barbaridades, como se ha hecho en el
pasado.
Como vacuna
contra esos abusos y faltas de respeto a la Virgen María, me limito a hacer una
sugerencia inspirada en mi propia experiencia personal que se remonta a la
infancia asociada a una talla secularmente admirada y querida en la localidad
abulense de Hoyocasero bajo la advocación de Virgen de las Angustias. Desde muy
niño me impresionó profundamente la actitud de aquella madre sufriente y tierna
en extremo contemplando amorosamente en su regazo a Cristo muerto bajado de la
cruz. Esta imagen de infancia me ha acompañado siempre reportándome
tranquilidad y profundo consuelo en los momentos más críticos de la vida. Me
contó mi padre que durante la guerra civil española un militante comunista dio
esta orden a sus subordinados: "Si vais a Hoyocasero, encontraréis en la
Iglesia una imagen de la Virgen de las Angustias muy hermosa, que es la Patrona
del pueblo. Cuidaos mucho de destruirla o dañarla porque, como yo me entere, no respondo de lo
que voy a hacer con vosotros". ¡Nadie se atrevió a tocar aquella imagen!
No corrió la
misma suerte una talla de la Virgen del Carmen que había en la capilla de Venta
del Obispo. Cuentan testigos presenciales que unos forajidos comunistas la
hicieron añicos salvajemente, y mi abuelo, desoyendo a los que le recomendaban
que no interviniera, tan pronto desaparecieron los autores del impío delito se
apresuró a recoger los trozos para restaurarla con el riesgo de ser acribillado
él mismo a tiros. En una ocasión un popular locutor de radio nos invitó a un
líder protestante y a mí para que nos peleáramos en un debate radiofónico de
gran audiencia. Pero grande fue su sorpresa cuando empezamos a hablar de la
Madre de Jesucristo como quienes hablan de su propia madre con lo cual el
debate derivó hacia una conversación entrañable y fraterna.
A medida que mi
fe cristiana se hace teológicamente más madura entiendo mejor por qué los
artistas han derrochado tanto ingenio para dibujar, cantar y tallar la
personalidad de la Virgen María como inspiradora inagotable de virtudes humanas
y beldades estéticas. Pero igualmente he de confesar que cada vez entiendo
menos por qué su título de Madre de Jesucristo muchas veces es desplazado por
refinados y discutibles conceptos mariológicos, así como por advocaciones y
sublimes leyendas que contribuyen más a deformar la grandeza de su personalidad
que a conocer y amar a su persona. A partir del hecho histórico y
teológicamente angular de que la joven María es la Madre de Jesucristo resulta
sorprendentemente fácil entablar diálogo sobre ella con cualquier persona
normal, aunque no sea cristiana o creyente. Incluso con los que no han tenido
la suerte de tener una madre como la mía cuyo comportamiento conmigo yo lo
asociaba inconscientemente a la Virgen María deducía mis conclusiones
prácticas. El razonamiento implícito de esta feliz experiencia infantil podía
ser formulado así. Si para un hijo como yo existe una madre como la mía, ¿cómo
habrá sido la que fue madre del mismísimo Jesucristo en persona? Y así,
contemplando después aquella talla de la Virgen de las Angustias, tenía la
impresión de asistir a un espectáculo impresionante de ternura maternal
sobrehumana. Estos hechos pueden parecer pintorescos o anecdóticos, pero
entiendo que tienen un calado teológico que va más allá de los sentimientos
infantiles y del folklore popular. Por ello, cada vez estoy más convencido de
que hay que recuperar teológica y pedagógicamente la primacía histórica del
título de Madre de Jesucristo en el trato ecuménico y pastoral de la Virgen
María e insistir menos en otros títulos de importancia secundaria o simplemente
legendarios. En cualquier caso, esta mujer singular, por el solo hecho de ser
la Madre de Jesucristo, pertenece al genoma teológico de la fe cristiana y a la
flor y nata de la feminidad universal, lo cual resulta entrañablemente
reconfortante y consolador en la lucha diaria por la vida inundada por tantos y
caudalosos torrentes de lágrimas. Pero hay que tener las cosas claras. Sí,
virgen y madre, pero por encima de todo, madre de Nuestro Señor Jesucristo,
Hijo de Dios. Todo lo demás, virginidad incluida, es teológicamente decorativo
y no esencial. No es teológicamente correcto suplantar la maternidad
cristológica de María con la virginidad. Es sólo un ejemplo. Sería largo
revisar todo el espectro de las verdades cristianas poniendo los puntos sobre
las íes de muchas creencias eclesiales que con frecuencia disminuyen o exageran
los verdaderos contenidos teológicos de la fe.
24. Autoritarismo, dogmatismo y pedagogía pastoral
El diccionario de la Real Academia
define el autoritarismo como el "sistema fundado en la sumisión
incondicional a la autoridad". Y denomina autoritario a quien es
"partidario extremado del principio de autoridad". Por otra parte,
llama dogmatismo a la "presunción
de los que quieren que su doctrina o sus aseveraciones sean tenidas por
verdades inconcusas". Dicho lo cual, añado que yo entiendo aquí el autoritarismo como uso abusivo de la
legítima autoridad y el dogmatismo como uso abusivo de las certezas. Dos abusos
a los que todos somos proclives por naturaleza y en los que incurren
particularmente las autoridades religiosas y militares. Las primeras invocando
a Dios y las segundas haciendo uso de las armas. En cuanto a la actitud
dogmática cabe señalar a los que abusan de las certezas matemáticas en el
ámbito de las ciencias exactas y de la jurisprudencia. Existe un dogmatismo
legal temeroso. Es el imperio de las leyes como expresión de la voluntad en
contra muchas veces de los dictados de la recta razón y de los sentimientos
naturales de honestidad. De modo análogo puede hablarse de la obsesión por
hallar precisiones matemáticas para todo. La acusación de autoritarismo y de
dogmatismo a la Iglesia no cuestiona su legítima autoridad ni la necesidad de
que se sienta segura de ciertas verdades que entran en el campo de su
competencia. La acusación se refiere a la propensión al uso innecesario e
imprudente de su autoridad y a la coacción moral para que sean aceptadas sus
certezas. La Iglesia tiene una autoridad que nadie puede cuestionar y posee
unas certezas de las que no debe claudicar. Pero ello no la inmuniza contra
eventuales abusos en la manera de ejercer esa autoridad y presentar esas
certezas ante sus fieles y más aún ante la entera sociedad. Es una cuestión de
prudencia pastoral y respeto a los procesos psicológicos de búsqueda,
aprendizaje y asimilación personal de las grandes verdades de la vida y la
muerte, que no pueden imponerse a nadie por decreto ley o coacción moral sino
respetando los entresijos de la condición humana. Así pues, cuando rechazamos
el autoritarismo y el dogmatismo eclesial no estamos poniendo en duda la autoridad
de la Iglesia y de sus certezas fundamentales, sino tratando de evitar el
posible uso abusivo y antievangélico en el que la propia Iglesia lamenta haber
incurrido en el pasado en el gobierno de sí misma y la administración pastoral
de las grandes verdades que atañen a la salvación humana. Se trata de una
crítica amorosa inspirada en la fidelidad como quien reprocha a su madre
defectos obvios en el gobierno familiar sin que ello suponga renegar de ella
como hijo malnacido.
Pero existe un problema de fondo
relacionado con el método teológico y que condiciona mucho la praxis pastoral
de la Iglesia. Se trata de lo siguiente. La investigación teológica, en sentido
estricto, parte del principio de autoridad divina y no de las evidencias
científicas verificables con precisión matemática. De ahí que no resulte fácil
su comprensión sobre todo para los profesionales de la ciencia moderna y de la
filosofía. Por otra podemos encontrarnos con autoridades eclesiásticas,
teólogos, canonistas y pastoralistas que, o incurren en el autoritarismo y
dogmatismo ciego o se marchan por los cerros de Úbeda sembrando la confusión,
la rebelión y el desacato. La publicación de la Declaración Dominus Iesus, por ejemplo, sirvió una vez más de detonante de estas
posturas nada razonables y la prensa las reflejó con sorprendente fidelidad. Lo
admirable del caso es que las partes en conflicto tienen su buena parte de
razón. Lo que ocurre es que renuncian por principio y pasionalmente a la
razonabilidad con lo cual cada parte termina incurriendo en el mismo defecto
del que acusa a la otra. Los responsables de la Declaración vaticana exigen a
los católicos (y no católicos) que se planten ante ellos y acaten las verdades
vertidas en el documento sin rechistar como un enmudecido pelotón de soldados
para recibir las órdenes de un general. Como respuesta, ciertos teólogos
declararon públicamente el estado de insumisión general y exigieron que las
autoridades vaticanas se rindieran ante ellos incondicionalmente bajo amenaza
de "golpe de teología" en la Iglesia. Los medios de comunicación
ventearon estas situaciones y cada parte endureció más su posición
complaciéndose en delatar la paja en el ojo ajeno para que pase desapercibida
lo más posible la viga que alberga en el suyo propio. El método teológico que
prevalece en los documentos eclesiales es esencialmente vertical de arriba
abajo, mientras que los métodos científicos y filosóficos son horizontales y
proceden abajo arriba. En el primero prima la autoridad y en los segundos la
razón científica y la inducción. De ahí que las autoridades de la Iglesia, los
teólogos y pedagogos cristianos corren el peligro de incidir en el
autoritarismo y dogmatismo doctrinal si no manejan correctamente el método
teológico.
25. Consejos pastorales de S. Pedro
Los centinelas oficiales de la
ortodoxia doctrinal deberían olvidar menos los consejos pastorales de la carta
de S. Pedro: "A los presbíteros que hay entre vosotros los exhorto yo,
co-presbítero, testigo de los sufrimientos de Cristo y participante de la gloria
que ha de revelarse: Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado,
gobernando no por fuerza, sino espontáneamente, según Dios; no por sórdido
lucro, sino con prontitud de ánimo; no como dominadores sobre la heredad, sino
sirviendo de ejemplo al rebaño. Así, al aparecer el Pastor soberano, recibiréis
la corona inmarcesible de la gloria" (1P 5,1-4). Este texto nos permite
hacer las matizaciones siguientes. Las autoridades de la Iglesia deben gobernar
protegiéndola y guiando espiritualmente a sus hijos. ¿Cómo?
1) No
por la fuerza sino voluntariamente, evitando la violencia doctrinal y el
acoso pastoral que sólo sirven para sofocar el asentimiento libre y amoroso a
las verdades reveladas. Cuando Pedro
escribió esta carta los dirigentes de las iglesias eran blanco especial de los
perseguidores. Por eso muchos no querían ser ancianos, obispos o presbíteros,
que es lo mismo. Así las cosas nadie debía ser obligado a ser obispo
presbítero. Este oficio de tanta responsabilidad no debía ser impuesto sino deseado
y libremente aceptado. Pero con una
condición ineludible, a saber, que el candidato estuviera dispuesto a someterse
en todo momento a los designios de Dios hasta la muerte si ello fuere
necesario. La carta paulina a Tito no
deja lugar dudas sobre este tema. Quien
desea ser obispo, buena cosa desea, pero ha de asumir responsablemente todas
las responsabilidades que el oficio lleva consigo, según Dios, y no según criterios meramente humanos.
2) No por ganancia o
sórdido lucro. Por la primera carta de S. Pablo a Tito sabemos que algunos
ancianos u obispos recibían salario por dedicarse a este servicio pastoral a
tiempo completo. Pero el motivo de su obra nunca debía ser comercial, sino de
entusiasmo y deseo ardiente de gobernar bien la Iglesia local que les había
sido encomendada. El gobierno pastoral
de la Iglesia no tiene por qué ser rentable desde el punto de vista económico,
ni la colación de oficios pastorales debe hacerse por motivos prioritariamente
financieros. El ministerio pastoral no es un servicio empresarial sino de
caridad. Como es sabido, S. Pablo fue muy realista en este tema y consideró que
eso no excluye la percepción de un salario justo por el trabajo de la
predicación. La Iglesia debe aspirar al mayor grado de libertad para predicar
el Evangelio y la economía debe estar supeditada a esa finalidad prioritaria.
Por lo mismo, el predicador del Evangelio y los funcionarios de la Iglesia
tienen derecho a vivir de su trabajo como cualquier hijo de vecino. Pero,
insisto, no con criterio empresarial. Para evitar cualquier tentación de
subordinar el trabajo apostólico a las ventajas económicas que pudiera
reportar, donde pudo trabajó por su cuenta para que nadie pudiera acusarle de
corrupción o de vivir a costa ajena con perjuicio de su libertad para predicar
el Evangelio. En este contexto hay que situar las colectas recaudadas por Pablo
para ayudar a la Iglesia de Jerusalén.
3) No como
dominadores, sino dando ejemplo.
La mejor predicación es la que va precedida de gestos indiscutibles en lugar de
sermonear y aburrir con discursos persuasivos o imposiciones canónicas. Esa fue
la pedagogía pastoral de Cristo reflejada en el texto de S. Pedro que estamos
comentando. La experiencia de la vida enseña que el mejor antídoto contra la
pastoral autoritaria y dogmática es el respeto a las personas mediante la
cortesía, los buenos modales y la caridad. Y como los ancianos no deben servir
a los demás por motivos financieros, ahora dice Pedro que tampoco deben
enseñorearse de la Iglesia como déspotas arrogantes u opresores orgullosos. Los
ancianos sí tienen autoridad en la Iglesia (1Tes. 5:12; 1Tim. 5:17; Heb 13:17).
En estos pasajes paulinos se aprecia que los ancianos u obispos ejercen su
autoridad pero no dominan como señorones prepotentes sino dando buenos ejemplos
de vida cristiana. No como teniendo
señorío y dominando a sus fieles (Mt
20:25; Mc 10:42 y Hech.19:16). Esto es una alusión a la clase de dominio
autocrático que es usual entre los gobernantes del mundo y que los gobernantes
de la Iglesia han de evitar.
26. La misión
de teólogos, catequistas y pastoralistas
Lo que termino
de decir puede aplicarse análogamente a los teólogos y pastoralistas. Pienso
que no sólo las autoridades eclesiales jerárquicas deben pedir perdón por los
eventuales pecados cometidos en el ejercicio de su legítima autoridad doctrinal
y pastoral. También los teólogos de la "cáscara amarga" o del
"colmillo retorcido", que se atribuyen la exclusiva de tener siempre
dispuesto un diente crítico despiadado contra cualquier decisión doctrinal,
administrativa o pastoral proveniente de las legítimas autoridades de la
Iglesia, deberían aprender el arte de reconocer por propia iniciativa las
tonterías y frivolidades que a veces en
los libros de teología especulativa y pastoral. No hay error eclesial del
pasado o del presente que no esté avalado por teólogos y pastoralistas
dispuestos a sistematizarlos y perpetuarlos. Lo mismo entre católicos,
ortodoxos que protestantes. Se cuenta que el patriarca Atenágoras hizo esta
confidencia personal: “¡Si los teólogos nos dejaran al Papa y a mí solos! Es
una forma de hablar coloquial que refleja hasta qué punto los profesionales de
la reflexión teológica pueden ser corresponsables de los pecados de la Iglesia.
En este caso, de la desunión. De donde se deduce que también ellos deberían
asumir penitencialmente sus responsabilidades.
Hay teólogos tan “ortodoxos” que se
limitan a repetir como loros lo que dice la jerarquía eclesiástica con
comentarios piadosos y laudatorios. Parece como si las autoridades eclesiales
fueran siempre para ellos altavoces de alta fidelidad del Espíritu Santo a los
que sólo hay que escuchar y responder amén. A veces se trata de personas buenas
que no quieren complicarse la vida metiéndose en camisas de once varas y les resulta
más práctico delegar toda la responsabilidad en las autoridades eclesiales sin
crearse problemas. Pero otras veces detrás de esa sumisión incondicional se
esconde la ambición de hacer carrera ganándose la simpatía de los que están
arriba para ascender en el escalafón de las dignidades eclesiásticas.
Otros, por el contrario, están
esperando a que alguna autoridad eclesial, personal o colegiada, se pronuncie
sobre cualquier asunto para desautorizarla. Estos críticos suelen ser
explotados por los medios de comunicación social que los utilizan y glorifican
ante la opinión pública. Lo curioso y paradójico es que en su forma de criticar
terminan cometiendo los mismos o mayores defectos que denuncian. Y lo que es
peor. Pretenden hacer un “magisterio”, el suyo, paralelo en desafío al
Magisterio jerárquico. Lo cual me parece una memez. Incluso se asocian como si
fueran niños contrariados, que se juntan para desfogarse tirando piedras a los
perros y rompiendo cristales. Ambos extremos son indeseables ya que no
contribuyen con la reflexión teológica a la verdadera edificación de la Iglesia
y por ello deberían hacer también su correspondiente examen de conciencia y
pedir disculpas por propia iniciativa cuando fuere menester.
Existe un problema de fondo, que es la
naturaleza misma del método teológico, basado en el principio de autoridad
divina administrado por la Iglesia. Tengo la impresión de que, con la mejor
intención y buena fe del mundo, unos y otros confunden frecuentemente la
metodología propia de la investigación teológica con la metodología pastoral o
forma práctica de hacer llegar el mensaje evangélico a la gente. Esta confusión
metodológica lleva a la adopción de formas pedagógicamente inadecuadas en la
predicación del Evangelio y divulgación del pensamiento de la Iglesia. Unos y
otros se enfrentan por presuntos problemas doctrinales de principio cuando, en
realidad, de lo que se trata es de simples errores de pedagogía humana y de
tacto pastoral. Hay teólogos que son más papistas que el Papa y otros más
cristianos que Cristo.
27. La Iglesia es santa, pero no tanto
Después de haber asistido a los
inéditos gestos papales pidiendo perdón por los pecados de la Iglesia y leído
con atención los textos magisteriales editados con motivo de la celebración
jubilar del segundo milenio de la era cristiana, cabe decir que tanto los no
dispuestos a reconocer humildemente las faltas de la Iglesia como los que
disfrutan con el revanchismo pueril y empecinado, a causa de las mismas, han
quedado razonablemente fuera de combate. Cualquier actitud reaccionaria ante la
actitud penitencial de la Iglesia está llamada al ridículo y al fracaso.
¿Que la Iglesia es santa? ¡Pues no
faltaba más! Pero esa santidad constitutiva se refiere en concreto al Espíritu
Santo, a la gracia, los sacramentos y
demás elementos salvíficos. No a la vida de los cristianos y de sus jefes
cuando es pecadora. Tanto los ortodoxos como los católicos, que se escudan en
el riesgo de poner en cuestión la
santidad estructural de la Iglesia para eludir el deber moral de pedir perdón
por sus pecados, están muy equivocados. Los elementos salvíficos de la Iglesia
están siempre a buen recaudo y no hay que temer por ellos. Como la luz solar
penetra en las suciedades purificándolas sin peligro de contaminarse o
corromperse con ellas, así el Espíritu Santo y la gracia cristiana transforman
la vida humana sin contaminarse con sus miserias morales. Hablando de la
Iglesia cabe hablar de su cuerpo místico y de su cuerpo humano y social. En el
primero todo es santo y bueno. Pero en el segundo caben todas las miseria
humana por lo que no en vano se dice que en la Iglesia o viña del Señor hay de
todo, justos y pecadores. Ni los timoratos ni los revanchistas pueden
legítimamente tomar el gesto penitencial de Juan Pablo II para escandalizarse
por las debilidades humanas de la Iglesia o para vengarse de ellas. Nos
hallamos ante una invitación amorosa y desinteresada a deponer esas actitudes
extremas de falta de comprensión y enquistamiento empecatado.
28.
La Iglesia es infalible, pero se equivoca
¿Acaso la Iglesia no es infalible?
¿Cómo entonces el Papa pide perdón de sus errores y equivocaciones? La Iglesia
es infalible, ciertamente, pero no siempre. Al menos en aquello de lo que reconoce que ha pecado
con su disciplina o con sus formas impropias de predicar el Evangelio. El
pecado supone, además, equivocarse culpablemente y de ahí la necesidad de pedir
perdón y hacer propósito de enmienda. Afortunadamente, la Iglesia es
infalible, pero en muy pocas cosas. Lo
cual, lejos de ser motivo de tristeza, lo es de consuelo. La Iglesia misma nos
tranquiliza para que no perdamos inútilmente el tiempo haciendo apología de
doctrinas y formas de conducta que ella misma considera indefendibles y de las
cuales se arrepiente.
En lo doctrinal
la Iglesia ha mantenido, por ejemplo, la presunta legitimidad moral de la pena
de muerte como castigo impuesto por la legítima autoridad pública contra
herejes contumaces. Por otra parte, la historia de la Iglesia nos habla de
papas, obispos, sacerdotes y cristianos como personas impresentables desde el
punto de vista ético y moral. Es obvio que en todo esto en lo que la Iglesia
falla no es infalible. Lo cual no
impide, digámoslo también, el que lo sea en las cosas que acierta sin riesgo de
equivocarse. La Iglesia no se equivoca, por ejemplo, cuando proclama a Cristo
como mediador definitivo entre Dios y los hombres con rango de divinidad. O
cuando denuncia el aborto voluntario, la eutanasia o la producción y uso
científico de embriones humanos en el laboratorio. No se equivoca cuando
denuncia la violación de los derechos fundamentales de los hombres y de las
mujeres. La Iglesia –es otro ejemplo- es infalible cuando sostiene que Cristo
es el Hijo de Dios y de ahí su autoridad moral vinculante. Pero no tiene por
qué serlo cuando propugna una explicación teológica concreta del misterio de la
Trinidad anatematizando a los que no admiten el filioque o a los que lo admiten. Los ejemplos prácticos podían
multiplicarse hasta límites sorprendentes. El tema tiene mucha tela que cortar
y me limito a sugerir con estos ejemplos
la conveniencia de recapacitar más sobre los errores que la Iglesia ha cometido
en el pasado confundiendo los contenidos objetivos de la fe con las opiniones
teológicas utilizadas como arma de poder y hasta de fanatismo religioso. En
cualquier caso, es altamente consolador que la Iglesia reconozca esas
debilidades, las lamente y nos invite a no reincidir en ellas. En esto también
es infalible la Iglesia y no se equivoca.
29. La
Iglesia debe comportarse como madre y no como madrasta
Tanto ortodoxos como católicos, cuando
se toca el tema de los errores de la Iglesia institucional se atrincheran
cerrando filas en torno a la santidad de la Iglesia mística para esquivar el
bulto lo más posible. Algunos van más lejos utilizando expresiones piadosas
como la “santa madre Iglesia” o equivalentes. ¿Por qué no poner las cosas en
claro en lugar de falsearlas confundiendo churras con merinas? El hecho de que
la Iglesia asuma los pecados de los suyos como Cristo los de la entera
humanidad constituye un gran consuelo para los que se creían obligados a
defender íntegramente todo lo que la Iglesia ha hecho y dicho en el pasado.
También se sentirán muy aliviados quienes a causa de sus debilidades humanas se
creían fuera de la Iglesia. Por último, todas las personas de buena voluntad
que reconocen la función humana y salvífica de la Iglesia, pero se han sentido muchas veces decepcionadas por
esas formas de pensar y de obrar de las que ella misma se arrepiente y pide
perdón. En todo esto la Iglesia se comporta como una madre. Así como Cristo
anteponía los gestos a las doctrinas, así también Juan Pablo II realizó un
gesto penitencial sorprendente para que saquemos las consecuencias prácticas
pertinentes. La política de Cristo fue que sus contemporáneos vieran primero
sus obras y de ellas sus seguidores dedujeran las conclusiones pertinentes para
la vida.
Por ejemplo, Jesucristo no se propuso
demostrar teórica o intelectualmente que era el Mesías Hijo de Dios, sino que
realizó las obras propias del Hijo de Dios. No propuso una doctrina o teoría
explicativa sobre el misterio de la Trinidad sino que habló del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo realizando obras exclusivas de Dios. Ni propuso una teoría sobre la posibilidad de
la resurrección de los muertos, sino que resucitó a varios muertos y, sobre
todo, se resucitó a sí mismo. Estos eran
hechos inconcusos para sus contemporáneos y no doctrinas científicas o
intelectualmente discutibles u opinables.
Así actuó Juan Pablo II pidiendo perdón por los pecados de la Iglesia y
perdonando a sus perseguidores, lo cual debe constituir un motivo inefable de
consuelo para todos y un signo de credibilidad incontestable al poner en juego
toda la capacidad maternal y redentora de que la Iglesia dispone. En todo esto
la Iglesia se comporta como una madre. La Iglesia cuando se confiesa no tiene
nada que temer por sí misma. Quienes deben temer son los que, por las razones
que sean, se niegan a entrar en esta dinámica penitencial. Estos no podrán
sentir el consuelo de los justos. Pero la culpa será de ellos y no de la
Iglesia. El gran gesto penitencial papal, insisto, debería ser motivo de
inmenso consuelo y alivio moral para la cristiandad. No es que los
cristianos de hoy tengamos que cargar con las responsabilidades subjetivas de
nuestros antepasados. Nadie está obligado a pedir perdón por los pecados que no
ha cometido. La culpa es asunto exclusivo de las personas que obran mal.
Pero el recuerdo constante de las malas
acciones objetivas de nuestros antepasados termina convirtiéndose en un fardo
sicológico y moral insoportable para nosotros y al reconocer esas malas
acciones y pedir disculpa por ellas- como si fueran nuestras aunque no lo sean-
se nos quita de encima ese peso moral y nos sentimos aliviados para afrontar el
futuro liberados de pesadillas históricas, resentimientos y conflictos
personales o grupales heredados de generación en generación. La Iglesia no
tiene miedo a reconocer sus eventuales errores en la administración histórica
de la economía de la salvación. La solidez de la roca sobre la que está
teológicamente cimentada le permite reciclar y regenerar sus propios escombros
morales para seguir construyendo un mundo más humano, esperanzado y feliz, lo
que no puede decirse de ninguna otra institución social.
El gesto penitencial de Juan pablo II
constituye una invitación contundente y
amorosa a dejar a un lado tanto la mojigatería como el rencor ante las miserias
morales de las instituciones eclesiales históricamente verificables. Con estos
gestos la Iglesia se comporta, en efecto, como una auténtica madre, pendiente
de todos sus hijos y especialmente solícita con los más débiles. No así cuando
impone doctrinas de forma autoritaria o exige adhesiones firmes a verdades de
propia elaboración teológica bajo amenazas canónicas. Y menos aún mandando a la
hoguera a quienes no se cuadraron incondicionalmente ante sus tesis
doctrinales, como ocurrió en tiempos pasados. Cuando las autoridades
eclesiásticas han actuado de esta forma, la imagen que han dado de la Iglesia
es lo más parecido a una madrasta
vieja, gruñona, antipática e insoportable. Una verdadera madre jamás niega el
amor y la comprensión a sus hijos más débiles y necesitados. Hace lo que hacía
Jesucristo, a saber, condenar las malas conductas y pecados pero salvando
siempre a las personas.
30.
Primacía de las personas sobre las doctrinas
Tradicionalmente las iglesias
cristianas han dispensado una importancia excesiva a la defensa de doctrinas
teológicas con menoscabo del respeto debido a las personas. Bajo la bandera de
la ortodoxia doctrinal los cristianos han combatido contra los no cristianos y
contra ellos mismos hasta el derramamiento de sangre. Ahí están la historia de
los concilios, las cruzadas y la Inquisición.
Justamente lo contrario de lo que hacía Cristo. Para presentarnos la imagen
amorosa que Él tenía de Dios, por ejemplo, no montó un discurso académico
explicando la naturaleza divina para después obligarnos a estar de acuerdo con
su doctrina sobre Dios. Simplemente escenificó con la parábola del hijo pródigo
el comportamiento de un auténtico padre hacia sus hijos. Ahí quedó la
referencia de hechos para que ante ellos nosotros libre y responsablemente
optemos por lo que más nos convenga. Según lo establecido por la ley, la mujer
adúltera debía ser apedreada como se hace todavía en algunos países islámicos.
Pero Jesús no propuso una teoría jurídica para burlar la ley y quedar
profesionalmente bien ante aquellos leguleyos impresentables. Tampoco se enfrentó
a ellos discutiendo la legalidad del caso. ¿Qué hizo? Pues unos gestos por los
cuales la acusada entendió dos cosas. Una, que cometer adulterio es algo que no
se debe hacer. Otra, que, a pesar de todo, ella, su vida, era más importante
que el cumplimiento de la ley. En el
huerto de los olivos Jesús se expresó con un talante humano y realismo propio
de quien en definitiva era el mismísimo rostro visible de Dios. Al sentir ya de
forma inminente lo que le venía encima, no hizo un discurso sobre el problema
del mal y la razón de ser del sufrimiento.
No nos presentó una doctrina o discurso académico sobre el tema. Se
desahogó ante el Padre, no para protestar o renegar de Él, sino para expresarle
su dolor y preguntarle si no cabía ya otra alternativa a la crucifixión. Y como
entendió que no la había, ya que aquellos legítimos e impresentables
representantes del pueblo de Israel no estaban dispuestos a dar marcha atrás,
Jesús siguió adelante hipostasiado en la voluntad del Padre sin protestar
contra Él como cordero inocente conducido al matadero. Estos son gestos que no
admiten discusión y se imponen por sí mismos, y no doctrina siempre discutible
sobre la injusticia, el dolor y la muerte. Más aún. Después de coronarlo de
espinas y mofarse de Él cuantos lo desearon, podía haberse desatado de la
columna y con ella partirles el cráneo a todos ellos. Igualmente podía haberse
bajado de la cruz y con ella romper las costillas de sus verdugos. Pero no lo
hizo y sólo hizo gestos de compasión, de perdón y de lealtad inquebrantable al
Padre. Tengo para mí que Juan pablo II, con sus gestos penitenciales del
Jubileo 2000 ha puso en marcha un nuevo estilo pastoral, más ajustado a la
política del propio Jesucristo, anteponiendo los gestos y hechos convincentes
en clave caritativa a las doctrinas en clave de autoridad siempre
discutibles.
31.
Primacía de la caridad sobre la obediencia
Las peleas teológicas entre ortodoxos,
católicos y protestantes se han caracterizado hasta hace relativamente poco
tiempo por el desprecio mutuo y el derramamiento de sangre en casos extremos.
De todo lo cual hay que pedir perdón sin excusas por parte de todos los
cristianos sin excepción. Lo mismo ortodoxos, católicos que protestantes han practicado en mayor o menor
grado el fanatismo interno y externo. Unos, catequizando a sus seguidores en el
rigorismo sectario y otros considerando a los demás cristianos como enemigos
vitandos si no exterminables. O sea, mucha disciplina corporativa y poca o nula
caridad. Todos ellos se han olvidado de la advertencia de S. Pablo cuando dijo
que de nada servirán las doctrinas presuntamente ortodoxas y la obediencia a la
disciplina eclesiástica en el interior de las diversas confesiones cristianas,
si no se practica el respeto y la caridad con las personas. Pienso que todas
las instituciones, incluidas las eclesiales, se legitiman moralmente por su
servicio a las personas y no al revés. La mucha obediencia degenera fácilmente
en servilismo y esclavitud institucional. La caridad, en cambio, hace a las
personas más libres y responsables desde el momento en que el supremo Señor al
que se sirve es Dios, que es quien más y mejor nos entiende. Pienso que en la
misma medida en que es necesaria la obediencia en la Iglesia, y es preciso
aprender a obedecer, hay que aprender también a desobedecer de forma respetuosa
y caritativa.
Quien tenga tiempo y humor de dar un
repaso a los manuales de formación de seminaristas y novicios, o normas
disciplinares en casas religiosas de ambos sexos y que proliferaron como hongos
durante el tiempo de entreguerras hasta las reformas del Vaticano I), pronto se
percatará de que todo lo que el Derecho Canónico sancionaba como grave los manuales de teología moral lo
traducían casi siempre por “pecado mortal”. Regla general que se plasmaba
después en criterios pedagógicos de vida religiosa, en la que la primacía de la
caridad quedaba brutalmente suplantada por la obediencia.
De acuerdo con esta mentalidad, los
directores y directoras espirituales solían ser elegidos o elegidas entre las personas
más “espirituales”. O sea, aquellas más celosas que, aparte las honrosas
excepciones, solían ser estrechas de mente cuando no escrupulosas o ambas cosas
a la vez. En esos libros de formación religiosa y espiritual los canonistas
sacaban la liebre, los moralistas disparaban sobre ella “pecados mortales” por
un “quítame de ahí esas pajas” contra la obediencia, pobreza y castidad y los
formadores se descorazonaban por sus fracasos. Se juntaba así el hambre con las
ganas de comer. Imponían una disciplina programada a base de preceptos y leyes
canónicas en clave rigorista, según la cual, la obediencia a las normas
establecidas terminaba suplantando al respeto debido y caridad a las personas.
Para obviar esta situación cabe recordar algunos criterios prácticos inspirados
en el Evangelio y la experiencia más castiza de la vida.
1) Que ante Dios el valor de nuestras acciones
se mide por el amor y no por el esfuerzo o sacrificio voluntariamente añadido.
Humanamente hablando, las personas son ensalzadas por el esfuerzo y el
sacrificio que conllevan sus actuaciones. Se tiene la impresión de que lo más
difícil de realizar es lo que más vale ante los hombres. Ante Dios, en cambio,
el valor de las actuaciones humanas se mide por el amor que ponemos en ellas.
Con la particularidad de que las cosas hechas con amor resultan más fáciles y
se hacen con más agrado. Por ello es un grande error complicarnos la vida
imponiéndonos por propia iniciativa fardos que luego no podemos llevar con
dignidad pensando que cuanto más nos complicamos la vida más agradamos a Dios.
2) Que la mucha obediencia y sumisión a las
leyes suele ser en quebranto de la caridad. Toda ley o norma disciplinar
que no facilita el ejercicio de la caridad o en alguna forma lo dificulta
debería ser suprimida sin compasión por muy tradicional y universal que sea. No
olvidar nunca que eso que llamamos “venerables tradiciones”, con frecuencia no
son otra cosa que malas costumbres que no se corrigieron a tiempo.
3) Que el referente final y decisivo de la vida
cristiana es Jesucristo y el Evangelio. No el Derecho canónico ni las
opiniones de canonistas o moralistas. La Iglesia tiene el encargo formal de
velar por la pureza de la fe y la rectitud de la vida cristiana. Pero por esta
misma razón tiene que cuidar de que los teólogos, canonistas, moralistas,
pastoralistas y directores espirituales aprendan a cumplir con su oficio
respetando la primacía del amor a las personas como Cristo nos enseñó.
32.
Menos mártires y más confesores de la fe
El término mártir es literalmente
griego y significa la persona que hace de testigo en cualquier clase de
acontecimiento o litigio. Testigos son todas aquellas personas que conocieron
algo en directo y dan testimonio de ello. Como es obvio, hay clases de testigos
para todos los gustos, verdaderos y falsos. Donde más se aprecia esta
circunstancia es en los tribunales de justicia donde puede haber testigos lo
mismo a favor que en contra del acusado. Todos los grupos religiosos y
políticos hablan de sus mártires en relación con aquellas personas que
sufrieron de alguna manera en la lucha por conseguir sus objetivos. En sentido
muy amplio se dice, por ejemplo, que tal o cual persona es un mártir o que su
vida es un martirio por la forma en que tiene que convivir con otras personas que
hacen sufrir sin escrúpulos.
Si nos acercamos a los grupos
religiosos, llama particularmente la atención el concepto de martirio entre
judíos y musulmanes. En ambos casos se da por supuesto que el sufrimiento
contra ellos proviene siempre de los demás y no de ellos mismos. Ellos se
consideran siempre víctimas y nunca responsables del sufrimiento que causan a
los demás. Pero esto no es todo. En el mundo islámico, por ejemplo, los
mártires son escrupulosamente preparados para que entreguen su vida contra los
infieles si ello fuere necesario. Ahí está el ejemplo de los terroristas
islámicos a los que se les promete el oro y la mora en la otra vida a cambio de
perpetrar actos terroristas en nombre de Dios. Por otra parte, quienes no
acatan ciertas normas pueden ser también objeto de martirio por parte de sus
correligionarios. Pensemos, por ejemplo, en la lapidación de las mujeres por
causa de adulterio y los sufrimientos inherentes a la falta de libertad
religiosa e intelectual. También entre los cristianos hubo muchos en el pasado
que fueron víctimas del sufrimiento infligido por sus propios hermanos en
Cristo. Ortodoxos, católicos y protestantes se pelearon escandalosamente hasta
la muerte durante mucho tiempo. Después de estas aclaraciones previas, vengamos
ya al martirio propiamente dicho del que me interesa hablar aquí.
Mártir en sentido propio es toda
persona que da testimonio con la muerte de su fe y esperanza en Cristo muerto y
resucitado. O lo que es igual, permite que un criminal a sueldo o un fanático
anticristiano le cause la muerte por no renegar de su fe en Dios tal como ha
sido revelado en Cristo. El desprecio y el odio a la fe es elemento
indispensable del martirio cristiano en sentido estricto. Por lo mismo, si un
cristiano es asesinado simplemente por motivos políticos, de suyo no es un
mártir cristiano aunque sea un santo. En el martirologio o catálogo de los
mártires cristianos, los allí reseñados murieron por la fe hasta el extremo de
perdonar a sus verdugos como Cristo perdonó en la cruz a los suyos. Lo cual nos
lleva de la mano a responder a una cuestión de gran calado humano y teológico.
¿Cómo es posible perdonar uno a los mismísimos verdugos que injustamente le van
a quitar la vida? La respuesta es sencilla. La capacidad efectiva de perdonar
desborda todas las fuerzas humanas y sólo con la ayuda interior de Dios es
posible hacerlo. Aquí está el meollo de la cuestión. Si estos hombre y estas
mujeres fueron capaces de entregar su vida a los verdugos pidiendo a Dios que
perdone el crimen que van a cometer, es claro que la acción del Espíritu Santo
se ha hecho operativa y está dando sus resultados. De ahí el valor testimonial
de los mártires cristianos. Si hay hombres y mujeres así no hay duda de que
Dios existe y se ocupa de los suyos. Dicho lo cual sobre los mártires de la fe,
hablemos ahora de los confesores de la misma.
Nos confesamos siempre que declaramos
algo a los demás, sobre nosotros mismos o sobre Dios. En la vida ordinaria
revisten particular importancia las confesiones hechas ante los tribunales de
justicia y en el confesionario ante un sacerdote autorizado para celebrar el
sacramento de la penitencia. En el primer caso el acusado confiesa o niega su
delito. En el segundo, el penitente confiesa o declara por propia iniciativa
sus formas de conducta inadecuadas con el propósito sincero de corregirlas.
Cuando esto ocurre el confesor tiene que sentenciar siempre a favor del que se
confiesa. En caso contrario, el sacramento de la confesión carece de valor como
tal y el penitente debe cargar con todas las consecuencias negativas para él.
Pero no es mi propósito hablar aquí de los confesores instalados en los
confesionarios de las iglesias, o en cualquiera otra parte, para escuchar,
valorar y absolver a los penitentes. Quiero hablar de los confesores de la fe
por analogía con los testigos de la fe mediante el martirio.
Una característica esencial del
martirio de sangre es el sufrimiento hasta límites a veces inimaginables antes
de morir. Pues bien, hay personas que, sin llegar a la muerte, han de sufrir lo
indecible para ser fieles a la fe en Dios tal como se ha manifestado
amorosamente en Cristo. No llega la sangre al río pero hay quienes les hacen la
vida imposible marginándolos socialmente o ridiculizando sus creencias
cristianas. En la cultura dominante hoy día en Occidente las creencias
religiosas son toleradas sólo como un asunto de la vida privada de las personas
sin reconocimiento público oficial. Esta situación se agrava de forma alarmante
cuando, por el contrario, las creencias religiosas cristianas son abiertamente
prohibidas por las instituciones políticas. Durante el imperio de las
dictaduras comunistas en Occidente todas las creencias relacionadas con Dios
eran públicamente reprimidas sin piedad al tiempo que, paradójicamente, en los
regímenes islamistas cualquier desacato a las creencias religiosas islámicas
fundamentalistas puede ser susceptible de castigo mortal. De esta forma se
crean situaciones sociales, familiares y culturales que son un verdadero
calvario para los creyentes cristianos. No siempre va la sangre al río pero
ello no excluye que en ocasiones su cauce esté ensangrentado. Ahí están, por no
ir más lejos, las masacres incontroladas de cristianos en algunos países
islámicos.
Así las cosas, digamos que el primer
mártir sangriento del cristianismo fue el mismo Cristo en persona al que han
seguido legiones a lo largo de la historia hasta nuestros días. Esto es un
hecho consolador para los cristianos y para la entera humanidad, pero al mismo
tiempo constituye una prueba inconcusa del estado de injusticia y barbarie en
el que se encontraban los pueblos y sociedades en que tales martirios tuvieron
lugar. Esos martirios tuvieron lugar siempre en un contexto de violación
descarada de derechos humanos fundamentales como son la vida, la libertad
religiosa responsable, la libertad de conciencia, de pensamiento y de
expresión. El martirio no fue otra cosa que el colofón de esas violaciones. Es
un consuelo pensar que hayan existido y existan esos mártires, pero al mismo
tiempo es una tristeza que sigan vigentes los fanatismos políticos, religiosos
e ideológicos que son su caldo de cultivo. El grado de civilización y madurez
humana de una sociedad está en proporción inversa del número de mártires que
produce. A más mártires, más barbarie y menos sentido de humanidad.
Como alternativa lógica al martirio
sangriento quiero destacar ahora el valor de los confesores de la fe. En este
rango cabe hablar de dos niveles. En el primero se encuentran todos aquellos y
aquellas que creen amorosamente en Dios y practican la bondad con todos los
seres humanos, incluidos los malhechores. Estos son los que comúnmente
denominamos justos y buenos según Dios. Lo ideal sería que estas personas
fueran las que marcaran el paso a sus semejantes. Luego están los confesores de
la fe que, como hemos dicho antes, no se encuentran en la disyuntiva de tener
que entregar su vida por la fe pero tienen que sufrir mil calamidades para no
caer en la tentación de renunciar a ella o de
falsearla. Tengo la impresión de que en los tiempos actuales estos dos
tipos de confesores de la fe tienen más
aceptación que los martirios de sangre por más que estos sean de una calidad
siempre sobrehumana. Ahora se comprenderá más fácilmente por qué digo que sería
mejor que en el futuro hubiera menos mártires que en el pasado y más confesores
de la fe.
33.
Celebración de la Eucaristía
Como es sabido, Cristo confesó que
tenía especial deseo de celebrar la cena pascual con los apóstoles como
preludio a su muerte y resurrección. La cena se celebró, en efecto, dentro del
contexto de la pascua judía por más que no sea fácil determinar el día y la
hora exacta de dicha celebración. Cosa que, por otra parte, a nadie debe
sorprender. Pero no es de estos aspectos circunstanciales relacionados con la
Eucaristía de los que quiero hablar sino de la institución en sí misma mirando
al modo como se celebra en nuestro tiempo. En aquella memorable tarde tuvieron
lugar tres acontecimientos teológicos trascendentales. Me refiero a la
institución de la Eucaristía, a la institución del nuevo orden sacerdotal
inherente a ella y la proclamación formal del mandato del amor personal a todo
ser humano como quicio o gozne de la conducta cristiana. Esta cena particular
de Cristo con sus apóstoles significó la cancelación teológica de todos los
ritos del Templo, la supresión del antiguo orden sacerdotal y la instauración
de su programa previsto para lo que Él llamaba el reino de los cielos.
Teológicamente hablando las actividades del Templo quedaron explícitamente descalificadas
por el uso casi comercial en que los saduceos lo habían convertido. El aspecto
del Templo había dejado ya de ser un lugar sagrado en el que se sentía la
presencia de Dios de una forma especial habiéndolo convertido en un bullicioso
y sucio mercadillo. Luego llegó el general Tito con el ejército romano el año
70 y no dejó físicamente piedra sobre piedra del mismo. Así terminó el judaísmo
del Templo y la Eucaristía vino a suplir con creces ese vacío irreparable. Esta
sustitución llevaba consigo la cancelación del antiguo sacerdocio judío
atribuido en su origen a Melquisedec. A partir de ahora Cristo aparece no como
un sacerdote sino como la fuente misma del nuevo sacerdocio que conocemos. Así
las cosas, derribado el nido no volvió ni volverá jamás la cigüeña. Por último,
la proclamación solemne del amor personal o caridad como referencia universal
para la construcción del nuevo humanismo instaurado por Cristo. Dicho esto
quisiera hacer algunas observaciones prácticas sobre la forma de celebrar hoy día
la Eucaristía.
Lo primero que quiero resaltar es que
durante la celebración eucarística el protagonista no es el sacerdote
celebrante sino Jesucristo. Esto no lo duda nadie pero a veces se tiene la
impresión de que el sacerdote se presenta en el altar como un artista en el
escenario. Lo único que cambia es que, en vez de empezar diciendo, señoras y
señores espectadores, empieza llamando hermanos a los presentes. Pero en el
fondo deja caer un mensaje subliminal que podíamos describir así: aquí estoy yo
y ahí están ustedes para escucharme a mí y hacer todo lo que yo les diga. Y si
constata que la reacción de la feligresía no le es favorable, se siente
desconsolado como un artista cuando es criticado después de una actuación
teatral.
El sacerdote celebrante ha de tener
siempre presente que su misión esencial consiste en acercar a los fieles a Dios
a través de Cristo para que se queden con Dios y no con él. O dicho de otra
manera, acercar a Dios a los fieles a Cristo para que Él los deje con Dios.
Como es sabido, S. Pablo lo tenía esto tan claro que decidió dejar de bautizar
él personalmente a nadie para evitar la formación de bandos dentro de los
cristianos seguidores de Pedro, Pablo o Apolo. Los sacerdotes, como los
apóstoles, están para llevar a los hombres a Cristo y no para liderar grupos
por razón de su prestigio. Así de claro: no es a Pedro, Pablo, Apolo ni a
ninguno otro al que hay que seguir sino a Cristo muerto y resucitado de entre
los muertos. Este riesgo de suplantación durante la celebración de la
Eucaristía tiene muchas caras. Recordemos un par de ellas más.
Ocurre a veces que el sacerdote asume
todo el protagonismo de la celebración haciendo una introducción
desproporcionada. Después llega el momento de la homilía y se sabe cuándo
empieza pero resulta difícil calcular cuándo va a terminar su discurso.
Llegados a la oración del Padrenuestro, en lugar de ir directamente al grano,
rompe el ritmo de la celebración para hacer un comentario introductorio a dicha
oración. Lo mismo ocurre al llegar al signo de la paz, con la particularidad de
que ahora podemos temer que se produzca un espectáculo en el templo de mayores
o menores proporciones. Así llegamos al final de la Misa cuando el celebrante
sólo tiene que decir podéis en paz porque la celebración ha terminado. Pero no
siempre tiene suerte la sufrida feligresía. Antes de dejarlos en paz con Dios
el sacerdote celebrante toma de nuevo la palabra para hacer un discurso
rutinario e innecesario de despedida. En resumidas cuentas, que el celebrante
se ha despachado con una homilía y cuatro mini-homilías. Lo cual significa que
la palabra de los sacerdotes que así celebran la Eucaristía se queda siempre
por encima de la Palabra de Dios como la espuma. Lo correcto es que el
sacerdote hable lo indispensable para introducir a los fieles a Cristo y se
vayan en paz y gracia de Dios con Él y no para entretener y atraer a la gente
para sí. No en vano hay un dicho popular de despedida que reza así: vaya usted
con Dios, o queden ustedes con Dios. La misión principal del ministerio
sacerdotal consiste, no en atraer a la gente hacia sí mismo sino acercarla a
Dios y dejarla con Él. Y una observación final.
De acuerdo con la naturaleza teológica
de la Eucaristía, su celebración debe generar paz espiritual, sosiego y ausencia
de ansiedad. Sin embargo, hay celebraciones que generan malestar y ansiedad
interior. Y no hablo ahora del mal estar que producen las homilías en las que
tienen lugar los defectos antes señalados. Me refiero a la forma de proyectar
el celebrante su cansancio y ansiedad a los fieles durante toda la celebración.
El cansancio es siempre mal consejero y cuando un sacerdote está físicamente o
síquicamente cansado transmite sin quererlo su estado de ánimo a la asamblea.
Ese cansancio puede apreciarse durante toda la celebración y la gente lo
percibe sin dificultad. Después de la homilía, por ejemplo, hay gente
comprensiva que no duda en decirle que se le notaba que estaba cansado. Nada de
extraño tiene el que en muchas ocasiones el sacerdote no tenga otra alternativa
que celebrar la Eucaristía muerto de cansancio. Esto tiene lugar en el contexto
de la vida normal y todo el mundo lo comprende sin dificultad. Pero la tensión
y la ansiedad durante la celebración de la Eucaristía se producen también
cuando el celebrante es escrupuloso o hiperactivo.
El caso de los escrupulosos tiene difícil
solución ya que se trata de una anomalía psíquica en la que convergen la
formación defectuosa y los remordimientos de conciencia. Para los escrupulosos
la celebración de la Eucaristía se convierte con frecuencia en un verdadero
calvario y la excesiva meticulosidad en todos sus gestos los delata
inmediatamente. Ellos sufren lo indecible y hacen sufrir a los demás. Así las
cosas, los hay que se abstienen de celebrar la Eucaristía pero otros se empeñan
aún más en celebrarla porque su conciencia no les permite abstenerse. En
cualquier caso se trata de un problema muy difícil de resolver y son pocos los
que consiguen superarlo totalmente. Pero dejémoslo ahí porque este tema nos
llevaría muy lejos. Sólo he querido mencionarlo como un obstáculo importante
para lograr una celebración eucarística gozosa, pacífica y feliz por parte de
todos, del celebrante y de los que comparten la celebración. Por otra parte están los hiperactivos.
Estos tienen un perfil psicológico
diferente. Los celebrantes hiperactivos suelen ser gente buena empeñada en que
la celebración litúrgica resulte lo más solemne y atractiva posible. Quieren
organizarlo todo ellos para que salga bien y cuando las cosas no discurren a su
gusto corrigen y dan órdenes desde el altar. Reprochan a los que llegan tarde,
ordenan que la gente se coloque más adelante o más atrás, que se sienten o se
pongan de pie, y ellos mismos abandonan el altar para ponerse en medio de la
gente como los actores y actoras de teatro. Sobre todo cuando llega el momento
de darse la paz. Y todo esto sin contar las quejas por el número reducido de
asistentes o la mucha calderilla en la cesta de la colecta y pocos billetes
doblados. Y todo ello a pesar de haber insistido en la homilía sobre la
generosidad. A veces se llega a tal extremo que el tiempo destinado a la
homilía es aprovechado fundamentalmente para pedir dinero a los fieles. Total,
que llevados por su celo y el noble deseo de darse y ayudar a la gente,
terminan acosándola con sus modales de buena voluntad y disposición para
servirles. Por otra parte, los que menos entienden de música y peor cantan son
los que muchas veces ponen más empeño en cantar ellos mismos y hacer cantar a
los demás. Lo peor de todo esto es cuando piensan que el canto en la celebración
de la Eucaristía es condición indispensable para su digna celebración. Lo
cierto es que, por una u otra razón, hay sacerdotes que durante la celebración
están en todo sin concentrarse debidamente en lo suyo propio que es hacer a
Cristo presente para que los fieles le conozcan cada vez mejor y se queden con
Él. El sacerdote que celebra la Eucaristía debe evitar por todos los medios el
convertirse en un buen actor de teatro, un publicista eficiente o un
propagandista religioso eficaz. Lo suyo es trasportar espiritualmente a la
asamblea al Cenáculo donde Cristo instituyó la Eucaristía para seguirle
amorosamente en su muerte y resurrección. Pienso que todo aquello que no
contribuye a este objetivo teológico está de sobra.
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